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"EL CAPITAN VENENO", de Pedro Antonio de Alarcón (Español. 1833-1891)

(Segunda parte)

 

LA CONVALECENCIA

 

Sin novedad alguna que de notar sea, transcurrieron otros quince días, y llegó aquel en que nuestro héroe debía de abandonar el lecho, bien que con orden terminante de no moverse de una silla y de tener extendida sobre otra la pierna mala.

Sabedor de ello el Marqués de los Tomillares, cuya visita no había faltado ninguna mañana a don Jorge, o, más bien dicho, a sus adorables enfermeras, con quienes se entendía mejor que con su áspero primo, le envió a éste, al amanecer, un magnífico sillón cama, de roble, acero y damasco, que había hecho construir con la anticipación debida.

Aquel lujoso mueble era toda una obra, excogitada y dirigida por el minucioso aristócrata; estaba provisto de grandes ruedas que facilitarían la conducción del enfermo de una parte a otra, articulado por medio de muchos resortes, que permitían darle forma, ora de lecho militar, ora de butaca más o menos trepada; con apoyo, en este último caso para extender la pierna, y con su mesilla, su atril, su pupitre, su espejo y otros adminículos de quita y pon, admirablemente acondicionados.

A las señoras les mandó, como todos los días, delicadísimos ramos de flores, además, por extraordinario, un gran ramillete de dulces y doce botellas de champagne, para que celebrasen la mejoría de su huésped. Regaló un hermoso reloj al médico y veinticinco duros a la criada, y con todo ello se pasó en aquella casa un verdadero día de fiesta, a pesar de que la respetable guipuzcoana estaba cada vez peor de salud.

Las tres mujeres se disputaron la dicha de pasear al Capitán Veneno en el sillón-cama: bebieron champagne y comieron dulces, así los enfermos como los sanos, y aun el representante de la medicina; el Marqués pronunció un largo discurso en favor de la institución del matrimonio, y el mismo don Jorge se dignó reír dos o tres veces, haciendo burla de su pacientísimo primo, y cantar en público (o sea delante de Angustias) algunas coplas de jota aragonesa.

 

 

MIRADA RETROSPECTlVA

 

Verdad es que desde la célebre discusión sobre el bello sexo, el Capitán había cambiado algo, ya que no de estilo ni de modales, a lo menos de humor..., ¡y quién sabe si de ideas y sentimientos! Conocíase que las faldas le causaban menos horror que al principio, y todos habían observado que aquella confianza y benevolencia que ya le merecía la señora de Barbastro iban trascendiendo a sus relaciones con Angustias.

Continúaba, eso sí, por terquedad aragonesa, más que por otra cosa, diciéndose su mortal enemigo, y hablándole con aparente acritud y a voces, como si estuviera mandando soldados; pero sus ojos la seguían y se posaban en ella con respeto, y si por acaso se encontraban con la mirada (cada vez más grave y triste desde aquel día) de la impávida y misteriosa joven, parecían inquirir afanosamente qué gravedad y tristura eran aquéllas.

Angustias había dejado, por su parte, de provocar al Capitán y de sonreírse cuando le veía montar en cólera. Servíalo en silencio, y en silencio soportaba sus desvíos, más o menos amargos y sinceros, hasta que él se ponía también grave y triste, y le preguntaba con cierta llaneza de niño bueno:

-¿Qué tiene usted? ¿Se ha incomodado conmigo? ¿Principia ya a pagarme el aborrecimiento de que tanto le he hablado?

-¡Dejémonos de tonterías, Capitán! -contestaba ella-. ¡Demasiado hemos disparatado ya los dos... hablando de cosas muy formales!

-¡Se declara usted, pues, en retirada!

-En retirada... ¿de qué?

-¡Toma! ¡Usted lo sabrá! ¿No se la echó de tan valiente y batalladora el día que me llamó indio bravo?

-Pues no me arrepiento de ello, amigo mío... Pero basta de despropósitos y hasta mañana.

-¿Se va usted? ¡Eso no vale! ¡Eso es huir! -solía decirle entonces el muy taimado.

-¡Como usted quiera!... -respondía Angustias encogiéndose de hombros-. El caso es que me retiro...

-¿Y qué voy a hacer ahora aquí, solo, toda la santa noche? ¡Repare usted en que son las siete!

-Esa no es cuenta mía. Puede usted rezar, o dormirse, o hablar con mamá... Yo tengo que seguir arreglando el baúl de papeles de mi difunto padre... ¿Por qué no pide usted una baraja a Rosa y hace solitarios?

-¡Sea usted franca! -exclamó un día el impenitente solterón, devorando con los ojos las blanquísimas y hoyosas manos de su enemiga-. ¿Me guarda usted rencor porque, desde aquella mañana, no hemos vuelto a jugar al tute?

-¡Muy al contrario! ¡Alégrome de que hayamos dejado también esa broma! -respondió Angustias, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata.

-Pues entonces, alma de Dios, ¿qué quiere usted?

-Yo, señor don Jorge, no quiero nada.

-¿Por qué no me llama usted ya "señor Capitán Veneno"?

-Porque he conocido que no merece usted ese nombre.

-¡Hola! ¡Hola! ¿Volvemos a las suavidades y a los elogios? ¡Qué sabe usted cómo soy yo por dentro!

-Lo que sé es que no llegará usted nunca a envenenar a nadie.

-¿Por qué? ¿Por cobardía?

-No, señor; sino porque es usted un pobre hombre, con muy buen corazón, al cual ha puesto cadenas y mordazas, no sé si por orgullo, o por miedo a su propia sensibilidad... Y si no, que se lo pregunten a mi madre...

-¡Vaya! ¡vaya! ¡doblemos esa hoja! ¡Guárdese usted sus celebraciones, como se guarda sus manecitas de marfil! ¡Esta chiquilla se ha propuesto volverme al revés!

-¡Mucho ganaría usted en que me lo propusiera y lo lograra; pues el revés de usted es el derecho! Pero no estamos en ese caso... ¿Qué tengo yo que ver en sus negocios?

-¡Trueno de Dios! ¡Pudo usted hacerse esa pregunta la tarde que se dejó fusilar por salvarme la vida! -exclamó don Jorge con tanto ímpetu como si, en vez del agradecimiento, hubiese estallado en su corazón una bomba.

Angustias le miró muy contenta, y dijo con noble fogosidad:

-No estoy arrepentida de aquella acción; pues si mucho le admiré a usted al verlo batirse la tarde del 26 de marzo, más lo he admirado luego al oírlo cantar, en medio de sus dolores, la jota aragonesa, para distraer y alegrar a mi pabre madre.

-¡Eso es! ¡Búrlese usted ahora de mi mala voz!

-¡Jesús, qué diantre de hombre! ¡Yo no me burlo de usted ni el caso lo merece! ¡Yo he estado a punto de llorar, y he bendecido a usted desde lejos, cada vez que le he oído cantar aquellas coplas!

-¡Lagrimitas! ¡Peor que peor! ¡Ah, señora doña Angustias! ¡Con usted hay que tener mucho cuidado! ¡Usted se ha propuesto hacerme decir ridiculeces y majaderías impropias de un hombre de carácter, para reírse luego de mí, y declararse vencedora!... Afortunadamente, estoy sobre aviso, y tan luego como me vea próximo a caer en sus redes, echaré a correr, con la pierna rota y todo, y no pararé hasta Pekín! ¡Usted debe ser lo que llaman una coqueta!

-¡Y usted es un desventurado!

-¡Mejor para mí!

-Un hombre injustor un salvaje, un necio...

-¡Apriete usted! ¡Apriete usted! ¡Así me gusta! ¡Al fin vamos a pelearnos una vez!

-¡Un desagradecido!

-¡Eso no, caramba! ¡Eso no!

-Pues bien: ¡guárdese usted su agradecimiento, que yo, gracias a Dios, para nada lo necesito! Y, sobre todo, hágame el favor de no volver a sacarme estas conversaciones...

Tal dijo Angustias, volviéndole la espalda con verdadero enojo.

Y así quedaba siempre, de oscuro y embrollado, el importantísimo punto que, sin saberlo, discutían aquellos dos seres que se vieron por primera vez..., y que muy pronto iba a ponerse más claro que el agua.

