Angel Chávez, de estirpe de pintores y
creadores, trabaja en perpetua búsqueda de las raíces del espíritu del
pasado, rebuscando entre los colores naturales que guarda nuestra tierra.
Ni bien llegó, entabló
el diálogo sin discriminaciones. Sus informantes iban desde un noble
restaurador hasta el más tramposo falsificador de huacos. Quería saber más.
Le habían contado que algunos cerros guardaban en sus estómagos el color
que le faltaba a su paleta. “Con la manos”, le dijeron, y él
escarbó por años en aquel secreto a voces de las viejas paredes moches.
Cual buscador de tesoros el pintor Angel Chávez Achong ha recorrido el Norte Chico, el grande y el
mediano, ha peinado las arenas de Cartavio,
conversado con la gente, y no le ha importado tenderse una cama permanente
sobre los valles de Ailambo en Cajamarca,
siguiendo el rastro de cierto matiz, una huella de vivo anaranjado o la
gama completa de los ocres quemándose al sol, Pero, ¿Cómo se llega del
clásico y mundano chisguete Windsor al polvo
coloreado de las canteras locales? Le pasó lo que a muchos. Tuvo que estar
afuera para darse cuenta que todo lo que andaba buscando estaba adentro. Un
libro encontrado en una librería de viejo en algún punto de Norteamérica lo
puso de cara a una serie de murales peruanos investigados
a pie juntillas y fotografiados allí por un anónimo antropólogo y
¡bingo!, la pólvora había estado en sus narices.
Dicen
que lo que se hereda no se hurta, y como buen hijo de estos lares hizo suya la tradición polícroma
incrustada en las huacas de la Libertad y otras joyas precolombinas teñidas
con pigmentos naturales, nada más que la pura y nativa sabiduría
incorporada a su propio proceso pictórico. “Durante los últimos años
anduve yendo y viniendo de estas minas de color. Fueron días de arduo
trabajo, de pruebas al aire libre. Las porciones que iba extrayendo,
metiendo mano a los cerros, terminaron en mi taller”. Esa pintura y
otra conseguida de los diversos matices de la cochinilla, el famoso
parásito de los tunales serranos, se expanden desde entonces sobre toda
clase de soportes: barro, caña, piedra y yanchama,
esta última una fibra vegetal de origen selvático que según Angel procura interesantísimas texturas. Para fijar los
tintes se vale del mucílago de cactus, a la usanza ancestral, de zapote y el almidón de yuca. El hallazgo de esta nueva
veta en un trabajo plástico que había tendido más bien a lo clásico, el
renovar técnica y materia prima, lo llevó a una predecible metamorfosis,
nos cuenta sentado en su taller barranquino; el
espacio indicado para laborar con polvos y barro, ensuciándolo todo: “Había
cambiado la figura humana tratando de sublimar sentimientos dactilarmente.
Dejé el cuerpo y me puse a buscar en la sensación, porque estoy convencido
de que un ser humano puede ser también una mancha, un acento”. “Pintar
con los dedos le otorga otra dimensión a la pintura”, dice mientras
coge un puñado de tierra y lo esparce serenamente por el suelo. Y si se
pudiera caminar sobre la superficie de algunos cuadros, como cruzando un
desierto amarillo o zambullendo un dedo del pie para probar la temperatura
del azul, sería en uno de estos, tan parecidos a los paisajes que los
provocaron.
Tres en uno
Pero si ha recorrido largas rutas, en lo cotidiano Angel es un trashumante de breves y sustanciosas
distancias. Trabaja en tres talleres distintos: el de la infancia, el de la
pintura al óleo y el de la tierra, como suele llamarlos; y son tres: “para
oxigenarme”, deduce, atravesando la geografía de barrios y troncales,
imaginando cuadros distintos en los interludios, plasmando in situ.
El periplo
se inicia en un cuartillo entrañable de Jesús María, el viejo taller donde
su padre el maestro y pintor del que heredó el nombre y el oficio, le
enseñó que pintar era una cuestión de bellas artes, en tanto él, un
disciplinado aprendiz trazaba anodinos bodegones. “He mamado pintura desde
la edad del garabato –confiesa el también sobrino del laureado Gerardo
Chávez, primero dibujando como cualquier niño, luego pasando para los
cuadros de mi padre, tensando telas, preparando fondos y finalmente
encauzado en alguna naturaleza muerta”. Reencontrado con su origen parte al
refugio del centro de Lima, el punto de inspiración y cuartel general de
empaste y la mancha en el que se hizo, sin parricidios, un pintor adulto.
Aquí pinta con óleo asomándose sin cesar a la ventanas
que dan a las ruinas del Teatro Municipal y a las veredas agitadas. La
tercera estación es esta pieza que huele a barro, el lugar en que se
multiplican y toman impredecibles formas los pigmentos, como en medio de
una fortaleza. Allí lo encontramos hoy con las manos tornasoladas, presto a
enredarse en la tarea de inventar otro friso, mezcla de nuestro pasado y de
un inquietante presente.
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