Bandidos

En el año 1814, el papa Pío VII (Gregorio Luigi Barnaba "Chiaramonti") por fin regresaba a Roma después de pasar un par de años encerrado en Francia por orden del emperador Napoleón I. Ni bien asumió nuevamente la conducción de la Iglesia decidió conceder una amnistía total a todos los forajidos de Italia. Por ese mismo tiempo en otra ciudad del Lacio, Gasparoni, un inquieto joven de veinte años comenzaba a sentirse atraído por la vida facinerosa siguiendo los pasos de su hermano Gennaro, que ya era un experimentado bandolero.

Parece que este aprendiz de maleante, un buen día después de la misa, conoció a una muchacha de la cual se enamoró, pero los parientes de ella lo rechazaron por causa de su mala fama. Este menosprecio hizo que se apoderara de Gasparoni un odio tan profundo hacia esa familia que terminó asesinando al hermano de la joven.

Después de este suceso Gasparoni se dedicó de lleno a la vida criminal, robando y matando con despiadada crueldad. Este inclemente bandido de porte arrogante y amable sonrisa, pronto entró en tratativas con notables y poderosos individuos, para los que realizaba toda clase de encargos turbios. De esta manera transcurrió su vida durante años, hasta que en 1825 tuvo oportunidad de conocer a Gertrude De Marchis, una joven que resultó ser la hija de uno de sus encubridores. Gasparoni entusiasmado con esta relación y con bastante dinero en el bolsillo acumulado gracias a sus actividades ilicítas, pensó que lo mejor sería comenzar a comportarse como un señor. Por lo tanto proyectó casarse con Gertrude en Roma con todas las bendiciones eclesiásticas correspondientes. Para ello había conseguido el conveniente amparo de monseñor Piero Pellegrini, vicario general de la ciudad de Sezze, quién logró que el gobierno de la Santa Sede le otorgara el perdón por las atrocidades cometidas.

Se organizó entonces una reunión en la propia casa de Pellegrini con la asistencia de los hombres y mujeres que integraban la pandilla de Gasparoni. Allí Pellegrini en persona, después de ofrecer a los presentes un sermón largo y florido, leyó sin pausa la hoja del perdón, luego los bendijo y finalmente los delató entregándolos a la fuerza pública.

Confuso momento aquel, los bandidos quedaron perplejos ante semejante batacazo. Desconcertados, Gasparoni y sus secuaces fueron conducidos al Castel Sant' Angelo donde se los encerró aquel fatídico día de septiembre de 1825. En mayo de 1826 los trasladaron a la ciudadela de Civitavecchia. Por largos años la reclusión en ese lugar habría de ser durísima y desdichada hasta que en 1847 los presos consiguieron permiso para salir a pasear por las calles de la ciudad. Los extranjeros que llegaban a Civitavecchia no dejaban de sorprenderse ante la visión de aquellos bandoleros que disfrutaban de una apacible caminata frente al Mar Tirreno. Pero reveses políticos de esos que nunca faltan, pronto trajeron a los condenados nuevas penas y amarguras. Desde Civitavecchia fueron enviados a la fortaleza de Spoleto, en la región de Umbría. Al cabo de varios años de desdichas y privaciones solicitaron a la Sagrada Consulta, una residencia menos fría y más apropiada para su salud. La Sagrada Consulta que parecía tener cierta simpatía por estos bandidos, aceptó la petición y el traslado se hizó a la fortaleza de Civitacastellana donde recuperaron el placer de volver a pasear y así levantar el decaído ánimo.

En prisión Gasparoni compartía la celda con Pedro Masi, uno de sus hombres de confianza. Durante los años de encierro Pedro se dedicó a redactar un manuscrito donde describió la vida del insolente Gasparoni. Estas memorias convirtieron al bandolero de apariencia altiva y agradable en un célebre villano admirado por muchos.


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