 

PERIPECIA

 

El tan celebrado y jubiloso día en que se levantó el Capitán Veneno había de tener un fin asaz lúgubre y lamentable, cosa muy frecuente en la humana vida, según que más atrás, y por razones inversas a las de ahora, dijimos filosóficamente.

Estaba anocheciendo; el médico y el Marqués acababan de retirarse. Angustias y Rosa habían salido también, por consejo de la muy complacida guipuzcoana, a rezar una Salve a la Virgen del Buen Suceso, que aun tenía entonces su iglesia en la Puerta de Sol, cuando el Capitán, a quien ya habían acostado de nuevo, oyó sonar la campanilla de la calle, y que doña Teresa abría el ventanillo y preguntaba: ¿Quién es?; y que luego decía, abriendo la puerta: ¡Cómo había yo de figurarme que viniera usted a estas horas! ¡Pase usted por aquí!; y que una voz de hombre exclamaba, alejándose hacia las habitaciones interiores: Siento mucho, señora...

El resto de la frase se perdió en la distancia, y así quedó todo por algunos minutos, hasta que sonaron otra vez pasos, y oyóse al mismo hombre que decía, como despidiéndose: Celebraré que usted se mejore y tranquilice...; y a doña Teresa que contestaba: Pierda usted cuidado..., después de lo cual volvió a sentirse abrir y cerrar la puerta y reinó en la casa profundo silencio.

Conoció el Capitán que algún desagrado había ocurrido a la viuda, y hasta esperó que entrase a contárselo; pero al ver que no acontecía así, dedujo que el negocio sería de orden de los secretos domésticos, y abstúvose de interpelarla a voces, aunque le pareció oírla suspirar en el inmediato pasillo.

Volvieron a llamar a esto a la puerta de la calle, e instantáneamente la abrió Teresa, lo cual demostraba que no había dado un paso desde que se marchó la visita; y entonces se oyeron estas exclamaciones de Angustias:

-¿Por qué nos aguardabas con el picaporte en la mano? Mamá, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Por qué no me respondes? ¡Estás mala! ¡Jesús, Dios mío! ¡Rosa! ¡Ve corriendo y llama al doctor Sánchez! ¡Mi mamá se muere! Ven, espera, ayúdame a llevarla al sofá de la sala... ¿No ves que se está cayendo? ¡Pobre madre mía! ¡Madre de mi alma! ¿Qué tienes que no puedes andar?

Efectivamente: don Jorge, desde la alcoba, vio entrar en la sala a doña Teresa casi arrastrando, colgada del cuello de su hija y de la criada, y con la cabeza caída sobre el pecho.

Acordóse entonces Angustias de que el Capitán estaba en el mundo, y dio un grito furioso, encaróse con él y le dijo:

-¿Qué le ha hecho usted a mi madre?

-¡No! ¡No!... ¡Pobrecito! ¡El no sabe nada!... -se apresuró a decir la enferma con amoroso acento -me he puesto mala yo sola... Ya se me va pasando...

El Capitán estaba rojo de indignación y de vergenza.

-¡Ya lo está usted oyendo, señorita Angustias! -exclamó al fin en son muy amargo y triste-. ¡Me ha calumniado usted inhumanamente! Pero, ¡ah!, no... Yo soy quien me he calumniado a mí mismo desde que estoy acá. ¡Merecida tengo esa injusticia de usted! ¡Doña Teresa!... ¡No haga usted caso de esa ingrata y dígame que ya está buena del todo, o reviento aquí donde me veo atado por el dolor y crucificado por mi enemiga!

A todo esto la viuda había sido colocada en el sofá, y Rosa atravesaba la calle en busca del doctor.

-Perdóneme usted, Capitán -dijo Angustias-. Considere que es mi madre, y que me la he encontrado muriéndose lejos de usted, a cuyo lado la dejé hace quince minutos... ¿Es que ha venido alguno durante mi ausencia?

El Capitán iba a responder que sí, cuando doña Teresa había contestado apresuradamente:

-¡No! ¡Nadie!... ¿No es verdad que nadie, señor don Jorge? Estas son cosas de nervios..., vapores..., ¡vejeces, y nada más que vejeces! Ya estoy bien, hija mía.

Llegado que hubo el médico, y tan pronto como pulsó a la viuda (a quien media hora antes dejó tan contenta y en casi regular estado), dijo que había que acostarla inmediatamente, y que tendría que guardar cama algún tiempo hasta que cesase la gran conmoción nerviosa que acababa de experimentar... En seguida manifestó en secreto a Angustias y a don Jorge que el mal de doña Teresa radicaba en el corazón, de lo cual tenía completa evidencia desde que la pulsó por primera vez la tarde del 26 de marzo, y que semejantes afecciones aunque no eran fáciles de curar enteramente, podían conllevarse largo tiempo a fuerza de reposo, bienestar, alegría moderada, buen trato y no sé cuántos otros prodigios... cuya base principal era el dinero.

-¡El 26 de marzo! -murmuró el Capitán-. ¡Es decir, que yo tengo la culpa de todo lo que ocurre!

-¡La tengo yo! -dijo Angustias, como hablando consigo misma.

-¡No busquen ustedes la causa de las causas! -expuso melancólicamente el doctor Sánchez-. Para que haya culpa, tiene que procederse con intención, y ustedes son incapaces de haber querido perjudicar a doña Teresa.

Los dos amnistiados se miraron con angelical asombro, al ver que la ciencia se devanaba los sesos para sacar deducciones tan obvias o tan impías; y, fijando luego su consideración en lo que verdaderamente les importaba entonces, dijéronse a un mismo tiempo:

-¡Hay que salvarla!

Aquello era principiar a entenderse.

 

CATASTROFE

 

Así que se marchó el médico, y después de largo debate, se tomó el acuerdo de poner la cama de la viuda en el gabinete, que, como ya hemos dicho, estaba situado en un extremo de la sala, frente a frente de la alcoba ocupada por don Jorge.

-De esa manera -dijo la prudentísima Angustias-, podréis veros y charlar los dos enfermicos, y nos será fácil a Rosa y a mí atender a ambos desde la sala, la noche que a cada una nos toque velaros.

Aquella noche se quedo Angustias, y nada ocurrió de particular. Doña Teresa se sosegó mucho a la madrugada, y durmió cosa de una hora. El médico la encontró muy aliviada a la mañana siguiente; y, como pasó también el día cada vez más tranquila, la segunda noche se retiró Angustias a su cuarto después de las dos, cediendo a las tiernas súplicas de su madre y a las imperiosas órdenes del Capitán, y Rosa, se quedó de enfermera... en la misma butaca, en la misma postura y con los mismos ronquidos que veló a don Jorge la noche que lo hirieron.

Serían las tres y media de la mañana cuando nuestro caviloso héroe, que no dormía, oyó que doña Teresa respiraba con voz entrecortada y sorda.

-Vecina, ¿me llama usted? -preguntó don Jorge, disimulando su inquietud.

-Sí..., Capitán... -respondió la enferma-. Despíerte usted con cuidado a Rosa, de modo que no lo oiga mi hija. Yo no puedo alzar más la voz...

-Pero, ¿qué es eso? ¿Se siente usted mal?

-¡Muy mal! Y quiero hablar con usted a solas antes de morirme... Haga usted que Rosa lo coloque en el sillón de ruedas, y lo traiga aquí... Pero procure que no despierte mi pobre Angustias...

El Capitán ejecutó punto por punto lo que le decía doña Teresa, y al cabo de pocos instantes se hallaba a su lado.

La pobre viuda tenía una fiebre muy alta y se ahogaba de fatiga. En su lívido rostro se veía ya impresa la indeleble marca de la muerte.

El Capitán estaba aterrado por primera vez en su vida.

-¡Déjanos, Rosa!... pero no despiertes a la señorita Angustias... Dios querrá dejarme vivir hasta que amanezca y entonces la llamaré para que nos despidamos... Oiga usted, Capitán... ¡Me muero!

-¡Qué se ha de morir usted, señora! -respondió don Jorge, estrechando la ardiente mano de la enferma-. Esta es una congoja como la de ayer tarde... ¡Y, además, no quiero que se muera usted!

