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El camino de los niños
La
experiencia de estar con un niño pequeño es iluminadora para un adulto. Ellos
viven en el presente, se entregan al minuto, no tienen la mente llena de ideas
que los amarren al pasado o futuro, están ahí, completamente ahí en cada
momento.
En la medida en que vamos creciendo, llenándonos de deberes, de deseos, de
enganches, perdemos la capacidad de vivir el momento. Nuestra mente se
transforma en un espacio donde los rollos, las angustias, los miedos y
anticipaciones de futuro hacen nido y así es como nos vamos distanciando de
la capacidad de ser íntegros, totales, entregados, receptivos y creativos.
Al intentar estar con un niño desde su ritmo, nos daremos cuenta de que no es
nada de fácil estar ahí sin pensar en lo que tenemos que hacer al momento
siguiente, o sintiendo un estado de inquietud que no podemos precisar a qué
se debe, quizás sea que pensamos que ese momento tan sencillo en que un niño
nos muestra un juguete y quiere que estemos con él, no nos parece
"útil", "importante", cuantificable ni productivo. El
estado adrenalínico de nuestra vida cotidiana, la adicción a esa permanente
ansiedad y aceleración nos hacen insoportables los momentos tranquilos, el
ritmo lento, la permanencia para abrirnos al simple ser de cada instante. El
adulto con su frenesí muchas veces intenta desfigurar la sutil sensibilidad
del niño presentándole panoramas sobresaturados de estímulos simplemente
porque él no es capaz de convivir en espacios donde las novedades son una
piedrecita, una pelota, un chorrito de agua, o hacerse cosquillas.
Disponerse a estar completamente presente con un niño pequeño es una
disciplina espiritual para un adulto contemporáneo. Ellos nos harán notar una
hoja que cae de un árbol, el color de un papelito que encontraron debajo de
un mueble, se concentrarán en enrollar un hilo alrededor de algo, se
maravillarán con un insecto, el canto de un pájaro o con simplemente estar
siendo escuchados y observados con lo que vaya surgiendo.
Este tipo de vivencias, simples, hacen que una persona acelerada y neurótica
de eficiencia se dé cuenta cuánto le cuesta no estar en el deber, en lo
instrumental, en el hacer con objetivos concretos. El niño habita en el
simple ser donde lo importante es compartir, es asombrarse con las pequeñas
cosas que probablemente el adulto nunca vea porque son demasiado sutiles para
la mente y emoción grosera y sobrecargada de estímulos de la gran mayoría de
las personas en nuestras ciudades.
Los niños se conectan tanto con cada momento, están tan ahí, que no viven en
el tiempo. Esta es una gran lección. Ser absorbidos por el presente de modo
que a cada tiempo le baste su propio afán, así quizás el trabajo se
transformaría en un juego, en un darse con lo mejor, y los deberes de cada
día serían espacios encantados porque no estaríamos sobrecargados pensando en
lo que viene después.
Acercarse a los niños, escuchar sus asombros de verdad, no pensando en la
siguiente llamada del celular, darse espacios en la vida para desconectarse
del frenesí en que vivimos, para crear momentos encantados por la belleza de
ese segundo, único y total, puede constituirse en un camino de
transformación, en un modelo para aprender a vivir de otra manera devolviéndonos
la magia, la mirada profunda, la pertenencia.
Nuestras sociedades necesitan recuperar la sencillez, la conciencia de que no
necesitamos tantas cosas ni experiencias ni actividades sino que la capacidad
de vivirnos en presencia e intensidad cada una de ellas, entonces
descubriríamos que lo que tanto buscamos siempre estuvo ahí, en la mirada
encantada de cada segundo.
Sigamos el camino de los niños. Ellos saben algo que los adultos hemos
olvidado.
Patricia May
16/7/2005
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