La web de Venus


El pipero

Desde que la memoria me alcanza, la tienda de chuches estuvo al final de mi calle. Los niños del barrio acudíamos como moscas a la coca cola cuando salíamos del cole, con nuestras monedas en la mano, dispuestos a forrarnos de caramelos, piruletas y otras delicias que ese maravilloso lugar ponía a nuestro alcance. El pipero era un señor encantador que nunca se enfadaba, aunque gritáramos y agitáramos nuestras monedas todos a la vez. El hombre, de claros ojos azules enmarcados por finas arrugas, tenía una debilidad clara y manifiesta. La debilidad de ese hombre al que encantaban los niños no era otra que yo misma. Desde muy chica me acostumbre sin vergüenza alguna a que mis cinco pesetas dieran más de sí que las de mis amiguitos. Hasta tal extremo llegó la generosidad del pipero conmigo que mis compañeras más avezadas se dieran su dinero para que fuera yo a hacer el avituallamiento de golosinas para devorar después en el parque. Lo cierto es que el pipero no me pedía nada acambio de su amabilidad. Se limitaba a darme más pormenos, a tratarme con la deferencia de una clienta especial e incluso a colarme delante de una fila de chiquillos vociferantes. Pasó el tiempo y las piruletas se convirtieron en pipas de girasol y calabaza. Las tardes en panda se pasaban también en el parque, pero comiendo pipas entre conversaciones adolescentes. También en ese tiempo, la encargada de las compras en la tienda de chuches era yo. Y el pipero, tan encantador como siempre. Estaba yo en COU cuando un día fui a comprarle al hombre un paquete de tabaco. -Ya he visto muy bien acompañada - me dijo el pipero,por primera vez, iniciando una conversación personal conmigo -Está bien que te hayas echado novio -coontinuó -. Una chica tan bonita como tú no puede andar sola. Tras darme lo que le había pedido me dijo que era un regalo y me despidió con un "cuando quieras te pasas por aquí poco antes de que eche el cierre. Hace mucho que guardo una sorpresa para ti". Intrigada, pasé varios días intrigada por la invitación del pipero. Pero no me atrevía a aparecer por allí. Finalmente, un día la curiosidad pudo más y me presenté en la tienda a las ocho menos cinco dispuesta a recoger mi regalo. El hombre no se sorprendió al verme. Siguió haciendo caja. Yo esperé de pie a que acabara. Ya no entró nadie. A las ocho en punto echó el cierre. Apagó las luces y me pidió que le siguiera a la trastienda. La pequeña habitación era un segundo paraíso infantil lleno de botes transparentes con caramelos de colores, gominolas, chupa chups, regaliz y paquetitos alienados con patatas fritas, cacahuetes, cortezas y todo lo que un niño puede desear de una tienda de chuches. El hombre fue a un lavabo diminuto que había en un lado y se lavó las manos. Cuando regresó a mi lado me preguntó que si me apetecía algo. -No - dije yo.- He venido a por mi regalo -No tengas prisa, que todo lleva su tiempo y yo he esperado demasiado Abrió una cerveza para él y una coca cola para mí y abrió una bolsa de panchitos. Sabía que me encantaban y que no me iba a negar. Me senté en una silla de enea que había junto a la mesita camilla donde había puesto las bebidas. En lo que yo comía panchitos y bebía coca cola, el pipero empezó a andar entre los botes. Cuando se acercó a mí traía en la mano varias golosinas que depositó en la mesa. Se puso de rodillas ante mí. Y me quedé quieta. Con suavidad me quitó los zapatos. Cogió la cerveza y derramó parte de ella sobre mis rodillas juntas. Empezó a lamer la espuma de mis piernas. Con su lengua y sus labios sorbía cada gota dorada sobre mi piel aún tierna. Seguí comiendo panchitos tranquilante mientras seguía bebiendo los regueros de cerveza que habían rodado hasta mojar mis tobillos. Desanduvo el camino andado a besos. Volvió a las rodillas siguiendo subiendo por mis muslos. Yo tenía una sensación muy agradable, pero todavía estaba más interesada en los prodigios que ofrecía la tienda que en los besos devotos de aquel hombre. Así es que le pregunté si podía abrir una bolsa de fritos de maíz. El hombre se levantó y me acercó lo que le había pedido. Arrodillado de nuevo ante mí levantó mi falda muy despacio, hasta dejar ante su vista extasiada el triángulo de mis braguitas blancas. Comenzó a pasar el dedo por los dos elásticos inferiores, causándome un cosquilleo muy agragrable en las ingles. "Deja que te las quite", me pidió, mientras yo continuaba mi banquete particular con una bolsa de patatas fritas que había alcanzado de un estante cercano a mi mano. Me incorporé un poco y dejé que, con sus manos temblorosas, bajara la prenda de algodón. Cogió mis muslos con las dos manos de dedos anchos y cuadrados y miró con fervor mi coñito. Soy rubia y el vello secreto es clarito. El pipero, encantando con el hallazgo, cogió una bolsita de picapica. Esparció los polvitos