EL LOBIZÓN

Introducción

El lobizón u hombre-lobo es una tradición universal que se "agauchó" en nuestro medio rural y cobró perfiles propios en el universo cultural mestizo de nuestra gente de campo. Según la leyenda es un hombre común y corriente, siempre nacido séptimo hijo varón en su familia, que todos los viernes al anochecer sufre una transformación física creciéndole entonces un vello animal, garras y colmillos, y en esos momentos se comporta brutalmente porque -para decirlo en gauchesco- "en la brasas de su ojos se han quemado los recuerdos".
Como hombre-lobo, la tradición viene de Europa. Como hombre-perro de extraños superpoderes, vinculados a la luna y al monte, esta criatura ya estaba presente en la mitología charrúa y guaraní.
Por ejemplo, entre los guaraní monteses se narra que existió una jovencita muy hermosa pero perezosa y dormilona, de nombre Keraná. Nunca danzaba para agradecer los favores de los espíritus del bien, y por eso fue raptada sin protección por el diabólico Taú, quien enmascarando su aspecto la sedujo durante siete días y a lo largo de las lunas correspondientes tuvo con ella siete hijos. Desde el primer embarazo de Keraná intervino Angatupyry, un espíritu justiciero, que echó sobre la pareja una terrible maldición y los siete hijos nacieron con horrenda apariencia. Los nombres de las siete criaturas, todos varones, fueron respectivamente JejuJaguá, MboiTuí, Moñái, JasyJateré, Kurupí, AóAó, y finalmente Huisô o Luisô. Obsérvese el sonido del nombre del séptimo hijo varón: Luisô, con esa ô guaraní que suena nasal, casi como si fuera acompañada de una "n" final.
Pero nótese también la semejanza con las tradiciones europeas pre-cristianas. El mago Merlín también nació del vientre de una joven que, encerrada en la torre de su castillo, olvidaba decir las oraciones nocturnas a los espíritus del Bien, y entonces un maligno duende con alas de murciélago pudo entrar a su alcoba y seducirla a la séptima noche con la apariencia de un príncipe azul. Los poderes mágicos de Merlín, sin embargo, fueron usados para el Bien. Comienzan a extinguirse ya en vida del Rey Arturo, cuando los caballeros abandonan la religiosidad del bosque, el hechizo de hadas y gnomos, para dedicarse a la búsqueda del Santo Grial, que simboliza la irrupción del Catolicismo institucional.
El número siete juega siempre un papel en el mito. Es la cuarta parte del mes lunar, el que rige la racionalidad presocrática de la Europa "bárbara" y de la América feliz por entonces ignorada.
El lobizón, según algunos conocedores, teme mucho al cuchillo, al fuego y a todo lo que pueda marcarlo, porque su instinto le advierte que cualquier marca puede hacerlo identificable cuando recupere su forma humana.

En otro de mis libros, "Nuestra Raíz Charrúa" cito el caso de una lobizona mujer, Apolinaria, siguiendo antiguas memorias que recogimos con Julio Sánchez en los pagos de Capilla del Sauce.
Pero hubo otro relato que nos sorprendió aún más a Isabel y a mí y nos dejó "cismando", como dice el paisano. Es otra visión sobre la leyenda del Lobizón o "bicho da sexta", como se le denomina en la frontera (aludiendo a "sexta feira" o sea viernes, día de sus más frecuentes apariciones). En esta visión diferente el animismo indígena influye más que la licantropía de origen europeo.

