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La libertad de no poseer
Hoy
es un día soleado tras la lluvia y las gotas de agua refulgen colgando de las
ramas de los árboles. Contemplándolas, pienso que ni el más bello diamante
podría dar el esplendor de arco iris de
esas simples gotas que están allí un momento y luego caen y siguen su camino.
La vida siempre nos está dando estos pequeños tesoros, siempre nos está
revelando su belleza y enriqueciéndonos con instantes únicos. El problema
nuestro es que intentamos adueñarnos de ellos, encerrarlos en nuestros
dominios y mostrar a los demás cuán ricos somos por poseer bienes, personas,
relaciones, cargos, títulos. Así es como, sin darnos cuenta, vamos fundando
nuestra seguridad y autoestima en cosas que sabemos bien que algún día se
terminarán. Organizamos la vida para
defenderlas en el constante temor de que se acaben. ¿Por qué la pérdida de un trabajo o de la pareja pueden
llevarnos a pensar que nuestra vida
ha terminado? Simplemente porque en ello hemos puesto toda nuestra razón de
vivir, aun cuando en el fondo sabemos que nada nos pertenece: ni la tierra
que habitamos, esa en la cual han morado otros seres por milenios y a la cual
otros vendrán cuando hayamos partido; ni los hijos que vienen a sembrar su
propia semilla, ni la pareja, ni los amigos. Nada nos pertenece, ni siquiera
nuestra vida física. Somos nosotros quienes pertenecemos a un todo mayor, a
la humanidad, a la tierra, a la gran vida que nos contiene. En el intento de
poseer, creamos lazos de dependencia, poder y miedo de perder, sin darnos
cuenta de que todo está allí, bajo nuestra responsabilidad, para ser
disfrutado, compartido y entregado cuando la vida así lo diga. Qué importante
sería tener esto presente en relación al lugar en que vivimos, saber que
somos pasajeros a cargo de esa porción de la tierra por un tiempo, que luego
otros vendrán. Que dejaremos allí el hálito de nuestra presencia para servir
a otros. Qué importante sería tenerlo presente en relación a las etapas de la
vida, permitiendo que estas fluyan sin aferrarnos ansiosamente a ellas. Qué
maravilla sería una cultura que aceptara lo que llamamos muerte como un paso
natural, como una continuación del proceso del ser. Cuánto nos ayudaría
tenerlo presente en relación a los hijos, ayudándolos y apoyándolos en
relación a su camino personal, sin herirnos porque no viven teniéndonos como
centro de su existencia. Al adueñarnos de algo nos convertimos en prisioneros
de eso que creemos poseer, y muchas veces centramos nuestro poder y seguridad en cosas inestables, puesto que
todo se acaba: un trabajo, una situación, la forma que toma una relación. Vivir en la confianza
total, sabiendo que todo cambiará y que, sin embargo, siempre habrá otra
posibilidad, otro camino, otro desafío, otro regalo, otro tesoro. Aprender a tomar todo como prestado, a
nuestro cargo por un tiempo y gozarlo como quien no tiene nada que defender
ni nada que perder. Vivir centrados en lo único que permanece, el centro
integral del ser humano, aquel estado de la conciencia que mora en el
silencio de la mente, y el que, según el Bhagavad Gita, ningún arma puede
herir, ni el fuego quemar, ni el agua humedecer, ni el viento secar, porque
es invulnerable, in-combustible, impermeable, eterno e inmutable. Patricia May |