-Me muero, Capitán... Lo conozco..., inútil fuera llamar al médico... Llamaremos al confesor..., ¡eso sí!..., aunque se asuste mi pobre hija... Pero será cuando usted y yo acabemos de hablar... ¡Porque lo urgente ahora es que hablemos nosotros dos sin testigos!...

-¡Pues ya estamos hablando! -respondió el Capitán, atusándose los bigotes en señal de miedo-. ¡Pídame usted la poca y mala sangre con que entré en esta casa y la mucha y rica que he criado en ella, y toda la derramaré con gusto!...

-Ya lo sé... Ya lo sé, amigo mío... Usted es muy honrado, y nos quiere... Pues bien, mi querido Capitán, sépalo usted todo... Ayer tarde vino mi procurador, y me dijo que el Gobierno había decretado en contra el expediente de mi viudedad.

-¡Demonio! ¿Y por esa friolera se apura usted? ¡Me ha denegado a mí el Gobierno tantas instancias!

-Ya no soy Condesa ni Generala... -continuó la viuda-. ¡Tenía usted mucha razón cuando me escatimaba esos títulos!

-¡Mejor! ¡Yo no soy tampoco General ni Marqués, y mi abuelo era lo uno y lo otro! Estamos iguales.

-Bien; pero es el caso, que yo... yo... ¡Estoy completamente arruinada! Mi padre y mi marido gastaron, defendiendo a don Carlos, todo lo que tenían... Hasta hoy he vivido con el producto de mis alhajas, y hace ocho días vendí la última..., una gargantilla de perlas muy hermosa... ¡Rubor me causa hablar a usted de estas miserias!...

-¡Hable usted, señora! ¡Hable usted! ¡Todos hemos pasado apuros! ¡Si supiera usted los atranques en que a mí me ha metido el pícaro tute!

-¡Pero es que mi atranque no tiene remedio! Todos mis recursos y todo el porvenir de mi hija estaban cifrados en esa viudedad, que con el tiempo hubiera sido la orfandad de Angustias... Y hoy... la desgraciada no tiene porvenir ni presente, ni dinero para enterrarme... Porque ha de saber usted que el abogado que me asesoraba, herido en su orgullo, de resultas de haberlo desdeñado la chica, o deseoso de aumentar nuestra desgracia a fin de rendir la voluntad de Angustias y obligarla a casarse con él..., me envió anteanoche la cuenta de sus honorarios, al mismo tiempo que la fatal noticia... El procurador traía también la relación de los suyos y me habló un lenguaje tan cruel, de parte del abogado, mezclando las palabras desconfianza..., insolvencia..., ejecución, y yo no sé qué otras, que me cegué y no vi, tiré de la gaveta y le entregué todo lo que me pedía; es decir, todo lo que me quedaba, lo que me habían dado por la gargantilla de

perlas, mi último dinero, mi último pedazo de pan... Por consiguiente, desde anteanoche es Angustias tan pobre como las infelices que piden de puerta en puerta... ¡Y ella lo ignora! ¡Ella duerme tranquila en este instante! ¿Cómo, pues, no he de estar muriéndome?... ¡Lo raro es que no me muriera anteanoche!

-¡Pues no se muera por tan poca cosa! -repuso el Capitán con sudores de muerte, pero con la mas noble efusión-. Ha hecho usted muy bien en hablarme... ¡Yo me sacrificaré viviendo entre faldas como un despensero de monjas! ¡Estaría escrito! Cuando me ponga bueno, en lugar de irme a mi casa, traeré aquí mi ropa, mis armas y mis perros, y viviremos todos juntos hasta la consumación de los siglos...

-¡Juntos! -respondió lúgubremente la guipuzcoana-. ¿Pues no oye usted que me estoy muriendo? ¿No lo ve usted? ¿Cree usted que yo le hubiera hablado de mis apuros pecuniarios, a no estar segura de que dentro de pocas horas me habré muerto?

-Entonces, señora... ¿qué es lo que quiere usted de mí? -preguntó horrorizado don Jorge de Córdoba-. Porque dicho se está que, para dispensarme el honor y el gusto de pedirme o encargarme que le pida a mi primo ese pobre barro que se llama dinero, no estará usted pasando tanta fatiga, sabiendo lo mucho que estimamos a ustedes, y conociéndonos como creo que nos conoce... ¡Dinero no ha de faltarle a ustedes nunca, mientras yo viva! Por tanto, otra cosa es lo que usted quiere de mí, y le suplico que, antes de decirme una palabra más, piense en la solemnidad de las circunstancias y en otras consideraciones muy atendibles.

-No le comprendo a usted, ni yo misma sé lo que quiero... -respondió doña Teresa con la sinceridad de una santa-. Pero póngase usted en mi lugar. Soy madre...; adoro a mi hija; voy a dejarla sola en el mundo; no veo a mi lado en la hora de la muerte, ni tengo sobre la faz de la tierra, persona alguna a quien encomendársela, como no sea usted, que, en medio de todo, le demuestra cariño... En verdad, yo no sé de qué modo podrá usted favorecerla... ¡El dinero solo es muy frío, muy repugnante, muy horrible!... ¡Pero más horrible es todavía que mi pobre Angustias se vea obligada a ganarse con sus manos el sustento, a ponerse a servir, a pedir limosna!... ¡Justifícase, por consiguiente, que, al sentir que me muero, le haya llamado a usted para despedirme, y que, con las manos cruzadas, y llorando por la última vez en mi vida, le diga a usted, desde el borde del sepulcro: "¡Capitán: sea usted el tutor, sea usted el padre, sea usted un herman

o de mi pobre huérfana!... ¡Ampárela! ¡Ayúdela! ¡Defienda su vida y su honra! ¡Que no se muera de hambre ni de tristeza! ¡Que no esté sola en el mundo!... ¡Figúrese usted que hoy le nace una hija!"

-¡Gracias a Dios! -exclamó don Jorge dando palmotadas en los brazos del sillón de ruedas-. ¡Haré por Angustias todo eso y mucho más! ¡Pero he pasado un rato cruel, creyendo iba usted a pedirme que me casara con la muchacha!

-¡Señor don Jorge de Córdoba! ¡Eso no lo pide ninguna madre! ¡Ni mi Angustias toleraría que yo dispusiese de su noble y valeroso corazón! -dijo doña Teresa con tal dignidad, que el Capitán se quedó yerto de espanto.

Recobróse al cabo el pobre hombre y expuso con la humildad del más cariñoso hijo, besando las manos de la moribunda:

-¡Perdón! ¡Perdón, señora! ¡Yo soy un insensato, un monstruo, un hombre sin educación, que no sabe explicarse!... Mi ánimo no ha sido ofender a usted ni a Angustias... Lo que he querido advertir a usted lealmente, es que yo haría muy desgraciada a esa hermosa joven, modelo de virtudes, si llegase a casarme con ella; que yo no he nacido para amar ni para que me amen, ni para vivir acompañado, ni para tener hijos, ni para nada que sea dulce, tierno y afectuoso... Yo soy independiente como un salvaje, como una fiera, y el yugo del matrimonio me humillaría, me desesperaría, me haría dar botes que llegaran al cielo. Por lo demás, ni ella me quiere, ni yo la merezco, ni hay para qué hablar de este asunto. En cambio, ¡hágame usted el favor de creer, por esta primera lágrima que derramo desde que soy hombre, por estos primeros besos de mis labios, que todo lo que yo pueda agenciar en el mundo, y mis cuidados y mi vigilancia, y mi sangre, será

n para Angustias, a quien estimo, y quiero, y amo, y debo la vida... y hasta quizá el alma! Lo juro por esta santa medalla que mi madre llevó siempre al cuello... Lo juro por... ¡Pero usted no me oye!... ¡Usted no me contesta! ¡Usted no me mira! ¡Señora! ¡Generala! ¡Doña Teresa!... ¿Se siente usted peor? ¡Ah, Dios mío! ¡Si me parece que se ha muerto! ¡Diablo y demonio! ¡Y yo sin poder moverme! ¡Rosa! ¡Rosa! ¡Agua! ¡Vinagre! ¡Un confesor! ¡Una cruz y yo le recomendaré el alma como pueda!... Pero aquí tengo mi medalla... ¡Virgen Santísima! ¡Recibe en tu seno a mi segunda madre! Pues, señor, ¡estoy fresco! ¡Pobre Angustias! ¡Pobre de mí! ¡En buena me he metido por salir a cazar revolucionarios!

