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POEMAS

(por Rubén Darío)

 

 

Del campo

 

¡Pradera, feliz día! Del regio Buenos Aires

quedaron allá lejos el fuego y el hervor;

hoy en tu verde triunfo tendrán mis sueños vida,

respiraré tu aliento, me bañaré en tu sol.

 

Muy buenos días, huerto. Saludo la frescura

que brota de las ramas de tu durazno en flor;

formada de rosales tu calle de Florida

mira pasar la Gloria, la Banca y el Sport.

 

Un pájaro poeta, rumia en su buche versos;

chismoso y petulante, charlando va un gorrión;

las plantas trepadoras conversan de política;

las rosas y los lirios, del arte y del amor.

 

Rigiendo su cuadriga de mágicas libélulas,

de sueños millonario, pasa el travieso Puck;

y, espléndida Sportwoman, en su celeste carro,

la emperatriz Titania seguida de Oberón.

 

De noche, cuando muestra su medio anillo de oro,

bajo el azul tranquilo, la amada de Pierrot,

es una fiesta pálida la que en el huerto reina,

toca en la lira el aire su do-re-mi-fa-sol.

 

Curiosas las violetas a su balcón se asoman.

Y una suspira: «¡lástima que falte el ruiseñor!»

Los silfos acompasan la danza de las brisas

en un walpurgis vago de aroma y de visión.

 

De pronto se oye el eco del grito de la pampa,

brilla como una puesta del argentino sol;

y un espectral jinete, como una sombra cruza,

sobre su espalda un poncho; sobre su faz, dolor.

 

-«¿Quién eres, solitario viajero de la noche?»

-«Yo soy la Poesía que un tiempo aquí reinó:

¡Yo soy el postrer gaucho que parte para siempre,

de nuestra vieja patria llevando el corazón!»

 

 

La página blanca

 

Mis ojos miraban en hora de ensueños

la página blanca.

 

Y vino el desfile de ensueños y sombras.

¡Y fueron mujeres de rostros de estatua,

mujeres de rostros de estatua de mármol,

tan tristes, tan dulces, tan suaves, tan pálidas!

 

¡Y fueron visones de extraños poemas,

de extraños poemas de besos y lágrimas,

de historias que dejan en crueles instantes

las testas viriles cubiertas de canas!

 

¡Qué cascos de nieve que pone la suerte!

¡Qué arrugas precoces cincela en la cara!

¡Y cómo se quiere que vayan ligeros

los tardos camellos de la caravana!

 

Los tardos camellos,

-como las figuras en un panorama-,

cual si fuesen un desierto de hielo,

atraviesan la página blanca.

 

Este lleva

una carga

de dolores y angustias antiguas,

angustias de pueblos, dolores de razas;

¡dolores y angustias que sufren los Cristos

que vienen al mundo de víctimas trágicas!

 

Otro lleva

en la espalda

el cofre de ensueños, de perlas y oro,

que conduce la Reina de Saba.

 

Otro lleva

una caja

en que va, dolorosa difunta,

como un muerto lirio la pobre Esperanza.

 

Y camina sobre un dromedario

la Pálida,

la vestida de ropas obscuras,

la Reina invencible, la bella inviolada:

la Muerte.

 

¡Y el hombre,

a quien duras visiones asaltan,

el que encuentra en los astros del cielo

prodigios que abruman y signos que espantan,

mira al dromedario

de la caravana

como al mensajero que la luz conduce,

en el vago desierto que forma

la página blanca!

 

 

Cosas del Cid

 

Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa,

una hazaña del Cid, fresca como una rosa,

pura como una perla. No se oyen en la hazaña

resonar en el viento las trompetas de España,

no el azorado moro las tiendas abandona

al ver al sol el alma de acero de Tizona.

Babieca descansando del huracán guerrero,

tranquilo pace, mientras el bravo caballero

sale a gozar del aire de la estación florida.

Ríe la Primavera, y el vuelo de la vida

abre lirios y sueños en el jardín del mundo.

Rodrigo de Vivar pasa, meditabundo,

por una senda en donde, bajo el sol glorioso,

tendiéndole la mano, le detiene un leproso.

 

Frente a frente, el soberbio príncipe del estrago

y la victoria, joven, bello como Santiago,

y el horror animado, la viviente carroña

que infecta los suburbios de hedor y de ponzoña.

 

Y al Cid tiende la mano el siniestro mendigo,

y su escarcela busca y no encuentra Rodrigo.

 

-¡Oh Cid, una limosna! -dice el precito.

