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UN PAJARRACO
EN PLENA CALLE
Una tarde de 1912, ahí nomás, en Constituyente
y Defensa, se abre la puerta de un barracón, y aparece de adentro
un sujeto armado con un serrucho. Con energía se pone a serruchar
la madera del mismísimo portón de entrada, ensanchándolo.
El vecindario: sigue con asombro la operación, a pesar de que ya
está habituado a las "chifladuras" del serruchador. Y
al rato nomás, con la ayuda de cuatro amigos, aquél extrae
del fondo del corralón un estrafalario pajarraco con dos alas extendidas,
tan anchas que no hubieran podido trasponer la puerta si no fuera por
la serruchada. El enorme y desgarbado bicharraco queda depositado en la
vereda, ante la mirada estupefacta de los cien testigos que se habían
agolpado esperando, sí, algo insólito por provenir de aquel
hombre extravagante; pero jamás la aparición de semejante
estructura de alas tendidas y una retorcida hélice en la nariz.
Quedaba develado el misterio de tantos meses de oír el vecin-dario,
golpeteos misteriosos y rugidos de motor inexplicables. El gestor de aquel
artefacto iba y venía, pulsando un alambre acá, golpeando
una chapa allá, perfectamente ajeno a los cuchicheos de los mirones.
Imperturbable, extrajo un modesto inflador de bicicleta -ni más
ni menos-, y con él le dio aire a los dos neumáticos de
moto que, según después se supo, un amigo le había
prestado. Verificó la tirantez de los, tensores que él mismo
fabricó con el alambre más resistente que pudo comprar en
la ferretería de la esquina. Controló el aceite del motor
Anzani, de 35 caballos de fuerza, y cuando comprobó que todo estaba
en orden, echó mano a un tarro y un pincel. Mientras aguar daba
al carro de caballos que había contratado para remolcar a su artefacto
hasta la Barra de Santa Lucía, Francisco Bonilla. se puso a pintar
en el fuselaje de su avioneta casera el nombre con que la había
bautizado: pomposamente, "Uruguay 1". Es que aquel pionero tenía
clara conciencia de que iba a consumar un acontecimiento que se inscribiría
en la historia técnica y deportiva de. nuestro país (con
tal de que las cosas le salieran como había previsto).
Llega el carro esperado, amarran a él al Uruguay 1, y allá
parte
él cortejo, despedido por las aclamaciones burlonas de todo el
vecindario.
Era un hermoso domingo de abril. Después de quién. sabe
cuántas horas de trotar aquel carro, Bonilla llega con su avioneta
a 'los campos de Sanguinetti, en la Barra de Santa Lucía. Dos amigos
lo acompañan, dispuestos a auxiliarlo. Colocan en posición
la avioneta, los dos amigos le sujetan las alas, Bonilla -emocionado y
anhelante-da hélice, y el motor, contrariando todos los escepticismos,
se puso a rugir. El pionero, apurado, se calzó el gorro, se colocó
ante sus ojos un par de antiparras y se envolvió el cuello con
una bufanda blanca:
Así era el equipo de aeronavegar. Ocupó su sitio, tuvo tiempo
de esbozar un saludo a sus amigos, apretó el acelerador y ¡
oh milagro! El monoplano casero se puso en marcha, ante el asombro de
los dos testigos que jamás habían creído en la viabilidad
de semejante intento.
- Corre el avioncito unos trescientos metros, y cuándo ya parece
que va a cumplir su destino de pájaro, se inclina peligrosamente
hacia un costado, la hélice tropieza contra un peñasco y
sé hace añicos, y "el Uruguay 1" se clava de punta
contra el suelo. El aparatito, fruto: de tantos meses de desvelos, quedó
destrozado en un segundo.
Cualquiera sé hubiera desanimado ante el traspié Bonilla
- en cambio, callado la boca, se volvió a su barracón de
Constituyente y Defensa, y después de reparar el portal serruchado,
se encerró otros seis meses, dispuesto a fabricar el Uruguay II.
Pero el pionero estaba perplejo: no, sabía a qué atribuir
el desperfecto que lo había hecho fracasar. De nada valía
empezar de nuevo, si antes no descifraba el enigma técnico. Y aquí
'la suerte vino a ayudarlo: por esos mismos días' llegó
a Montevideo otro enamorado de la aviación, pionero como
-él; un francés, Edouard Monnard, que traía consigo
un tesoro inesti-mable para Bonilla: los dos últimos - números
de una: revista especializada francesa. Y allí nuestro- aviador-
encontró la clave -que le faltaba:
Aprendió a subsanar su error, y se puso - manos a la obra sin demora.
Recién para la Navidad de 1912 estuvo -concluido el Uruguay II.
Pero - en lugar de probarlo enseguida, Bonilla prefirió -desafiar
a la superstición, tentar al diablo: esperó, expresamente,
a que llegara el 13 de' enero' de 1913 (día de su cumpleaños,
por lo demás). Y fijó la hora de su segunda tentativa: las
13.