Todas aquellas exclamaciones estaban muy en su lugar. Doña Teresa había muerto al sentir en su mano los besos y las lágrimas del Capitán Veneno, y una sonrisa de suprema felicidad vagaba todavía por los entreabiertos labios del cadáver.

 

MILAGROS DEL DOLOR

 

A los gritos del consternado huésped, seguidos de lastimeros ayes de la criada, despertó Angustias... Medio se vistió, llena de espanto, y corrió hacia la habitación de su madre... Pero en la puerta halló atravesada la silla de ruedas de don Jorge, el cual, con los brazos abiertos y los ojos casi fuera de las órbitas, le cerraba el paso diciendo:

-¡No entre usted, Angustias! ¡No entre o me levanto, aunque me muera!

-¡Mi pobre mama! ¡Mi madre de mi alma! ¡Déjeme usted ver a mi madre!... -gimió la infeliz, pugnando por entrar.

-¡Angustias! ¡En nombre de Dios, no entre ahora! ¡Ya entraremos luego juntos!... ¡Deje usted descansar un momento a la que tanto ha padecido!

-¡Mi madre ha muerto! -exclamó Angustias, cayendo de rodillas junto al sillón del Capitán.

-¡Pobre hija mía! ¡Llora conmigo cuanto quieras! -respondió don Jorge, atrayendo hacia su corazón la cabeza de la pobre huérfana, y acariciándole el pelo con la otra mano-. ¡Llora con el que no había llorado nunca, hasta hoy, que llora por ti... y por ella!...

Era tan extraordinaria y prodigiosa aquella emoción en un hombre como el Capitán Veneno, que Angustias, en medio de su horrible desgracia, no pudo menos de significarle aprecio y gratitud, poniéndole una mano sobre el corazón...

Y así estuvieron abrazados algunos instantes aquellos dos seres que la felicidad nunca hubiera hecho amigos, y que la desgracia iba uniendo con lazos indisolubles.

Queda todavía por ver la fiera lucha que hubieron de entablar sus almas, cuando el fundente del dolor perdió fuerza y virtud, y alzaron otra vez la cabeza los caracteres respectivos con su fatalidad individual; las leyes sociales, con sus inflexibles preceptos, y el inveterado egoísmo de nuestro héroe, con sus tendencias antisociales.

¡Ya veis, lectores, si hay tela cortada para la última parte de la presente historia!... Permitidme, pues, otro momento de descanso.

 

 

 

4 - DE POTENCIA A POTENCIA

 

 

DE COMO EL CAPITAN LLEGO A HABLAR SOLO

 

Quince días después del entierro de doña Teresa Carrillo de Albornoz, a eso de las once de una espléndida mañana del mes de las flores, víspera o antevíspera de San Isidro, nuestro amigo el Capitán Veneno se paseaba muy de prisa por la sala principal de la casa mortuoria, apoyado en dos hermosas y desiguales muletas de ébano y plata, regalo del Marqués de los Tomillares; y, aunque el mimado convaleciente estaba allí solo, y no había nadie ni en el gabinete ni en la alcoba, hablaba de vez en cuando a media voz, con la rabia y el desabrimiento de costumbre.

-¡Nada! ¡Nada!... ¡Está visto! -exclamó por último, parándose en mitad de la habitación-. ¡La cosa no tiene remedio! ¡Ando perfectísimamente! ¡Y hasta creo que andaría mejor sin esos palitroques! Es decir, que ya puedo marcharme a mi casa...

Aquí lanzó un gran resoplido, como si suspirase a su manera, y murmuró cambiando de tono:

-¡Puedo! ¡He dicho puedo!... ¿Y qué es poder? Antes, pensaba yo que el hombre podía hacer todo lo que quería, y ahora veo que ni tan siquiera puede querer lo que le acomoda... ¡Pícaras mujeres! ¡Bien me lo había yo temido desde que nací! ¡Y bien me lo figuré en cuanto me vi rodeado de faldas la noche del 26 de marzo! ¡Inútil fue tu precaución, padre mío, de hacerme amamantar por una cabra! ¡Al cabo de los años mil, he venido a caer en manos de estas sayonas que te obligaron a suicidarte!... Pero, ¡ay!, ¡yo me escaparé aunque me deje el corazón en sus uñas!

En seguida miró el reloj, suspiró de nuevo, y dijo muy quedamente, como reservándose de sí propio:

-¡Las once y cuarto, y todavía no la he visto, aunque estoy levantado desde las seis!... ¡Qué tiempos aquellos, en que me traía el chocolate y jugábamos al tute! Ahora, siempre que llamo, entra la gallega... ¡Reventada sea tan digna servidora, que diría el necio de mi primo! Pero, en cambio, luego darán las doce, y me avisarán que está el almuerzo... Iré al comedor, y me encontraré allí con una estatua vestida de luto, que ni habla, ni ríe, ni llora, ni come, ni bebe, ni sabe nada de lo que su madre me contó aquella noche; nada de lo que va a suceder, si Dios no lo remedia... ¡Cree la muy orgullosa que está en su casa, y todo su afán es que acabe de ponerme bueno y me marche, para que mi compañía no la desdore en la opinión de las gentes! ¡Infeliz! ¿Cómo sacarla de su error? ¿Cómo decirle que la tengo engañada; que su madre no me entregó ningún dinero; que, desde hace quince días, todo lo que se gasta aquí sale de mi propio bolsillo?

¡Ah! ¡Eso nunca! ¡Primero me hago matar que decirle tal cosa! Pero, ¿qué hago? ¿Cómo no darle, antes o después, cuentas verdaderas o fingidas? ¿Cómo seguir así indefinidamente? ¡Ella no lo consentirá! ¡Ella me llamará a capítulo, cuando gradúe que debe habérseme acabado lo que suponga que poseía su madre, y entonces se armará en esta casa la de Dios es Cristo!

Por ahí iba en sus pensamientos don Jorge de Córdoba, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta principal de la sala, seguidos de estas palabras de Angustias:

-¿Se puede entrar?

-¡Entre usted con cinco mil de a caballo! -gritó el Capitán, loco de alegría, corriendo a abrir la puerta y olvidando todas las alarmas y reflexiones-. ¡Ya era tiempo de que me hiciese usted una visita como antiguamente! ¡Aquí tiene usted al oso enjaulado y aburrido, deseando tener con quién pelear! ¿Quiere usted que echemos una mano al tute? Pero... ¿qué pasa? ¿Por qué me mira usted con esos ojos?

-Sentémonos y hablemos, Capitan... -dijo gravemente Angustias, cuyo hechicero rostro, pálido como la cera, expresaba la más honda emoción.

Don Jorge se retorció los bigotes, según hacía siempre que barruntaba tempestad, y sentóse en el filo de una butaca, mirando a un lado y otro con aire y desasosiego de reo en capilla.

La joven tomó asiento muy cerca de él; reflexionó unos instantes; o bien reunió fuerzas para la ya presentida borrasca, y expuso al fin con imponderable dulzura:

 

BATALLA CAMPAL

 

-Señor de Córdoba: la mañana en que murió mi bendita madre, y cuando, cediendo a ruegos de usted, me retiraba de mi aposento, después de haberla amortajado, por haberse empeñado usted en quedarse solo a velarla, con una piedad y una veneración que no olvidaré jamás...

-¡Vamos, vamos, Angustias!... ¿Quién dijo miedo? ¡Cara feroz al enemigo! ¡Tenga usted valor para sobreponerse a esas cosas!

-Sabe usted que no me ha faltado hasta hoy... -respondió la joven con mayor calma-. Pero no se trata ahora de esta pena, con la cual vivo y viviré perpetuamente en santa paz, y a cuyo dulce tormento no renunciaría por nada del mundo... Se trata de contrariedades de otra índole, en que por fortuna caben alteraciones, y que van a tener en seguida total remedio.

-¡Quiéralo Dios! -rezó el Capitán, viendo cada vez más cerca el nublado.

-Decía... -continuó Angustias- que aquella mañana me habló usted, sobre poco más o menos así: Hija mía...

