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Aprender de los niños
Los adultos de nuestra cultura somos expertos en el arte de la ausencia: aparentamos estar aquí, sin embargo estamos pensando en el ayer o estamos inquietos proyectando el momento siguiente. Al desayunar, pensamos en el trabajo; al trabajar, añoramos el momento de descanso; mientras descansamos, nos estamos proyectando a la siguiente actividad. Así hemos generado un modo de funcionar, acelerados por lo que vendrá o atrapados en el recuerdo, con la mente y la emoción permanentemente en otra realidad de lo que está siendo nuestra vida en el instante presente. Quizás
nuestros cuerpos estén, por ejemplo, en un momento familiar, aparentemente
compartiendo con los hijos; no obstante, nuestra mente está en otra cosa.
Seamos capaces de concentrarnos en ese momento familiar, de entregarnos,
olvidándonos del reloj, permitiendo que las cosas se den, sin apurarlas, sin
buscar nada, ni acelerarnos con lo que queremos hacer a continuación. Porque
si estamos pensando en otra cosa, nunca habremos estado realmente allí.
Estamos donde está la mente. Vivimos la película que ella nos está pasando,
no como algo que se proyecta afuera de nosotros, sino como algo realmente
vivido que afectará nuestro estado emocional y corporal. Al imaginarnos, por
ejemplo, discutiendo con alguien, en lo que respecta a las reacciones
físicas, quizás se nos agite la respiración o se nos haga un nudo en el
estómago y quedemos emocionalmente alterados. Aun cuando la discusión en lo
concreto nunca se produzca, así nos habremos zambullido gratuitamente en una
vivencia que no queríamos tener. No importa si al hacerlo estábamos paseando
en el parque o caminando por la calle, o en una reunión de trabajo; en lo que
respecta a nuestra realidad personal, no estuvimos realmente en el parque, ni
caminamos por la calle, ni fuimos a la reunión. Tal vez nuestros cuerpos como
autómatas se movieron, pero nosotros en presencia total física, emocional y
mental estábamos ausentes Este
es el mecanismo básico a través del cual nos restamos de la vida, negándonos
a ella, a abrirnos al milagro de lo que está ocurriendo aquí y ahora, y a
navegar en ella como si solo este momento presente existiera. Llegar a esto
no es fácil, puesto que nuestra mente
tiende a escaparse, acelerarse y ausentarse, acarreando con ella de
paso a la emoción. Es preciso una
práctica continua de centración, de vaciar la mente de pasados y futuros para
estar aquí viviendo el instante en totalidad. No se trata de un logro instantáneo,
sino de una disciplina personal dirigida en este sentido, de una práctica que
requiere constancia y persistencia en el tiempo, a través de los años. El
fruto que obtendremos de ella es la presencia total en cada momento, el vivir
en plenitud, el ser de verdad. Tratemos
de vivir como juegan los niños, etapa en que todo lo que no es su juego del
momento, simplemente desaparece. Un adulto que, con toda la madurez que
otorga el transitar por cada etapa, logra enfocarse así, se transforma en un
sabio y se acerca a la iluminación espiritual. Y esta última puede ser
entendida como lograr la vivencia de eterno presente, de entrar en un bolsón
de tiempo, donde este no transcurre y donde, por lo tanto, está la noción de
eternidad. Lo que quizás para los otros pudo contabilizarse en minutos u horas,
para el que lo vivió en total inmersión, el tiempo paró, no existió,
volviéndose en ese instante completo, atemporal, eterno. Patricia May |