- La cábala le dio resultado: esta vez su nueva avioneta levantó
vuelo muy oronda, entre el agitar de sombreros y pañuelos alborozados
de sus acompañantes que no podían creer lo que estaban presencian-do.
Bonilla ganó altura, se divirtió un rato surcando los aires,
y luego se posó en tierra con toda limpieza. Tal cual lo vislumbrara
Bonilla, tal hazaña sería histórica, como que marca
uno de los jalones
fundacionales de nuestra aviación. A partir de ese momento, el
reno li-bre de Bonilla traspasa fronteras. El notable aviador argentino
Jorge Newbery lo lleva con él a Buenos Aires, a fin de que reciba
instruc-ción especializada en la Escuela de Aeronáutica
que acaba de fun-darse. En 1914 obtiene Bonilla su brevet de piloto internacional,
y el Gobierno argentino le otorga el título de "precursor
de la Aviación Argentina".
Pronto Bonilla regresa a Montevideo y aquí, como quien no quiere
la cosa, se fabrica su aeródromo propio en plena calle: Migue-lete
y Constitución. Desde allí, y en medio del alboroto imaginable
del mismo 'vecindario que antes se burlaba de él, despegaba todos
los domingos en dirección a Carrasco o al Cerro. Alguna vez, llegó
a aterrizar con toda elegancia en la propia quinta del Presidente don
José Batlle y Ordóñez en Piedras Blancas. El loco,
el extravagante de otros días, se había convertido poco
menos que en prócer de su barrio, donde ahora todos se peleaban
por ayudarlo a remolcar su avión, o por tapar de apuro los baches
que siempre reaparecían en la calle de tierra que le servía
de ruta.
La audacia de Bonilla lo lanzó pronto a experimentar arriesgados
vuelos nocturnos. Eligió como puntos de referencia el faro de Punta
Carreta, el alumbrado de la calle Yaguarón, las luces dé
la cárcel de Miguelete; y, cuando regresaba a su base callejera
lo guiaban unos tachos de petróleo ardiendo, que los mismos vecinos
le encendían a lo largo de la pista.
Al final, nuestro Bonilla terminó convertido en el número
obli-gado de cuanto desfile patrio o fiesta tradicional se realizase en
Mon-tevideo, ocasiones que él sobresaltaba con sus demostraciones
acrobá-ticas a bordo de los aparatos fabricados siempre de su mano
(y ya andaba por el Uruguay IV)
No demoró en trasponer las fronteras montevideanas. Pronto, apa-reció
evolucionando por los aires de Salto, de Paysandú, de Florida,
de Durazno. Su fama lo llevó a cruzar el río Uruguay y hacer
demostraciones en Concordia, hasta que terminó incursionando en.
el sur del Brasil. Aquí protagonizó un episodio admirable,
que pinta de cuerpo entero su idiosincrasia.
Un periodista de Porto Alegre cometió el atrevimiento de poner
en duda que Bonilla fabricara él mismo sus aviones. Ante tamaña
afirmaci6n, para Bonilla injuriosa, el uruguayo no dudó ni un ins-tante
rodó con nafta a su Uruguay IV a la vista del público, y
sin pestañear le prendió fuego. Inmediatamente solicitó
tela y madera brasileñas, y en una sola semana, también
a la vista de quien
quiso verlo, construyó su Uruguay V, y con él remonto vuelo
ante el clamoreo de los mismos que poco antes lo habían calumniado.'
- Su fama ya es inmensa, acá y en Argentina. Enrique Delfino "compone
un tango en 'su homenaje, "Bonilla aviador". En 1914 se ha convertido
en "ídolo de ambas orillas", como reza el lugar común.
- Es cierto que también tuvo que sortear trances amargos. Un mal
día casi se mata, en plena fiesta patria argentina, un 25 de' mayo.
Él
motor se le ahogó, pero Bonilla puso a planear su aparato y fue
des-cendiendo pausadamente; mas cuando ya casi tocaba el suelo, una sorpresiva
racha lo precipitó a tierra. Fractura de pierna, de esternón,
de cuatro costillas de brazo derecho. Se recuperó apenas, pero
ese fue el final de su carrera. Nunca más voló. .
Por una sola vez se tentó, es cierto, y pensó en volver
a las andadas en oportunidad de que se fundara en Montevideo la Escuela
Militar de Aviación. Bonilla. sintió el llamado del deber
y fue a. ofrecer sus servicios al Ministerio de Defensa. Él. Ministro
le agradeció su
colaboración en nombre del país, y le ofreció un
puesto de Auxiliar 32 Bonilla, que además de pionero. era bien
educado, contestó buenas tardes y se volvió a su casa de
donde no salió más. Las sombras del anonimato, lo envolvieron
pronto, su fama quedó olvidada por un tiempo, como tantos. otros
héroes de este mundo.
Material extraído del libro "Boulevard Sarandi" de Milton
Schinca, Ediciones de la Banda Oriental 1978
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