-¡Hombre! ¡Qué cosas dice uno! ¡Yo la llamé a usted "hija mía"!

-Déjeme proseguir, señor don Jorge. Hija mia... -exclamó usted con una voz que me llegó al alma-: en nada tiene usted que pensar por ahora más que en llorar y en pedir a Dios por su madre... Sabe usted que he asistido a tan santa mujer en sus últimos momentos... Con este motivo, me he enterado de todos sus asuntos y hecho entrega del dinero que poseía, para que yo corra con los cuidados relativos al entierro, lutos y demás, como tutor de usted, que me ha nombrado privadamente, y para librarla de penosas atenciones en los primeros días de su dolor... Cuando se tranquilice usted ajustaremos cuentas...

-¿Y qué? -interrumpió el Capitán, frunciendo muchísimo el entrecejo, como si, a fuerza de parecer terrible, quisiese cambiar la efectividad de las cosas- ¿No he cumplido bien tales encargos? ¿He hecho alguna locura? ¿Cree usted que he despilfarrado su herencia?... ¿No era justo costear entierro mayor a aquella ilustre señora? ¿O acaso le ha referido usted ya algún chismoso, que le he puesto en la sepultura una gran lápida con sus títulos de Generala y de Condesa? ¡Pues lo de la lápida ha sido capricho mío personal, y ya tenía pensado rogar a usted que me permitiera pagarla de mi dinero! ¡No he podido resistir a la tentación de proporcionar a mi noble amiga el gusto y la gala de usar entre los muertos los dictados que no le permitieron llevar los vivos!

-Ignoraba lo de la lápida... -profirió Angustias con religiosa gratitud, cogiendo y estrechando la mano de don Jorge, a pesar de los esfuerzos que hizo éste por retirarla-. ¡Dios se lo pague a usted! ¡Acepto ese regalo en nombre de mi pobre madre y en el mío! Pero, aun así y todo ha hecho usted muy mal en engañarme respecto a otros puntos; y, si antes me hubiera enterado de ello, antes habría venido a pedirle a usted cuentas.

-¿Y podría saberse, mi querida señorita, en qué la he engañado a usted? -se atrevió a preguntar don Jorge, no concibiendo que Angustias supiese cosas que sólo a él, y momentos antes de expirar, había referido doña Teresa.

-Me engañó usted aquella triste mañana... -respondió severamente la joven-, al decirme que mi madre le había entregado no sé qué cantidad...

-¿Y en qué se funda vuestra señoría para desmentir con esa frescura a todo un Capitán del ejército, a un hombre honrado, a una persona mayor? -gritó con fingida vehemencia don Jorge, procurando meter la cosa a barato y armar camorra para salir de aquel mal negocio.

-Me fundo -respondió Angustias sosegadamente -en la seguridad, adquirida después, de que mi madre no tenía ningún dinero cuando cayó en cama.

-¿Cómo que no? ¡Estas chiquillas se lo quieren saber todo! ¿Pues ignora usted que doña Teresa acababa de enajenar una joya de muchísimo mérito?...

-Sí..., sí..., ¡ya sé!... Una gargantilla de perlas con broches de brillantes..., por la cual le dieron quinientos duros...

-¡Justamente! ¡Una gargantilla de perlas... como nueces, de cuyo importe nos queda todavía mucho oro que ir gastando!... ¿Quiere usted que se lo entregue ahora mismo? ¿Desea usted encargarse ya de la admlnistración de su hacienda? ¿Tan mal le va con mi tutoría?

-¡Qué bueno es usted, Capitán!... Pero ¡qué imprudente a la vez! -repuso la joven-. Lea usted esta carta que acabo de recibir, y verá dónde estaban los quinientos duros desde la tarde en que mi madre cayó herida de muerte...

El Capitán se puso más colorado que una amapola; pero aún sacó fuerzas de flaqueza, y exclamó, echándola de muy furioso:

-¡Conque es decir que yo miento! ¡Conque un papelucho merece más crédito que yo! ¡Conque de nada me sirve toda una vida de formaiidad, en que he tenido palabra de rey!

-Le sirve a usted, don Jorge, para que le agradezca más y más el que, por mí, y sólo por mí, haya faltado esta vez a esa buena costumbre...

-¡Veamos qué dice la carta! -replicó el Capitán, por ver si hallaba en ella el medio de cohonestar la situación-. ¡Probablemente será alguna pamplina!

La carta era del abogado o asesor de la difunta Generala, y decía así:

"Señorita doña Angustias Barbastro:

Acabo de recibir extraoficialmente la triste noticia del óbito de su señora madre (Q.S.G.H.), y acompaño a usted en su legítimo sentimiento, deseándole fuerzas físicas y morales para sufrir tan inapelable y rudo golpe de la Superioridad que regula los destinos humanos.

Dicho esto, que no es fórmula oratoria de cortesía, sino expresión del antiguo y alegado afecto que le profesa mi alma, tengo que cumplir con usted otro deber sagrado, cuyo tenor es el siguiente:

El procurador o agente de negocios de su difunta madre, al notificarme hoy la penosa nueva, me ha dicho que cuando, hace dos semanas, fue a poner en su conocimiento la desfavorable resolución del expediente de la viudedad, y a presentarle las notas de nuestros honorarios, tuvo ocasión de comprender que la señora poseía apenas el dinero suficiente para satisfacerlos, como por desventura los satisfizo en el acto, con un apresuramiento en que creí ver nuevas señales del amargo desvío que ya me había usted demostrado con anterioridad...

Ahora bien, mi querida Angustias: atorméntame mucho la idea de si estará usted pasando apuros y molestias en tan agravantes circunstancias, por la exagerada presteza con que su mamá me hizo efectiva aquella suma (reducido precio de las seis solicitudes, cuyo borrador escribí y hasta copié en limpio), y pide a usted su consentimiento previo para devolver el dinero, y aun para agregar todo lo demas que usted necesite y yo posea.

No es culpa mía si no tengo personalidad suficiente ni otros títulos que un amor tan grande como sin correspondencia, al hacer a usted semejante ofrecimiento, que le suplico acepte, en debida forma, de un apasionádo y buen amigo atento y seguro servidor, que besa sus pies.

Tadeo Jacinto Pajares"

-¡Mire usted aquí un abogado a quien yo le voy a cortar el pescuezo! -exclamó don Jorge, levantando la carta sobre su cabeza-. ¡Habrá infame! ¡Habrá judío! ¡Habrá canalla!... ¡Asesina a la buena señora, hablándole de insolvencia y de ejecución, al pedirle los honorarios, para ver si la obligaba a darle la mano de usted; y ahora quiere comprar esa misma mano con el dinero que le sacó por haber perdido el asunto de la viudedad... ¡Nada, nada! ¡Corro en su busca! ¡A ver! ¡Alárgueme usted esas muletas! ¡Rosa, mi sombrero!... (Es decir, ve a mi casa y di que te lo den). O si no, tráeme, que ahí estará en la alcoba, mi gorra de cuartel... ¡Y el sable! Pero no..., ¡no traigas el sable! ¡Con las muletas me basta y sobra para romperle la cabeza!

-Márchate, Rosa..., y no hagas caso; que éstas son chanzas del señor don Jorge...-expuso Angustias, haciendo pedazos la carta-. Y usted, Capitán, siéntese y óigame... Se lo suplico. Yo desprecio al señor abogado con todos sus mal adquiridos millones, y ni le he contestado, ni le contestaré. ¡Cobarde y avaro, imaginó desde luego que podría hacer suya a una mujer como yo, sólo con defender de balde nuestra causa! ¡No hablemos más, ni ahora ni nunca, del indigno viejo!...

-¡Pues no hablaremos tampoco de ninguna otra cosa! -añadió el ladino Capitán, logrando alcanzar las muletas y comenzando a pasearse aceleradamente, cual si huyera de la interrumpida discusión.

-Pero, amigo mío... -observó con sentido acento la joven-. Las cosas no pueden quedar así...

-¡Bien! ¡Bien! Ya hablaremos de eso. Lo que ahora interesa es almorzar, pues yo tengo muchísima hambre.. ¡Y qué fuerte me ha dejado la pierna ese zorro viejo del doctor! ¡Ando como un gamo! Dígame usted, cara de cielo, ¿a cómo estamos hoy?

