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LA LEYENDA DE LA SALAMANCA
Introducción
La última resistencia de una cultura amenazada se practica con
el arma de la memoria. La memoria convoca poderosas fuerzas invisibles.
A fines del siglo XIX las familias charrúas supervivientes se acriollaron
en oficios característicos: carpincheros, monteadores, carboneros...
o buscaron "conchabo" en las estancias: los hombres como troperos
o domadores, las mujeres como cocineras o lavanderas. Aunque hubo también
mujeres esquiladoras, pialadoras, troperas y matreras de revólver
y facón a la cintura.
Por entonces en una gruta del Cerro Arequita se refugiaron tres mujeres
charrúas muy ancianas. Allí practicaron sus ceremonias rituales
o "salamancas". Muy frecuentemente llegaba gente de notorio
aspecto aindiado a visitarlas.
El término "salamanca" es una castellanización
del antiguo vocablo pampa slamanac, que significa "ritual oculto".
Un día, en pleno siglo XX, las tres ancianas charrúas prepararon
todo para desaparecer. Taparon las entradas de los antiguos sagrarios,
dejaron a los murciélagos vampiros como centinelas , y por pasillos
subterráneos se fueron a otra cueva o vaya a saber dónde,
porque no se las vio nunca más.
Sólo la antigua y misteriosa gotera interior, tenue hilo de memoria,
queda por testigo de aquellos tiempos de salamancas.
Y el majestuoso cerro, hasta por su nombre originario, se hace guardián
de ese legado. Arequita significa agua que cae de la alta piedra.
La leyenda
La Luna llena apareció roja y lúgubre. Los perros de la
estancia ladraban como presagiando una muerte.
Una lechuza chistó para llamar la atención de los grillos
y la crucera se enroscó en el centro mismo del círculo que
en el cielo de la tarde habían trazado los caranchos.
En la estancia, el capataz deliraba por una fiebre misteriosa y repentina.
Una hora antes se había jactado de los golpes que le había
propinado a un muchachito aindiado del rancherío contiguo, un adolescente
que había sido sorprendido robando una oveja. Ahora el capataz
parecía - inexplicablemente- al borde de la muerte.
Desde la estancia se divisaba el inconfundible contorno del Cerro Arequita.,
pero no se oían los lamentos y susurros que aquella noche poblaban
el monte de ombúes de su ladera. Menos aún se podía
advertir desde allí la pálida lumbre, reflejo de un fogón
interior, que salía por la grieta que anuncia la entrada a la cueva.
La cueva, una gruta inmensa y oscura, siempre está custodiada por
los murciélagos vampiros.
Adentro de la gruta tres ancianas charrúas se repartían
el trabajo: una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz
, con rezos y emplastos vegetales; las otras dos armaban un muñeco
de trapo y lo elevaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde está
la eterna gotera del agua.
Al levantar el muñeco algo pasó fuera de la gruta. Un relámpago
bajó por las nubes negruzcas que ocultaban la roja Luna; se iluminaron
espectralmente los corrales de piedra más antiguos, que son indios
de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el relámpago
en toda su blanquecina extensión, hacia los lejanos túmulos
cónicos del antiguo ritual.
En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yacía
el capataz. La pequeña ventana se abrió bruscamente y todos
fueron inundados por la espectral luz del relámpago. El cuerpo
del enfermo se estremeció y de su garganta salió un gemido
casi animal.
En la gruta una de las ancianas amarró con un maneador las piernas
del muñeco.
En la estancia el capataz se agitaba en convulsiones, golpeaba el aire
con sus piernas, pero ya no lograba separar una de otra.
En la gruta, la segunda anciana vendó los ojos del muñeco.
En la estancia, el capataz abrió desmesuradamente los ojos y gritó
que ya no veía, que estaba ciego.
En la gruta, la tercera anciana levantó una astilla del árbol
de la aruera, apuntó hacia el muñeco y antes de atravesarlo
con ella interrogó con los ojos al muchacho herido. Este dijo que
no con la cabeza, y entonces la anciana que tenía la astilla con
la punta a pocos milímetros del vientre del muñeco, la separó
y la quemó con el fuego de la antorcha, dejando caer al muñeco
con desprecio.
En la estancia el capataz cayó de la cama y se puso a llorar como
un niño.
La mujer del capataz, que rezaba a una imagen de San Jorge, tuvo entonces
una visión: vio la serena cabecita del muchacho herido adentro
de la gruta, negando con resolución, y le dio las gracias en silencio.
En la gruta las ancianas juntaron las hojas de ruda, el ojo de sapo, el
ala de carancho, los huevos de culebra mora, las arañas y las hierbas
que crecen entre las tumbas de las ánimas más atormentadas,
allá por el panteón abandonado. Guardaron todo cuidadosamente,
porque el arma de la memoria, que es sobre todo amor, a veces también
necesita garras protectoras.
Material extraído del libro" Leyendas, mitos y tradiciones
de la Banda Oriental" del historiador Gonzalo Abella Betum San Ediciones
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