-¡Hermano te ofrezco la desnuda limosna de mi mano!-

dice el Cid; y, quitando su férreo guante, extiende

la diestra al miserable, que llora y que comprende.

 

Tal es el sucedido que el Condestable escancia

como un vino precioso en su copa de Francia.

Yo agregaré este sorbo de licor castellano:

Cuando su guantelete hubo vuelto a la mano

el Cid, siguió su rumbo por la primaveral

senda. Un pájaro daba su nota de cristal

en un árbol. El cielo profundo desleía

un perfume de gracia en la gloria del día.

Las ermitas lanzaban en el aire sonoro

su melodiosa lluvia de tórtolas de oro;

el alma de las flores iba por los caminos

a unirse a la piadosa voz de los peregrinos,

y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho,

iba cual si llevase una estrella en el pecho.

Cuando de la campiña, aromada de esencia

sutil, salió una niña vestida de inocencia,

una niña que fuera una mujer, de franca

y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca.

Una niña que fuera un hada, o que surgiera

encarnación de la divina Primavera.

 

Y fue al Cid y le dijo: «Alma de amor y fuego,

por Jimena y por Dios un regalo te entrego,

esta rosa naciente y este fresco laurel».

 

Y el Cid, sobre su yelmo las frescas hojas siente,

en su guante de hierro hay una flor naciente,

y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel.

 

 

Ama tu ritmo...

 

Ama tu ritmo y ritma tus acciones

bajo su ley, así como tus versos;

eres un universo de universos

y tu alma una fuente de canciones.

 

La celeste unidad que presupones

hará brotar en ti mundos diversos,

y al resonar tus números dispersos

pitagoriza en tus constelaciones.

 

Escucha la retórica divina

del pájaro del aire y la nocturna

irradiación geométrica adivina;

 

mata la indiferencia taciturna

y engarza perla y perla cristalina

en donde la verdad vuelca su urna.

 

 

A Roosevelt

 

¡Es con voz de Biblia, o verso de Walt Whitman,

que habría que llegar hasta ti, Cazador!

¡Primitivo y moderno, sencillo y complicado,

con un algo de Washington y cuatro de Nemrod!

Eres los Estados Unidos,

eres el futuro invasor

de la América ingenua que tiene sangre indígena,

que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.

 

Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza;

eres culto, eres hábil; te opones a Tolstoy.

Y domando caballos o asesinando tigres,

eres un Alejandro-Nabucodonosor.

(Eres un profesor de energía

como dicen los locos de hoy.)

 

Crees que la vida es incendio

que el progreso es erupción;

en donde pones la bala

el porvenir pones.

No.

 

Los Estados Unidos son potentes y grandes.

Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor

que pasa por las vértebras enormes de los Andes.

Si clamáis se oye como el rugir del león.

Ya Hugo a Grant le dijo: Las estrellas son vuestras.

(Apenas brilla, alzándose, el argentino sol

y la estrella chilena se levanta...) Sois ricos.

Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón

y alumbrando el camino de la fácil conquista,

la Libertad levanta su antorcha en Nueva York.

 

Mas la América nuestra, que tenía poetas

desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl,

que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco,

que el alfabeto pánico aprendió;

que consultó los astros, que conoció la Atlántida

cuyo nombre nos llega resonando en Platón,

que desde los remotos momentos de su vida

vive de luz, de fuego, de perfumes, de amor,

la América del grande Moctezuma, del Inca,

la América fragrante de Cristóbal Colón,

la América católica, la América española,

la América en que dijo el noble Guatemoc:

«Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América

que tiembla de huracanes y que vive de amor;

hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive.

Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol.

Tened cuidado. ¡Vive la América española!,

hay mil cachorros sueltos del León Español.

Se necesitaría, Roosevelt, ser por Dios mismo,

el Riflero terrible y el fuerte Cazador,

para poder tenernos en vuestras férreas garras.

 

Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!

 

 

IX

 

¡Torres de Dios! ¡Poetas!

¡Pararrayos celestes,

que resistís las duras tempestades,

como crestas escuetas,

como picos agrestes,

rompeolas de las eternidades!

 

La mágica esperanza anuncia un día

en que sobre la roca de armonía

expirará la pérfida sirena.

¡Esperad, esperemos todavía!

 

Esperad todavía.

El bestial elemento se solaza

en el odio a la sacra poesía

y se arroja baldón de raza a raza.

 

La insurrección de abajo

tiende a los Excelentes.

El caníbal codicia su tasajo

con roja encía y afilados dientes.

 

Torres, poned al pabellón sonrisa.

Poned ante ese mal y ese recelo,

una soberbia insinuación de brisa

y una tranquilidad de mar y cielo...

 

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