-¡Capitán! -exclamó Angustias con enojo-. ¡No me moveré de esta silla hasta que me oiga usted y resolvamos el asunto que aquí me ha traído!

-¿Qué asunto? ¡Vaya!... ¡Déjeme usted a mí de canciones!... Y, a propósito de canciones... ¡Juro a usted no volver a cantar en toda mi vida la jota aragonesa! ¡Pobre Generala! ¡Cómo se reía al oírme!

-¡Señor de Córdoba!...-insistió Angustias con mayor acritud-. ¡Vuelvo a suplicar a usted que preste alguna atención a un caso en que están comprometidos mi honra y mi dignidad!...

-¡Para mí no tiene usted nada comprometido! -respondió don Jorge, tirando al florete con la más corta de las muletas-. ¡Para mí es usted la mujer más honrada y digna que Dios ha criado!

-¡No basta serlo para usted! ¡Es necesario que opine lo mismo todo el mundo! Siéntese usted, pues, y escúcheme, o envío a llamar a su señor primo; el cual a fuer de hombre de conciencia pondrá término a la vergonzosa situación en que me hallo.

-¡Le digo a usted que no me siento! Estoy harto de camas, de butacas y de sillas... Sin embargo, puede usted hablar cuanto guste... -replicó don Jorge, dejando de tirar al florete; pero quedándose en primera guardia.

-Poco será lo que le diga... -profirió Angustias, volviendo a su grave entonación-, y ese poco... ya se le habrá ocurrido a usted desde el primer momento. Señor Capitán: hace quince días que sostiene usted esta casa: usted pagó el entierro de mi madre; usted me ha costeado los lutos; usted me ha dado el pan que he comido.. Hoy no puedo abonarle lo que lleva gastado, como se lo abonaré andando el tiempo...; pero sepa usted que desde ahora mismo...

-¡Rayos y culebrinas! ¡Pagarme usted a mí! ¡Pagarme ella!... -gritó el Capitán con tanto dolor como furia, levantando en alto las muletas, hasta llegar con la mayor al techo de la sala-. ¡Esta mujer se ha propuesto matarme! ¡Y para eso quiere que la oiga!... ¡Pues no la oigo a usted! ¡Se acabó la conferencia! ¡Rosa, el almuerzo! Señorita: en el comedor le aguardo... Hágame el obsequio de no tardar mucho.

-¡Buen modo tiene usted de respetar la memoria de mi madre! ¡Bien cumple los encargos que le hizo en favor de esta pobre huérfana! ¡Vaya un interés que se toma por mi honor y por mi reposo!... -exclamó Angustias con tal majestad que don Jorge se detuvo como el caballo a quien refrenan; contempló un momento a la joven; arrojó las muletas lejos de sí; volvió a sentarse en la butaca, y dijo cruzándose de brazos:

-¡Hable usted hasta la consumación de los siglos!

-Decía... -continuó Angustias, así que se hubo serenado-, que desde hoy cesará la absurda situación creada por la imprudente generosidad de usted. Ya está usted bueno, y puede trasladarse a su casa...

-¡Bonito arreglo! -interrumpió don Jorge, tapándose luego la boca como arrepentido de la interrupción.

-¡El único posible! -replicó Angustias.

-¿Y qué hará usted en seguida, alma de Dios? -gritó el Capitán-. ¿Vivir del aire como los camaleones?...

-Yo..., ¡figúrese usted!..., venderé casi todos los muebles y ropas de esta casa...

-¡Que valen cuatro cuartos! -volvió a interrumpir don Jorge, paseando una mirada despreciativa por las cuatro paredes de la habitación, no muy desmanteladas a la verdad.

-¡Valgan lo que valieren! -repuso la huérfana con pesadumbre-. Ello es que dejaré de vivir a costa de su bolsillo de usted; o de la caridad de su señor primo.

-¡Eso no, canastos, eso no! ¡Mi primo no ha pagado nada! -rugió el Capitán con suma nobleza-. ¡Pues no faltaba más, estando yo en el mundo! -Cierto es que el pobre Alvaro... -yo no quiero quitarle su mérito-, en cuanto supo la fatal ocurrencia, se brindó a todo.... es decir, a muchísimo más de lo que usted puede figurarse... Pero yo le contesté que la hija de la condesa de Santurce sólo podía admitir favores (o sea hacerlos ella misma, en el mero hecho de admitirlos) de su tutor don Jorge de Córdoba, a cuyo cuidado la confió la difunta. El hombre conoció la razón, y entonces me reduje a pedirle prestados, nada más que prestados, algunos maravedíes, a cuenta del sueldo que gano en su contaduría. Por consiguiente, señorita Angustias, puede usted tranquilizarse en ese particular, aunque tenga más orgullo que don Rodrigo en la horca.

-Me es lo mismo... -balbuceó la joven-, supuesto que yo he de pagar al uno o al otro, cuando...

-¿Cuando qué? ¡Esa es toda la cuestión! Dígame usted cuándo...

-¡Hombre!... Cuando, a fuerza de trabajar, y con la ayuda de Dios misericordioso, me abra camino en esta vida...

-¡Caminos, canales y puertos! -voceó el Capitán-. ¡Vamos señora, no diga usted simplezas! ¡Usted trabajar! ¡Trabajar con esas manos tan bonitas, que no me cansaba de mirar cuando jugábamos al tute! Pues, ¿a qué estoy yo en el mundo, si la hija de doña Teresa Carrillo, ¡de mi única amiga!, ha de coger una aguja, o una plancha, o un demonio, para ganarse un pedazo de pan?

-Bien; dejemos todo eso a mi cuidado y al tiempo... -replicó Angustias, bajando los ojos-. Pero entretanto quedamos en que usted me dispensará el favor de marcharse hoy... ¿No es verdad que se marchará usted?

-¡Dale que dale! ¿Y por qué ha de ser verdad? ¿Por qué he de irme, si no me va mal aquí?

-Porque ya está usted bueno; ya puede andar por la casa, y no parece bien que sigamos viviendo juntos...

-¡Pues figúrese usted que esta casa fuera de huéspedes! ¡Ea! ¡Ya lo tiene usted arreglado todo! ¡Así no hay que vender muebles ni nada! Yo le pago a usted mi pupilaje; ustedes me cuidan..., ¡y en paz! Con los dos sueldos que reúno hay de sobra para que todos lo pasemos muy bien, puesto que en adelante no me formarán causas por desacato ni volveré a perder nada al tute, como no sea la paciencia... cuando me gane usted muchos juegos seguidos... ¿Quedamos conformes?

-¡No delire usted, Capitán! -profirió Angustias con voz melancólica-. Usted no ha entrado a esta casa como pupilo; ni nadie creería que estaba usted en ella en tal concepto; ni yo quiero que lo esté... ¡No tengo yo edad ni condiciones para ama de huéspedes!... Prefiero ganar un jornal cosiendo o bordando...

-¡Y yo prefiero que me ahorquen! -gritó el Capitán.

-Es usted muy compasivo... -prosiguió la huérfana-, y le agradezeco con toda el alma lo que padece al ver que en nada puede ayudarme... Pero ésta es la vida; éste es el mundo; ésta es la ley de la sociedad.

-¿Qué me importa a mí la sociedad?

-¡A mí me importa mucho! Entre otras razones porque sus leyes son un reflejo de la ley de Dios.

-¡Conque es ley de Dios que yo no pueda mantener a quien quiera!

-Lo es, señor Capitán, en el mero hecho de estar la sociedad dividida en familias...

-¡Yo no tengo familia, y, por consiguiente, puedo disponer libremente de mi dinero!

-Pero yo no debo aceptarlo. La hija de un hombre de bien que se apellidaba Barbastro y de una mujer de bien que se apellidaba Carrillo, no puede vivir a expensas de cualquiera...

-¡Luego yo soy para usted un cualquiera!...

-¡Y un cualquiera de los peores... para el caso de que se trata, supuesto que es usted soltero, todavía joven, y nada santo... de reputación!

