Roi Ferreiro
Por qué necesitamos ser anti-partido

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Las características que debe tener la organización revolucionaria de vanguardia

En cambio, los grupos revolucionarios dedicados a la autoclarificación de la clase, mediante el desarrollo y la lucha teóricos, no están en contradicción con el autodesarrollo del proletariado como sujeto político práctico, con el ejercimiento por la clase de su poder transformador inherente. Su praxis específica de grupo tiene, como fin inmanente, el crecimiento de la autoactividad y la conciencia de la clase hasta el punto en que las funciones de los grupos sean completamente asumidas por las masas mismas. En su relación con la clase, ellos funcionan como grupos de opinión y dinamizadores políticos, esto es, actúan del mismo modo que lo hacen l@s propi@s obrer@s en general, sólo que de modo consciente, colectivo y autodisciplinado. De este modo, el fin inmanente a su actividad no es otro que cambiar la situación colectiva, sólo que actuando sobre el conjunto de la clase para estimular su autodesarrollo.

La militancia en un partido político se define por su adhesión a una ideología, programa y disciplina interna. La militancia en un grupo revolucionario se define por un compromiso práctico con el desarrollo de la teoría y el programa, y este mismo trabajo práctico interno y externo es el que define la disciplina, que en esencia es siempre una autodisciplina, un aspecto de la praxis consciente y libre.

La teoría que el partido elabora es una autojustificación de su existencia; su objetivo no es comprender la experiencia de la clase como un todo interrelacionado, sino entenderla a la luz de los requerimientos de su propia función partidista. Sus "lecciones" acerca de la lucha de clases no se refieren a lo que la clase obrera necesita, sino a lo que la clase obrera necesita del partido. El planteamiento de totalidad es excluído, porque considerar a la totalidad de la clase obrera como sujeto consciente y actuante en desarrollo, es algo que se opone a la convicción de la necesidad del partido. La única solución a esto sería considerar el partido como una "necesidad provisional", pero seguirían subsistiendo las demás contradicciones y, entonces, habría que justificar esta necesidad "provisional". En el fondo, este es el papel que cumple el argumento de Lenin de que la clase obrera no puede llegar, por sí misma, a la conciencia socialista.

El militante de partido tiene por objeto difundir las ideas del partido, el militante no partidista el desarrollo de la conciencia general. El militante del partido ve en el desarrollo del partido la expresión de la maduración de la clase, el militante no partidista en el desarrollo de la autoactividad consciente de las masas.

La aspiración del militante de partido es el poder, que formalmente será creado por la clase, pero que, en realidad, estará en manos del partido; un poder que, si bien en la revolución se expresará directamente como poder político, en el desarrollo previo, dentro del capitalismo, adopta la forma de "dirección política" y "autoridad ideológica" del partido sobre el movimiento de lucha. La aspiración del militante no partidista es la verdad; pero no una verdad teórica, aprehensible únicamente por el conocimiento conceptual, sino una verdad práctica y que se realice en forma práctica. En consecuencia, el primero considera que lo más importante son las cualidades del poder: la eficacia, el orden, la estabilidad de la organización, la unidad de propósito, etc. El segundo considera como lo más importante las cualidades prácticas de la verdad: la coherencia con la finalidad, la creatividad, el dinamismo, la integridad de propósito.

Así, si la coherencia con la finalidad significa temporalmente no tener logros; si la creación de nuevas formas de actividad humana significa pasar por un período de desorden relativo; si el dinamismo significa debilitar las estructuras organizativas; si la integridad exige la ruptura de la unidad; como todo esto también forma parte de la realidad, el militante revolucionario no partidista es capaz de asumirlo, analizarlo, valorarlo y buscar el modo de actuar en consecuencia (aunque, por supuesto, tenga para ello que desarrollar su capacidad teórica). Pero quienes ponen su objeto en una forma de poder, tienen que abandonar la visión de totalidad o, mejor dicho, subordinarla a ese aspecto parcial de la totalidad, deformándola en función de sus aspiraciones subjetivas (aspiraciones que, por otra parte, no pueden reconocer, ya que la concepción del partido como portador de la conciencia sólo puede justificarse despojando a la conciencia del elemento subjetivo y considerándola como un "reflejo" puramente objetivo de la realidad, sólo dependiente del método teórico, que en este caso es parte de la ideología del partido).

Como el proletariado no puede liberarse sin transformar conscientemente la totalidad de las relaciones sociales, su propia condición de clase le exige la búsqueda de una comprensión verdadera de la sociedad que incluya todos los aspectos de la misma en su interrelación objetiva. Y le exige también que la dimensión subjetiva de su conciencia esté constituida únicamente por las determinaciones que provienen de su condición de clase y de sus necesidades y capacidades -reales o potenciales- como seres humanos, dejando a un lado todo lo que pueda haber del egoísmo estrecho propio de la sociedad burguesa. Por consiguiente, la teoría que elabora el partido también tiene que estar en contradicción con la emancipación del proletariado, y cuanto más se desarrolla el partido como un poder real, más se manifiesta su deformación de la teoría revolucionaria y el carácter burgués de su conducta.

