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farolito

COMUNICACIÓN ACADÉMICA N° 1563

De la Patrocinante doña
Marisa Donadío, acerca de


EL ORGANITO


Señor Presidente:

El organito, ese instrumento portátil que era tan popular en las ciudades españolas, constituyó, desde fines del siglo XIX, un valioso elemento de difusión del tango en nuestra ciudad.

Manuel María Oliver (*) en la “ESCENA CALLEJERA” publicada el 3 de diciembre de 1898 en la revista Caras y Caretas (Año I - N° 9), de la que le acompaño copia, nos ha transmitido con la fidelidad del testigo directo el deambular del organito por las calles de Buenos Aires. Su crónica, a la vez, está enriquecida por la variedad de términos lunfardos y expresiones propias de la época.

 

Buenos Aires, 18 de junio de 2002

MARISA DONADÍO

Patrocinante



(*) Manuel María Oliver (1877-1955). Docente, periodista e historiador. Entre otros muchos cargos ejerció el de Rector Fundador del Colegio Nacional Juan Martín de Pueyrredón. Escribió en periódicos y revistas; entre ellos, La Capital de Rosario, Sudámerica, El Hogar, El Suplemento y La Razón. Entre sus obras se cuentan El Fuerte de la Ensenada de Barragán (1910), El Primer Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata (1914) y La Guerra en el Chaco Boreal (1958).



ESCENAS CALLEJERAS

EL ORGANITO

Cuando la noche ha cerrado y los relojes marcan las ocho, Giácomo y Pietro han encendido sus respectivas pipas de barro, y con las gorras pringadas de grasa y cal, caladas hasta las orejas, uno, de varas, y el otro empujando de atrás, han salido del conventillo, y calle arriba han llegado al barrio predilecto.

A cada barquinazo, el órgano gime en lamentos prolongados, como si el alma de sus cuerdas protestase de las rudas pruebas á que están sometidas aquéllas.

“¡El órgano! ¡el órgano!” gritan desaforadamente los pilletes; los tenorios requintan los cívicos de alas derechas, y las chinitas y las rubias de ojos azules y cabellos como el oro, suspiran.

–Ay! si bailásemos!

Giácomo detiene su vehículo en la esquina, se apodera del manubrio y sin conmoverse –porque su espíritu no vibra sino ante la armonía de un nikel– dale que dale á la sonata, mientras las veredas se llenan, los muchachos danzan, y Pietro, recostado en la rueda ejecutante, contempla abstraído las espirales de humo de la pipa.

–Ché, gringo, atracá y tocáme algo...

–Prima, dague el danaro, cumpadritu.

–Tomá medio nal, pero amacáte con la brasilera.

Las saudades se expanden, en desesperados arranques, con gran fruición del auditorio y detrimento de oídos finos.

–A ver, un tanguito... Aura! Agarráte, Catalina... Ché Ñato, pucha cómo movés las tabas. Ah! criollo! Aflojá la cadera, como la Tongorita.

–No te pasés, que no soy mancarrón de tramway...

Y el baile se ha armado en la esquina, y La Verbena, el Dúo de los Paraguas, los valses, mazurcas, habaneras, schotis, Washington-Post, desfilan en rápidas sonoridades.

Pietro y Giácomo se turnan en el manejo del manubrio. Cuanto más ligero lo echan, más ganan.

De repente, se oye un grito:

–El botón!

El vigilante adelanta muy serio, mordiéndose los bigotes, enhiesto el morrión. Con tonadita catamarqueña enfrenta á los compadres:

–¿No les he dicho que no me armen farras en la vedera? Mándense mudar aura mesmo.

Hay tosecitas de titeo. El agente se encara con Pietro:

–Vos, retiráte, pues.

–Má, come é cuesto..? Non podiamo far la música!

–Mirá, italiano: andáte con la música á otra parte, porque te voy á encajar á la comisaría.

–Per Baco!

Una voz:

–Fijáte, grébano, que te van á portar in cana.

Las ruedas crujen, y Giácomo de varas, y Pietro detrás, se alejan murmurando. El espectáculo se repite otra vez, y otra.

En ocasiones, un bromista entrega dos pesos a Giácomo, le ordena que se instale bajo ciertas ventanas, que toque hasta las onces, hora reglamentaria para el fin de la filarmonía nocturna callejera, y no hay poder humano que lo saque de allí. El gallo policial no interviene, y se dan casos en que un vecino, asomando su rostro soñoliento y su gorro de dormir, le arroja un líquido nada agradable.

–Crepa envidia!–exclama Giácomo, y echa á andar.

Si es sábado, tira de su instrumento, y en un bailongo de pesados y canfinflas, sirve de orquesta.

A la madrugada, regresan al conventillo, y el órgano llora, se queja, impreca al sacudirse merced a los baches y zanjones de las calzadas.

–¡Qué bruta guadañanza!–piensan Giácomo y Pietro.

Y se quedan dormidos.


Manuel M. Oliver


Si desea reproducirlo, por favor, cite las fuentes.

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