-¡Mire usted, señorita! -exclamó resueltamente el Capitán, después de breve pausa, como quien va a epilogar y resumir una intrincada controversia-. La noche que ayude a bien morir a su madre de usted, le dije honradamente y con mi franqueza habitual (para que aquella señora no se muriese en un error, sino a sabiendas de lo que pasaba) que yo, el Capitán Veneno, pasaría por todo en este mundo, menos por tener mujer e hijos. ¿Lo quiere usted más claro?

-¿A mí qué me cuenta usted? -respondió Angustias con tanta dignidad como gracia-. ¿Cree usted, por ventura, que yo le estoy pidiendo indirectamente su blanca mano?

-¡No, señora! -se apresuró a contestar don Jorge, ruborizándose hasta la blanco de los ojos-. ¡La conozco a usted demasiado para suponer tal majadería! Además, ya hemos visto que usted desprecia novios millonarios, como el abogado de la famosa carta... ¿Qué digo? La propia doña Teresa me dio la misma contestación que usted, cuando le revelé mi inquebrantable propósito de no casarme nunca... ¡Pero yo le hablo a usted de esto para que no extrañe ni lleve a mal el que, estimándola a usted como la estimo, y queriéndola como la quiero... (¡porque yo la quiero a usted muchísimo más de lo que se figura!), no corte por lo sano y diga: ¡Basta de requilorios, hija del alma! ¡Casémonos, y aquí paz y después gloria!

-¡Es que no bastaría que usted lo dijese!... contestó la joven con heroica frialdad-. Sería menester que usted me gustara.

-¿Estamos ahí ahora? -bramó el Capitán, dando un brinco-. ¿Pues acaso no le gusto yo a usted?

-¿De dónde saca usted semejante probabilidad, caballero don Jorge? -repuso Angustias implacablemente.

-¡Déjeme usted a mí de probabilidades ni de latines! ¡Yo sé lo que me digo! ¡Lo que aquí pasa, hablando mal y pronto, es que no puedo casarme con usted, ni vivir de otro modo en su compañía, ni abandonarla a su triste suerte... Pero, créame, Angustias: ni usted es una extraña para mí, ni yo lo soy para usted... ¡y el día que yo supiera que usted ganaba ese jornal que dice; que usted servía en una casa ajena; que usted trabajaba con sus manecitas de nácar...; que usted tenía hambre.... o frío, o... ¡Jesús, no quiero pensarlo!, le pegaba fuego a Madrid, o me saltaba la tapa de los sesos! ¡Transija usted, pues, y, ya que no acepta que vivamos juntos como dos hermanos (porque el mundo lo mancha todo con sus ruines pensamientos), consienta que le señale una pensión anual, como la señalan los reyes o los ricos a las personas dignas de protección y ayuda...

-Es que usted, señor don Jorge, no tiene nada de rico ni de rey...

-¡Bueno! Pero usted es para mí una reina, y debo y quiero pagarle el tributo voluntario con que suelen sostener los buenos súbditos a los reyes proscriptos...

-Basta de reyes y de Reinas, mi Capitán... -pronunció Angustias con el triste reposo de la desesperación-. Usted no es, ni puede ser para mí otra cosa que un excelente amigo de los buenos tiempos, a quien siempre recordaré con gusto. Digámonos adiós, y déjeme siquiera la dignidad en la desgracia.

-¡Eso es! ¡Y yo, entretanto, me bañaré en agua de rosas, con la idea de que la mujer que me salvó la vida, exponiendo la suya, está pasando las de Caín! ¡Yo tendré la satisfacción de pensar en que la única hija de Eva de quien he gustado, a quien he querido, a quien... adoro con toda mi alma, carece de lo más necesario, trabaja para alimentarse malamente, vive en una buhardilla, y no recibe ningún socorro, ningún consuelo...

-¡Señor Capitán! -interrumpió Angustias solemnemente-. Los hombres que no pueden casarse, y que tienen la nobleza de reconocerlo y de proclamarlo, no deben hablar de adoración a las señoritas honradas. Conque lo dicho: mande usted por un carruaje, despidámonos como personas decentes, y ya sabrá usted de mí cuando me trate mejor la fortuna.

-¡Ah, Dios mío de mi alma! ¡Qué mujer ésta! -exclamó el Capitán, tapándose el rostro con las manos-. ¡Bien me lo temí todo desde que le eché la vista encima! ¡Por algo he pasado tantas noches sin dormir! ¿Hase visto apuro semejante al mío? ¿Cómo la dejo desamparada y sola, si la quiero más que a mi vida? ¿Ni cómo me caso con ella, después de tanto como he declamado contra el matrimonio? ¿Qué dirían de mí en el Casino? ¿Qué dirían los que me encontrasen en la calle con una mujer del bracete, o en casa, dándole papilla a un rorro? ¡Niños a mí! ¡Yo bregar con muñecos! ¡Yo oírlos llorar! ¡Yo temer a todas horas que estén malos, que se mueran, que se los lleve el aire! Angustias... ¡créame usted por Jesucristo vivo! ¡Yo no he nacido para esas cosas! ¡Viviría tan desesperado, que, por no verme y oírme, pediría a usted a voces el divorcio o quedarse viuda!... ¡Ah! ¡Tome usted mi consejo! ¡No se case conmigo, aunque yo quiera!

-Pero, hombre...-expuso la joven, retrepándose en su butaca con admirable serenidad-. ¡Usted se lo dice todo! ¿De dónde saca usted que yo aceptaría su mano; que yo no prefiero vivir sola, aunque para ello tenga que trabajar día y noche, como trabajan otras muchas huérfanas?

-¡Que de dónde lo saco! -respondió el Capitán con la mayor ingenuidad del mundo-. ¡De la naturaleza de las cosas! ¡De que los dos nos queremos! ¡De que los dos nos necesitamos! ¡De que no hay otro arreglo para que un hombre como yo y una mujer como usted vivan juntos! ¿Cree usted que yo no lo conozco; que no lo había pensado ya; que a mí me son indiferentes su honra y nombre? Pero he hablado por hablar, por huir de mi propia convicción, por ver si escapaba al terrible dilema que me quita el sueño, y hallaba un modo de no casarme con usted..., como al cabo tendré que casarme, si se empeña en quedarse sola...

-¡Sola! ¡Sola!... -repitió donosamente Angustias-. Y, ¿por qué no mejor acompañada? ¿Qúién le dice a usted que no encontraré yo con el tiempo un hombre de mi gusto, que no tenga horror al matrimonio?

-¡Angustias! ¡Doblemos esa hoja! -gritó el Capitán, poniéndose de color de azufre.

-¿Por qué doblarla?

-¡Doblémosla, digo!... y sepa ustcd, desde ahora, que me comeré el corazon del temerario que la pretenda... Pero hago muy mal en incomodarme sin fundamento alguno... ¡No soy tan tonto que ignore lo que nos sucede!... ¿Quiere usted saberlo? Pues es muy sencillo. ¡Los dos nos queremos!... Y no me diga usted que me equivoco, porque eso sería faltar a la verdad. Y allá va la prueba. ¡Si usted no me quisiera a mí, no la querría yo a usted!... ¡Lo que yo hago es pagar! ¡Y le debo a usted tanto!... ¡Usted, después de haberme salvado la vida, me ha asistido como una Hermana de Caridad; usted ha sufrido con paciencia todas las barbaridades que, por librarme de su poder seductor, le he dicho durante cincuenta días; usted ha llorado en mis brazos cuando se murió su madre; usted me está aguantando hace una hora!... En fin... ¡Angustias!... Transijamos... Partamos la diferencia... ¡Diez años de plazo le pido a usted! Cuando yo cumpla medio siglo,

y sea ya otro hombre, enfermo, viejo y acostumbrado a la idea de la esclavitud, nos casaremos sin que nadie se entere, y nos iremos fuera de Madrid, al campo, donde no haya público, donde nadie pueda burlarse del antiguo Capitán Veneno... Pero, entretanto, acepte usted, con la mayor reserva, sin que lo sepa alma viviente, la mitad de mis recursos... Usted vivirá aquí, y yo en mi casa. Nos veremos... siempre delante de testigos; por ejemplo: en alguna tertulia formal. Todos los días nos escribiremos. Yo no pasaré jamás por esta calle, para que la maledicencia no murmure... y, únicamente el día de Muertos iremos juntos al cementerio, con Rosa, a visitar a doña Teresa...

