�La
Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros� (Jn
1,14)
Muy queridos j�venes:
1.
Hace quince a�os, al terminar el A�o Santo de la Redenci�n, os
entregu� una gran Cruz de le�o invit�ndoos a llevarla por el
mundo, como signo del amor del Se�or Jes�s por la humanidad y como
anuncio que s�lo en Cristo muerto y resucitado hay salvaci�n y
redenci�n. Desde entonces, sostenida por brazos y corazones
generosos, est� haciendo una larga e ininterrumpida peregrinaci�n
a trav�s de los continentes, mostrando que la Cruz camina con los j�venes
y que los j�venes caminan con la Cruz.
Alrededor
de la "Cruz del A�o Santo" han nacido y han crecido las
Jornadas Mundiales de la Juventud, significativos "altos en el
camino" en vuestro itinerario de j�venes cristianos, invitaci�n
continua y urgente a fundar la vida sobre la roca que es Cristo. �C�mo
no bendecir al Se�or por los numerosos frutos suscitados en las
personas y en toda la Iglesia a partir de las Jornadas Mundiales de
la Juventud, que en esta �ltima parte del siglo han marcado el
recorrido de los j�venes creyentes hacia el nuevo milenio?
Despu�s
de haber atravesado los continentes, esta Cruz ahora vuelve a Roma
trayendo consigo la oraci�n y el compromiso de millones de j�venes
que en ella han reconocido el signo simple y sagrado del amor de
Dios a la humanidad. Como sab�is, precisamente Roma acoger� la
Jornada Mundial de la Juventud del a�o 2000, en el coraz�n del
Gran Jubileo.
Queridos
j�venes, os invito a emprender con alegr�a la peregrinaci�n hacia
esta gran cita eclesial, que ser�, justamente, el "Jubileo de
los J�venes". Preparaos a cruzar la Puerta Santa,
sabiendo que pasar por ella significa fortalecer la propia fe en
Cristo para vivir la vida nueva que �l nos ha dado (cfr. Incarnationis
mysterium, 8).
2.
Como tema para vuestra XV Jornada Mundial he elegido la frase
lapidaria con la que el ap�stol Juan expresa el profundo misterio
del Dios hecho hombre: �la Palabra se hizo carne, y puso su Morada
entre nosotros� (Jn 1,14). Lo que caracteriza la fe
cristiana, a diferencia de todas las otras religiones, es la certeza
de que el hombre Jes�s de Nazaret es el Hijo de Dios, la Palabra
hecha carne, la segunda persona de la Trinidad que ha venido al
mundo. Esta �es la alegre convicci�n de la Iglesia desde sus
comienzos cuando canta "el gran misterio de la piedad": �l
ha sido manifestado en la carne� (Catecismo de la Iglesia Cat�lica,
463). Dios, el invisible, est� vivo y presente en Jes�s, el hijo
de Mar�a, la Theotokos, la Madre de Dios. Jes�s de Nazaret
es Dios-con-nosotros, el Emmanuel: quien le conoce, conoce a Dios;
quien le ve, ve a Dios; quien le sigue, sigue a Dios; quien se une a
�l est� unido a Dios (cfr. Gv 12,44-50). En Jes�s, nacido
en Bel�n, Dios se apropia la condici�n humana y se hace accesible,
estableciendo una alianza con el hombre.
En
la vigilia del nuevo milenio, renuevo de coraz�n la invitaci�n
urgente a abrir de par en par las puertas a Cristo, el cual �a
todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios�
(Jn 1,12). Acoger a Cristo significa recibir del Padre el
mandato de vivir en el amor a �l y a los hermanos, sinti�ndose
solidarios con todos, sin ninguna discriminaci�n; significa creer
que en la historia humana, a pesar de estar marcada por el mal y por
el sufrimiento, la �ltima palabra pertenece a la vida y al amor,
porque Dios vino a habitar entre nosotros para que nosotros pudi�semos
vivir en �l.
En
la encarnaci�n Cristo se hizo pobre para enriquecernos con su
pobreza, y nos dio la redenci�n, que es fruto sobre todo de su
sangre derramada sobre la cruz (cfr. Catecismo de la Iglesia Cat�lica,
517). En el Calvario ��l soportaba nuestros dolores... ha sido
herido por nuestras rebeld�as...� (Is 53,4-5). El
sacrificio supremo de su vida, libremente consumado por nuestra
salvaci�n, nos habla del amor infinito que Dios nos tiene. A este
proposito escribe el ap�stol Juan: � tanto am� Dios al mundo que
dio a su Hijo �nico, para que todo el que crea en �l no perezca,
sino que tenga vida eterna� (Jn 3,16). Lo envi� a compartir
en todo, menos en el pecado, nuestra condici�n humana; lo
"entreg�" totalmente a los hombres a pesar de su rechazo
obstinado y homicida (cfr. Mt 21,33-39), para obtener para
ellos, con su muerte, la reconciliaci�n. �El Dios de la creaci�n
se revela como Dios de la redenci�n, como Dios que es fiel a s�
mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el d�a de
la creaci�n... �Qu� valor debe tener el hombre a los ojos del
Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!� (Redemptor
hominis, 9.10).
