Llegaba puntualmente
con la tarde
para encenderle el corazón
al horno,
con la leña partida
de sus brazos
y el fósforo tenaz
de su mirada.
Era madrugador de nacimiento:
vino al mundo anunciado
por los gallos.
Su estatura crecía
con la aurora
como el calor del horno
con el fuego.
A los quince años
conoció mujer.
A los dieciocho lo llevó
el ejército.
Salió de allí
con ganas de hornear
a todos los gendarmes
que encontraba.
Sus huesos eran flor de
harina sólida.
Su sangre levadura bien
batida.
Cuando hablaba de amores
o política
biizcochuelos verbales
le salían.
Al horno conocía
como a su alma.
Los dos eran fogosos
y porfiados.
Pero por dentro bien
sabían ambos
dar buen sabor a la amistad
y al pan.
Cuando amasaba se ponía
en trance
de quien hace el amor
a una doncella:
suspiraba, rezaba, tarareaba
dando a la masa formas
de mujer.
El horno respondía
a sus empeños:
jamás lo traicionó
quemando panes.
Fue cabal en el peso
y la medida.
Nunca se equivocó
en agua o sal.
Pero el fuego le fue minando
el alma.
A través de los
poros ganó el cuerpo.
Corrió como mercurio
por las venas
hasta encenderle todo
el corazón.
Y una mañana, sin
que el sol lo viera,
madrugador de nacimiento
y muerte,
se fue del mundo para
hornear estrellas
en las panaderías
de las nubes.
Sus cenizas dan nombre
a este canto.