Angustias no pudo menos de sonreírse al oír este supremo discurso del buen Capitán. Y no era burlona aquella sonrisa, sino gozosa, como un deseado albor de esperanza, como el primer reflejo del tardío astro de la felicidad, que ya iba acercándose a su horizonte... Pero, mujer al cabo, aunque tan digna y sincera como la que más, supo reprimir su naciente alegría, y dijo con simulada desconfianza y con entereza propia de un recato verdaderamente pudoroso:

-¡Hay que reírse de las extravagantes condiciones que pone usted a la concesión de su no solicitado anillo de boda! ¡Es usted cruel en regatear al menesteroso limosnas que tiene la altivez de no pedir, y que por nada de este mundo aceptaría! Pues añada usted que, en la presente ocasión, se trata de una joven.... no fea ni desvergonzada, a quien está usted dando calabazas hace una hora, como si ella le hubiese requerido de amores. Terminemos, por consiguiente, tan odiosa conversación, no sin que antes le perdone yo a usted y hasta le dé las gracias por su buena, aunque mal expresada voluntad... ¿Llamo ya a Rosa para que vaya por el coche?

-¡Todavía no, cabeza de hierro! ¡Todavía no! -respondió el Capitán, levantándose con aire muy reflexivo como si estuviese buscando forma a un pensamiento abstruso y delicado-. Ofréceseme otro medio de transacción, y será el último..., ¿entiende usted, señora aragonesa? ¡El último que este otro aragonés se permitirá indicarle! Mas para ello necesito que antes me responda usted con lealtad a una pregunta..., después de haberme alargado las muletas, a fin de marcharme sin hablar más palabra, en el caso de que se niegue usted a lo que pienso proponerle...

-Pregunte usted y proponga... -dijo Angustias, alargándole las muletas con indescriptible donaire.

Don Jorge se apoyó, o, mejor dicho, se irguió sobre ellas, y clavando en la joven una mirada pesquisidora, rígida, imponente, le interrogó con voz de magistrado:

-¿Le gusto a usted? ¿Le parezco aceptable, prescindiendo de estos palitroques que tiraré muy pronto? ¿Tenemos base sobre qué tratar? ¿Se casaría usted conmigo inmediatamente si yo me resolviera a pedirle su mano, bajo la anunciada condición, que diré luego?

Angustias conoció que se jugaba el todo por el todo... Pero, aun así, púsose de pie, y dijo con su nunca desmentido valor:

-Señor don Jorge, esa pregunta es una indignidad, y ningún caballero la hace a las que considera señoras. ¡Basta ya de ridiculeces!... ¡Rosa! ¡Rosa! El señor de Córdoba te llama...

Y, hablando así, la magnánima joven se encaminó hacia la puerta principal de la habitación, después de hacer una fría reverencia al endiablado Capitán.

Este la atajó en mitad de su camino gracias a la más larga de sus muletas que extendió horizontalmente hasta la pared, como un gladiador que se va a fondo, y entonces exclamó con humildad inusitada:

-¡No se marche usted, por la memoria de aquella que nos ve desde el cielo! ¡Me resigno a que no conteste usted a mi pregunta, y paso a proponerle la transacción!... ¡Estará escrito que no se haga más que lo que usted quiera! ¡Pero tú, Rosita, márchate con cinco mil demonios que ninguna falta nos haces aquí!

Angustias que pugnaba por apartar la valla interpuesta a su paso, se detuvo al oír la sentida invocación del Capitán, y miróle fijamente a los ojos, sin volver hacia él más que la cabeza y con un indefinible aire de imperio, de seducción y de impasibilidad. ¡Nunca la había visto don Jorge tan hermosa ni tan expresiva! ¡Entonces sí que parecía una reina!

-Angustias... -continuó diciendo, o más bien tartamudeando, aquel héroe de cien combates, de quien tanto se prendó la joven madrileña al verlo revolverse como un león entre cientos de balas-. ¡Bajo una condición precisa, inmutable, cardinal, tengo el honor de pedirle su mano..., hoy... en cuanto arreglemos los papeles... lo más pronto posible; que yo no puedo vivir ya sin usted!

La joven dulcificó su mirada y comenzó a pagar a don Jorge aquel verdadero heroísmo con una sonrisa tierna y deliciosa.

-¡Pero repito que es bajo una condición!... -se apresuró a decir el pobre hombre, conociendo que la mirada y la sonrisa de Angustias empezaban a trastornarlo y derretirlo.

-¿Bajo qué condición? -preguntó la joven con hechicera calma, volviéndose del todo hacia él, y fascinándole con los torrentes de luz de sus negros ojos.

-Bajo la condición -balbuceó el catecúmeno -de que si tenemos hijos..., ¡los echaremos a la Inclusa! ¡Oh! ¡Lo que es en esto no cederé jamás! ¿Acepta usted? ¡Dígame que sí, por María Santísima!

-Pues, ¿no he de aceptar, señor Capitán Veneno? -respondió Angustias, soltando la carcajada-. ¡Usted mismo irá a echarlos!... ¿Qué digo?... ¡Iremos los dos juntos! ¡Y los echaremos sin besarlos ni nada! ¡Jorge!... ¿Crees tú que los echaremos?

Tal dijo Angustias mirando a don Jorge de Córdoba con angelical arrobamiento.

El pobre Capitán se sintió morir de ventura; un río de lágrimas brotó de sus ojos y exclamó, estrechando entre sus brazos a la gallarda huérfana:

-¡Conque estoy perdido!

-¡Completamente perdido, señor Capitán Veneno! -replicó Angustias-. Así, pues, vamos a almorzar; luego jugaremos al tute; y, a la tarde, cuando venga el Marqués, le preguntaremos si quiere ser padrino de nuestra boda; cosa que el buen señor está deseando, en mi concepto, desde la primera vez que nos vio juntos.

 

ETIAMSI OMNES

 

Una mañana del mes de mayo de 1852, es decir, cuatro años después de la escena que acabamos de reseñar, cierto amigo nuestro (el mismo que nos ha referido la presente historia) paró su caballo a la puerta de una antigua casa con honores de palacio, situada en la Carretera de San Francisco de la villa y corte, entregó las bridas al lacayo que lo acompañaba, y preguntó al levitón animado que le salió al encuentro en el portal:

-¿Está en su oficina don Jorge de Córdoba?

-El caballero -dijo en asturiano la interrogada pieza de paño -pregunta, a lo que imagino, por el excelentísimo señor Marqués de los Tomillares...

-¿Cómo así? ¿Mi querido Jorge es ya marqués? -replicó el apeado jinete. ¿Murió al final el bueno de don Alvaro? ¡No extrañe usted que lo ignorase, pues anoche llegué a Madrid, después de año y medio de ausencia!...

-El señor Marqués don Alvaro -dijo solemnemente el servidor, quitándose la galoneada tartera que llevaba por gorra-, falleció hace ocho meses, dejando por único y universal heredero a su señor primo y antiguo contador de esta casa, don Jorge de Córdoba, actual Marqués de los Tomillares...

-Pues bien: hágame usted el favor de avisar que le pasen recado de que aquí está su amigo T...

-Suba el caballero... En la biblioteca lo encontrará. S.E. no gusta de que le anunciemos las visitas, sino que dejemos entrar a todo el mundo como a Pedro por su casa.

-Afortunadamente... -exclamó para sí el visitante, subiendo la escalera -yo me sé de memoria la casa, aunque no me llame Pedro... ¡Conque en la biblioteca!..., ¿eh? ¡Quién había de decir que el Capitán Veneno se metiese a sabio!

Recorrido que hubo aquella persona varias habitaciones, encontrando al paso a nuevos sirvientes que se limitahan a repetirle: El señor está en la biblioteca.... llegó al fin a la historiada puerta de tal aposento, la abrió de pronto, y quedó estupefacto al ver el grupo que se ofreció ante su vista.

En medio de la estancia hallábase un hombre puesto a cuatro pies sobre la alfombra: encima de él estaba montado un niño de tres años espoleándolo con los talones, y otro niño, como de uno y medio, colocado delante de su despeinada cabeza, le tiraba de la corbata, como de un ronzal, diciéndole borrosamente:

-¡Arre, mula!

 

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