Jes�s
sali� al encuentro de la muerte, no se retir� ante ninguna de las
consecuencias de su "ser con nosotros" como Emmanuel. Se
puso en nuestro lugar, rescat�ndonos sobre la cruz del mal y del
pecado (cfr. Evangelium vit�, 50). Del mismo modo que el
centuri�n romano viendo como Jes�s mor�a comprendi� que era el
Hijo de Dios (cfr. Mc 15,39), tambi�n nosotros, viendo y
contemplando el Crucifijo, podemos comprender qui�n es realmente
Dios, que revela en �l la medida de su amor hacia el hombre (cfr. Redemptor
hominis, 9). "Pasi�n" quiere decir amor apasionado,
que en el darse no hace c�lculos: la pasi�n de Cristo es el culmen
de toda su existencia "dada" a los hermanos para revelar
el coraz�n del Padre. La Cruz, que parece alzarse desde la tierra,
en realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha al
universo. La Cruz �se manifiesta como centro, sentido y fin de toda
la historia y de cada vida humana� (Evangelium vit�, 50).
�Uno
muri� por todos� (2 Cor 5,14); Cristo �se entreg� por
nosotros como oblaci�n y v�ctima de suave aroma� (Ef 5,2).
Detr�s de la muerte de Jes�s hay un designio de amor, que la fe de
la Iglesia llama "misterio de la redenci�n": toda la
humanidad est� redimida, es decir liberada de la esclavitud del
pecado e introducida en el reino de Dios. Cristo es Se�or del cielo
y de la tierra. Quien escucha su palabra y cree en el Padre, que lo
envi� al mundo, tiene la vida eterna (cfr. Jn 5,24). �l es
�el cordero de Dios que quita el pecado del mundo� (Jn
1,29.36), el sumo Sacerdote que, probado en todo como nosotros,
puede compadecer nuestras debilidades (cfr. Heb 4,14ss) y,
"hecho perfecto" a trav�s de la experiencia dolorosa de
la cruz, es �causa de salvaci�n eterna para todos los que le
obedecen� (Heb 5,9).
3.
Queridos j�venes, frente a estos grandes misterios aprended a tener
una actitud contemplativa. Permaneced admirando extasiados al reci�n
nacido que Mar�a ha dado a luz, envuelto en pa�ales y acostado en
un pesebre: es Dios mismo entre nosotros. Mirad a Jes�s de Nazaret,
por algunos acogido y por otros vilipendiado, despreciado y
rechazado: es el Salvador de todos. Adorad a Cristo, nuestro
Redentor, que nos rescata y libera del pecado y de la muerte: es el
Dios vivo, fuente de la Vida.
�Contemplad
y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos
llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo m�stico de Cristo,
templos luminosos del Esp�ritu del Amor. Nos llama a ser
"suyos": quiere que todos seamos santos. Queridos j�venes,
�tened la santa ambici�n de ser santos, como �l es santo!
Me
preguntar�is: �pero hoy es posible ser santos? Si s�lo se contase
con las fuerzas humanas, tal empresa ser�a sin duda imposible. De
hecho conoc�is bien vuestros �xitos y vuestros fracasos; sab�is
qu� cargas pesan sobre el hombre, cu�ntos peligros lo amenazan y
qu� consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la
tentaci�n del abandono y llegar a pensar que no es posible cambiar
nada ni en el mundo ni en s� mismos.
Aunque
el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor.
No os dirij�is a otro si no a Jes�s. No busqu�is en otro sitio lo
que s�lo �l puede daros, porque �no hay bajo el cielo otro nombre
dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos� (Hc
4,12). Con Cristo la santidad �proyecto divino para cada
bautizado� es posible. Contad con �l, creed en la fuerza
invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra
esperanza. Jes�s camina con vosotros, os renueva el coraz�n y os
infunde valor con la fuerza de su Esp�ritu.
J�venes
de todos los continentes, �no teng�is miedo de ser los santos del
nuevo milenio! Sed
contemplativos y amantes de la oraci�n, coherentes con vuestra fe y
generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la
Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido
proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad
fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucarist�a y de la
Penitencia. El Se�or os quiere ap�stoles intr�pidos de su
Evangelio y constructores de la nueva humanidad. Pero �c�mo podr�is
afirmar que cre�is en Dios hecho hombre si no os pronunci�is
contra todo lo que degrada la persona humana y la familia? Si cre�is
que Cristo ha revelado el amor del Padre hacia toda criatura, no pod�is
eludir el esfuerzo para contribuir a la construcci�n de un nuevo
mundo, fundado sobre la fuerza del amor y del perd�n, sobre la
lucha contra la injusticia y toda miseria f�sica, moral,
espiritual, sobre la orientaci�n de la pol�tica, de la econom�a,
de la cultura y de la tecnolog�a al servicio del hombre y de su
desarrollo integral.
4.