El poder, por otra parte, exige la uniformidad para existir. La verdad, al contrario, exige la multiplicidad. El centralismo democrático, como ideal, significa a nivel teórico el sometimiento de la condición de la verdad (la multiplicidad de opiniones individuales y su desarrollo más amplio posible) al poder (la uniformidad de opinión). En lugar de considerar la centralización como un elemento necesario de la praxis colectiva, circunscribiéndola a los imperativos de la práctica viva, el partido funciona como un mecanismo de uniformización de sus militantes. El programa del partido no es el resultado sintético de las opiniones comunes que mantienen todos o la mayoría de sus miembros, sino que implica la supresión autoritaria de la multiplicidad de opiniones divergentes, ya que el partido exige un criterio uniforme para funcionar. La eficacia del poder depende de esta unidad de propósito forzada. En cambio, cuando lo que se busca es la verdad, es necesario combinar la unidad con la multiplicad, no subsumir esta última bajo la primera, de tal modo que la unidad de propósito se combine con la multiplicidad de opiniones. En esta visión, la verdad es algo que sólo puede determinarse colectivamente, a través de la práctica de la clase y de la democracia y debate permanentes. Por consiguiente, ninguna forma de autoridad colectiva o individual, asamblearia o delegada, puede imponer criterios teóricos. La necesidad de la clase obrera consiste únicamente en imponer los criterios prácticos a la hora de la acción, en tomar decisiones prácticas. Y su unidad no excluye, ni ha excluído nunca, la multiplicidad subjetiva, como efectivamente se reconoce en el texto de Izquierda Revolucionaria.

Por estas razones los grupos revolucionarios teóricos funcionan, también internamente, como grupos de opinión. Sólo exigen centralización democrática a la hora de definir las acciones, aunque éstas requieran de una unidad teórica que, en esa forma inmediata, excluye hasta cierto punto las opiniones minoritarias (a las que, de todos modos, no priva de la libertad de expresarse públicamente). Los partidos, en cambio, tienen en el centralismo su eje, y de esto mismo se deriva su carácter esencialmente jerárquico. El que la autoridad que se delege lo sea con la firme convicción de que esa forma de mando político es necesaria y que representa los propios intereses de la base, no altera en absoluto la cuestión. Al contrario, es evidente que la relación de poder interna al partido tiene que ser esencialmente la misma que la relación de poder externa que el partido combate, pues ello es un requisito de la eficacia del partido como fuerza política que compite con otras y como aspirante al poder sobre la sociedad frente al Estado existente, que para él no es más que el gran partido general de la burguesía.

En cambio, en la clase obrera el verdadero poder revolucionario, la verdadera unidad de las capacidades transformadoras de los individuos en una totalidad -que supera así a todas las formas de poder de la sociedad de clase, que en su base sólo tienen a una minoría de la sociedad-, no es un resultado de una centralización organizativa. Resulta de un proceso de autoliberación colectiva, que se desarrolla a través del despliegue de la autoactividad de l@s proletari@s en la lucha de clases, y que se extiende al conjunto de su vida social y personal. Sin esta autoliberación las formas de poder que puedan existir no tienen un carácter revolucionario más que en el sentido burgués. Lo mismo vale para las formas de organización en general.

Los partidos revolucionarios se quejan siempre de que la mayor parte del proletariado no actúa o piensa de modo revolucionario. Pero los propios partidos existen, de hecho, porque ni siquiera sus miembros son verdaderos revolucionarios proletarios. Comprenden la necesidad de la revolución, pero no su contenido necesario. Su asunción y apología de la necesidad del partido reemplaza al esfuerzo por su autoliberación y por la autoliberación de la clase en su conjunto. Son ellos los que necesitan el partido, como expresión de su nivel de autoactividad y de su conciencia, o sea, de su praxis; no la revolución.

El partido revolucionario no es la solución al dilema entre la necesidad de la organización y el rechazo de los partidos existentes. Todos los partidos revolucionarios han pretendido ser "una organización basada en las luchas cotidianas, en el activismo de sus afiliados y en una política clara y honesta en cuanto a la necesidad de acabar con el capitalismo". Pero la forma partido está en contradicción con esta base y tiene que deformarla hasta hacerla irreconocible. Es, finalmente, el partido el que se convierte en la base de las luchas cotidianas y de la actividad de los afiliados; el que convierte su existencia misma en la medida de la claridad y la honestidad de su política, y el que reemplaza la necesidad de acabar con el capitalismo por la necesidad de su propio autodesarrollo como organización autoritaria.

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