entre lo que llamó mi felpudito y comenzó a chupar aquello. Al mezclarse con la saliva, el pica pica empezó a burbujear. Me hacía cosquillas. Chupó mi vello púbico hasta dejarlo empapado y peinado diría yo, porque pasaba y repasaba cada zona hasta abrir una raya imaginaria en medio, orientando todos mis vellos hacia mis piernas ahora un poco más abiertas. Yo empecé a tener calor y, por la cabeza, me quité el vestido. Llevaba una camisetita blanca con tirantes finitos. Entonces no usaba sujetador porque mis puntiagudos pechos eran muy pequeños y mi madre decía que todavía no era necesario. El hombre cogió un chupete de caramelo. Le quitó el envoltorio y le dio varios chupetazos. Luego me introdujo en el sexo. Sólo un poco, sólo lo justo para que alcanzara mi clítoris. Lo sacó de nuevo y lo volvió a chupar. Lo introdujo otra vez. Lo chupó. Lo metió y lo sacó varias veces. Cada vez que lo sacabalo chupaba con fruición. A mí aquello empezó a gustarme. Decidí que me gustaba más que cuando mi novio me metía el dedito. Así que abrí un poco más las piernas, olvidándome de las patatas fritas. El hombre sonrió y dijo que e chupete ya no era suficiente. Se incorporó un poco y cogió un pirulí. Lo lamió de arriba a abajo y me metió en el coñito. Lo metió sólo un poco. Lo sacó y lo chupó. Y así repitió durante un rato el mismo juego que con el chupete. Sólo que cada vez lo introducía un poco más. Yo estaba cada vez más agitada y mi respiración más acelerada. Sentía como si me derritiera. Me gustaba, y mucho, sentir aquello entrando y saliendo dentro de mí. Estaba mojando la silla. -Estás muy caliente - dijo el pipero haciendo ademásde levantarse – -No pare - supliqué yo - No, aún no hemos acabo - me dijo revolviendo en los estantes. Trajo un montón de gominolas grandes en forma de corazón y me las metió en la vagina. Me unió las piernas e hizo que me apretara sobre mi misma. Luego me volvió a abrir como a un libro desencuadernado y acercó la boca a mi abertura. Con la lengua y los dientes comenzó a sacarme las gominolas churrosas del coñito. Se las comía con delectación. Cada una que sacaba me rozaba el clítoris, provocándome un chillidito. Sus dientes, a veces, mordían mi carne al extremo sensibilizada. Pensé que no podía soportar por más tiempo aquello. Me retorcía de gusto. Cuando se acabaron las gominolas el hombre siguió un rato lamiendo el interior de mi sexo. Luego, le levantó y me sacó la camiseta. Mis pezones le apuntaban como dos balas recién disparadas. Con un pintalabios de caramelo comenzó a hacerme dibujos en los pechos. Chupaba y trazaba rayas, círculos, estrellas. Chupaba y dibujaba. El roce del caramelo cuando iba secándose en mi piel me provocaba auténticos espasmos de placer que llegaban como flechas a mi vientre. Chupó, lamió, mordisqueó mis pechos hasta dejarme agotada. A continuación cogió un conguito, una de esas delicias de avellana rodeada de chocolate. Cuando lo introdujo en mi ombligo pensé que iba a derretir. Tal era el caletón que yo tenía. Chupeteó todo el chocolate mientras que la avellana daba vueltas en mi ombliguito. Yo gozaba. Acabó succionando, de forma que la avellana acabó en su boca. El pipero debía tener una erección considerable, pero hasta el momento no había mostrado intención de follarme o de masturbarse. -¿Hasta dónde has llegado con tu novio?- preguntó. Y yo que estaba como un flan dispuesto a ser deglutido y saboreado le dijo que hasta el final. El pipero entonces, con los movimientos tranquilos que había efectuado durante todo el rato, extendió en el suelo un jergón que permanecía enrollado en un rincón. Se sentó sobre ella y se sacó del pantalón una verga nudosa y larga como un sarmiento. Nada que ver con la polla lisa de mi novio. Me pidió que me sentara sobre él. Lo que hice gustosa. Ya lo había hecho así con mi novio. Me senté despacio, muy despacio. Las imperfecciones de esa verga "de viejo" como dijo él mismo, me producían círculos concéntricos de placer al pasar por mi clítoris en punta. El pipero me pinzó lastetas con los dedos y, mientras yo subía y bajaba sobre su verga sarmentosa, la estiraba de una forma deliciosa. -Mmmm- ¿Te gusta? - preguntó mi pipero -Nunca..., nada igual, oh, Dios..., sí, así, sí, me gusta .... Le cabalgué durante un tiempo que me pareció infinito, inmenso, indescriptible. Tuve un orgasmo increíblemente intenso. El primero orgasmo de mi vida quizá, porque lo de mi novio había sido más exploración que placer. Aquella noche atisbé lo que un hombre enamorado puede hacer gozar a una mujer. Con el tiempo, he aprendido que una mujer, en manos de un hombre que la adora, puede ser como un piano, del que se pueden sacar mil notas maravillosas ,armoniosas, divinas. De lo contrario, salen melodías desafinadas como un mal tema de rock duro. Opalo



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