Deseo de coraz�n que el Jubileo, ya a las puertas, sea una ocasi�n
propicia para una gran renovaci�n espiritual y para una celebraci�n
extraordinaria del amor de Dios por la humanidad. Desde toda la
Iglesia se eleve �un himno de alabanza y agradecimiento al Padre,
que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser
"conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef
2,19)� (Incarnationis mysterium, 6). Nos conforta la certeza
manifestada por el ap�stol Pablo: Si Dios no perdon� a su propio
Hijo, sino que le entreg� por todos nosotros, �c�mo no nos dar�
con �l todas las cosas? �Qui�n nos separar� del amor de Cristo?
En todos los acontecimientos de la vida, incluso la muerte, salimos
vencedores, gracias a aquel que nos am� hasta la Cruz (cfr. Rm
8,31-37).
El
misterio de la Encarnaci�n del Hijo de Dios y el de la Redenci�n
por �l llevada a cabo para todas las criaturas constituyen el
mensaje central de nuestra fe. La Iglesia lo proclama
ininterrumpidamente durante los siglos, caminando �entre las
incomprensiones y las persecuciones del mundo y las consolaciones de
Dios� (S. Agust�n, De Civ. Dei 18,51,2; PL 41,614) y
lo conf�a a todos sus hijos como tesoro precioso que cuidar y
difundir.
Tambi�n
vosotros, queridos j�venes, sois destinatarios y depositarios de
este patrimonio: ��sta es nuestra fe. �sta es la fe de la
Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla, en Jesucristo
nuestro Se�or� (Pontifical Romano, Rito de la Confirmaci�n).
Lo proclamaremos juntos en ocasi�n de la pr�xima Jornada Mundial
de la Juventud, a la que espero que participar�is en gran n�mero.
Roma es "ciudad santuario", donde la memoria de los Ap�stoles
Pedro y Pablo y de los m�rtires recuerdan a los peregrinos la
vocaci�n de todo bautizado. Ante el mundo, el mes de agosto del
pr�ximo a�o, repetiremos la profesi�n de fe del ap�stol Pedro:
�Se�or, �donde qui�n vamos a ir? T� tienes palabras de vida
eterna� (Jn 6,68) porque �T� eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo� (Mt 16,16).
Tambi�n
a vosotros, muchachos y muchachas, que ser�is los adultos del pr�ximo
siglo, se os ha confiado el "Libro de la Vida", que en la
noche de Navidad de este a�o el Papa, siendo el primero que cruzar�
la Puerta Santa, mostrar� a la Iglesia y al mundo como fuente de
vida y esperanza para el tercer milenio (cfr. Incarnationis
mysterium, 8). Que el Evangelio se convierta en vuestro tesoro m�s
apreciado: en el estudio atento y en la acogida generosa de la
Palabra del Se�or encontrar�is alimento y fuerza para la vida de
cada d�a, encontrar�is las razones de un compromiso sin l�mites
en la construcci�n de la civilizaci�n del amor.
5.
Dirijamos ahora la mirada a la Virgen Madre de Dios, a quien la
devoci�n del pueblo cristiano le ha dedicado uno de los monumentos
m�s antiguos y significativos que se conservan en la ciudad de
Roma: la bas�lica de Santa Mar�a Mayor.
La
Encarnaci�n del Verbo y la redenci�n del hombre est�n
estrechamente relacionadas con la Anunciaci�n, cuando Dios le revel�
a Mar�a su proyecto y encontr� en ella, joven como vosotros, un
coraz�n totalmente disponible a la acci�n de su amor. Desde hace
siglos la piedad cristiana recuerda todos los d�as, recitando el Angelus
Domini, la entrada de Dios en la historia del hombre. Que esta
oraci�n se convierta en vuestra oraci�n, meditada cotidianamente.
Mar�a
es la aurora que precede el nacimiento del Sol de Justicia, Cristo
nuestro Redentor. Con el "s�" de la Anunciaci�n, abri�ndose
totalmente al proyecto del Padre, Ella acogi� e hizo posible la
encarnaci�n del Hijo. Primera entre los disc�pulos, con su
presencia discreta acompa�� a Jes�s hasta el Calvario y sostuvo
la esperanza de los Ap�stoles en espera de la Resurrecci�n y de
Pentecost�s. En la vida de la Iglesia contin�a a ser m�sticamente
Aquella que precede el adviento del Se�or. A Ella, que cumple sin
interrupci�n el ministerio de Madre de la Iglesia y de cada
cristiano, le encomiendo con confianza la preparaci�n de la XV
Jornada Mundial de la Juventud. Que Mar�a Sant�sima os ense�e,
queridos j�venes, a discernir la voluntad del Padre del cielo sobre
vuestra existencia. Que os obtenga la fuerza y la sabidur�a para
poder hablar a Dios y hablar de Dios. Con su ejemplo os impulse para
ser en el nuevo milenio anunciadores de esperanza, de amor y de paz.
En
espera de encontraros en gran n�mero en Roma el pr�ximo a�o,
�os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder
para construir el edificio y daros la herencia con todos los
santificados� (Hc 20,32) y de coraz�n, con gran cari�o, os
bendigo a todos, junto a vuestras familias y las personas queridas.
Desde el Vaticano,
29 de junio de 1999, Solemnidad de los santos Ap�stoles Pedro y
Pablo
Joannes
Paulus P.P. II
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