El relato

De Doña Atenora se decía que era lobizona, y vivía su solitaria existencia en las afueras de un pequeño pueblo. Su vivienda era un rancho de terrón semiderruido, herencia de sus padres que ya habían muerto y de sus hermanos mayores que se habían ido.
De lunes a jueves recibía todo lo necesario por trueque con sus vecinos. Algo para ofrecer nunca le faltaba, porque era "manosanta" y una yuyera extraordinaria; sus "venceduras" curaban "bicheras" en animales, curaban plagas en cultivos y deshacían maleficios en general; además paraba las tormentas y desviaba al mbóitatá, el rejucilo-serpiente de fuego que viaja por los alambrados cuando cae el rayo. Los viernes la gente no la molestaba, y el domingo reaparecía somnolienta si había fiesta, misa, velorio o kermesse en la escuelita rural.
Como partera debía ser buena también, pero las gurisas embarazadas la esquivaban por miedo a algún mal de ojo que, por cierto, nunca se supo que ella ocasionara.
Su hermana mayor volvió ya anciana de la capital departamental al pueblito natal. Muy católica, era laica consagrada y había trabajado más de veinte años en rancheríos muy pobres. Ahora había prometido ante la tumba de sus padres que borraría la mala fama de su hermana Atenora o, en caso de que hubiese algo de cierto en los rumores, la haría exorcizar por un sacerdote.
En el pueblo se supo del proyecto de "la hermana vieja" y se desaprobó la idea: Atenora en noche de viernes, se decían, transformada en hermosa perra blanca, no hacía daño a nadie. Aullaba lastimeramente, rondaba el cementerio sin entrar, y era una aparición más entre tantas, un misterio más del campo agreste.
La llegada de la hermana devota, en el ómnibus local, coincidió con la llegada del auto de un agente viajero que una vez al mes paraba en el humilde "hospedaje" del pueblo. El hombre llegaba sin finalidad comercial alguna, sólo para "tirar unos tiros" en el monte y retomar su camino hacia parajes más prósperos.
Llegó el atardecer del viernes. Las hermanas se arrodillaron a rezar el rosario entre velas y faroles; los vecinos cercanos cerraron sus casas, se persignaron y algunos procuraron dormir.
A eso de las diez de la noche Atenora entró en un extraño trance, como dormida. Primero su hermana mayor se preocupó, pero casi en seguida esbozó una sonrisa de triunfo y de todo corazón dio gracias al Señor: por la ventana vio que la misteriosa perra blanca había aparecido, husmeando el pastizal, aullando en forma extraña, mientras que su hermana estaba allí, en el rancho, junto a ella, adormecida.
El aullido era penetrante y más a esa hora en que todo estaba en silencio. Descansaban los vecinos y también el viejo carro del vasco tambero, la anacahuita que el Viernes Santo se vuelve luminosa, los jacarandás de la calle, y más allá la silueta oscura del ómnibus de recorrido local, ahora hecha sombra enmudecida y quieta, junto a la pensión en la que también descansaban sus dos únicos huéspedes: el chofer del ómnibus y el agente viajero.
Aquel aullido angustioso se repitió.
Entonces sonaron los tiros. La perra blanca se estremeció y aulló de una manera nueva, y todos los que la vieron desde las rendijas de sus casas (a oscuras pero en vigilia) jurarían después que despedía fuego por sus ojos. Se alejó cojeando, evidentemente alcanzada por un proyectil y de pronto desapareció, se esfumó en el aire.
Al otro día la gente amaneció angustiada. Todo el pueblo sabía que una tragedia debía haber ocurrido. Y la intuición colectiva no se equivocó esta vez.
A las ocho se llamó por radio al médico para que viniera a certificar un fallecimiento por muerte natural. El comisario se las ingenió para no mencionar en el parte oficial aquellos disparos nocturnos, para que nadie los relacionara con el infarto que mató a la anciana laica consagrada. Y en realidad fue justo: no fueron los disparos los que mataron a la pobre mujer, sino la herida de bala, con orificio de salida, que la aterrorizada anciana vio en el brazo de su hermana Atenora al amanecer del día siguiente.
El comisario ahora está jubilado y afirma que un buen policía no debe hablar de las cosas de las cosas de servicio. En el pueblo tampoco se habla mucho con forasteros de asuntos que se consideran íntimos.


Material extraído del libro" Leyendas, mitos y tradiciones de la Banda Oriental" del historiador Gonzalo Abella Betum San Ediciones

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