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El encanto de vivir
No es a través de agregar cada vez más estímulos,
ruidos o cosas novedosas y espectaculares que recuperaremos el encanto de
vivir.
Los seres humanos tenemos una profunda necesidad de sentir, de arrobarnos, de
conectarnos y sintonizarnos con el otro y con la vida en general, sin embargo
parece que el rumbo de la cultura urbana toma el camino que le conduce
justamente a alejarse de esa capacidad.
El estilo de vida sobreactiva, sobreexigente , sobrerracionalizada, sobrecargada,
en que todo está planificado, en que los pensamientos circulan en nuestra
cabeza a mil por hora, en que estamos desarrollando una actividad, pensando
en la siguiente, no permite abrir esa brecha, ese espacio de presencia, de
atención y asombro por lo que está siendo la vida en ese momento.
Esta actitud ha ido anestesiando nuestros sentidos, nuestra capacidad de oler,
palpar, degustar, ver, oír que son las antenas que el proceso evolutivo nos
ha regalado para conectarnos al mundo y que constituyen fuentes importantes
de alegría y placer. Podríamos preguntarnos cuándo fue la última vez que nos
sentimos arrobados por el momento, por una conversación, por una lectura, por
la música, por nuestro trabajo, por el acto de comer, por un contacto
amoroso, por una idea; cuándo fue la última vez en que pudimos estar tan
conectados con el momento, que estuvimos tan allí, que ese instante fue
único, pleno, total.
Parece que el ritmo de vida que nuestro modelo propone va en un sentido opuesto,
todo muy rápido, muy descomprometido para poder pasar de una cosa a otra,
actitudes light, en que huimos de las experiencias que nos regala el momento,
sobrevolando la vida, buscando en estímulos cada vez más enajenantes el
volver a sentirnos vivos. Y no se trata de esto, no es a través de agregar
cada vez más estímulos, ruidos o cosas novedosas y espectaculares que
recuperaremos el encanto de vivir.
Curiosamente, no es más y más, sino menos y menos. Menos cosas, menos actividades,
menos necesidades, menos consumo.
Lo que necesitamos es más bien cambiar la mirada, la actitud; trabajar la atención,
la presencia, para descubrir lo único de cada momento. No existe una
circunstancia igual a la otra, puesto que nosotros, y por tanto la vida, nunca
somos los mismos. Si vivimos despiertos, no nos repetimos, siempre habrá un
viso distinto, una tonalidad, una idea, un sentir, una relación, aun cuando
desde lo objetivo todo parezca igual.
La rutina, a la cual tanto tememos, y que tanto nos desencanta no tiene que ver
con las actividades mismas, sino con la actitud ausente y robótica de vivirnos
la vida, haciendo las cosas, pero sin conectarnos con ella, sin tomarle el
sabor, el pulso y lo único de cada momento, así no es raro que todo nos
parezca aburrido, repetido y desencantado.
¿Cuándo fue la última vez que realmente le tomamos el gusto a una lechuga?
Si nuestras antenas se sintonizaran y nuestros sentidos estuvieran despiertos,
si nuestra actitud mental fuera la presencia, nos daríamos cuenta que la
posibilidad de sorprenderse, encantarse, emocionarse, de ver más allá de la
forma exterior está siempre presente y que el movimiento es opuesto al que
hacemos: en vez de aumentar el ruido, disminuirlo para comenzar a escuchar,
en vez de llenarnos de actividades, bajarlas para darle calidad y atención a
lo que hacemos, en vez de muchos contactos superficiales, darnos el tiempo de
comunicarnos, escuchar, entregarnos a otro.
El sol sale todas las mañanas, pero no existe ningún día igual a otro. Al decir
de Heráclito, nunca nos bañamos dos veces en un mismo río.
Patricia May
5/6/2004
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