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farolito

COMUNICACIÓN ACADÉMICA N° 1572

Del Académico Correspondiente en
Paraná, don Miguel Ángel Andreetto, con


DIGRESIONES SOBRE FRAY MOCHO


Señor Presidente:

Gualeguaychú y su ambiente de época

La ciudad en 1858. Seis años han transcurrido desde que resonó en todo el ámbito del país el grito lanzado por el general Justo José de Urquiza en Monte Caseros. Seis años de laboriosa reconstrucción de las instituciones fundamentales del gobierno, de la cultura, de la economía, aspectos en su totalidad de particular gravitación en la vida de la Confederación Argentina. Estratégicamente engarzada en el perímetro entrerriano, su población se caracteriza por un espíritu de empresa y actividad poco comunes, en donde se cimentará el progreso conjunto, que proyectará el nombre de Gualeguaychú a un plano prominente. A ello corresponde agregar un galardón espiritual: su ilimitada hospitalidad para quienes anhelan encontrar allí el magnífico solaz de los bienes supremos de la cultura o el refugio para colocar a salvo esa libertad individual que tanto costó recuperar. Muy pronto, la ciudad se puebla de nombres familiarizados con el prestigio en las ciencias, las letras, las armas: Martín de Moussy, Amadeo Gras, Augusto Bravard, Marcos Sastre, Isidoro de María, Servando Gómez. Algunos de ellos son casi mágicamente atraídos por esas virtudes naturales y geográficas de que se tiene noticia desde los días del siglo XVIII, época de la empresa fundacional del comisionado guatemalteco don Tomás de Rocamora.

Ciudad privilegiadamente dotada en el campo de la creación literaria, aparece por tales tiempos la primera poetisa entrerriana. El nombre de Robustiana Issouribehere –de pura estirpe vasca–; es auspicioso anticipo del estro inconfundible que enaltece la poesía de Olegario Víctor Andrade y Gervasio Méndez, nombres que, décadas por medio, ocuparán un lugar distinguido en el itinerario de las letras argentinas. El histórico Colegio del Uruguay –el heredero de Urquiza, como se lo conoce en la historia de nuestra educació– atrae con irresistible fuerza a los jóvenes que han finalizado el ciclo de la escuela primaria y desean abrirse paso hacia el futuro. Y los de Gualeguaychú no constituyen, ciertamente, una excepción de la regla. En esas aulas encuentran, sin duda, el consejo que orienta, el concepto que forma, el conocimiento que instruye, de lo cual se encargan profesores capaces y responsables de su quehacer. Pero Gualeguaychú, con sus 6000 habitantes, no se circunscribe a producir y estimular los elementos de la cultura lugareña. Su acción va más allá, pues, al disponer de dos librerías, se difunden las obras de autores de otras partes del país. Cuéntase también, desde 1849, con una de las primeras imprentas instaladas fuera de Buenos Aires, a fin de realizar trabajos de impresión para la campaña del general Urquiza, que emplea el periodista uruguayo Isidoro de María para publicar El Porvenir de Entre Ríos.

Edilicia y comercialmente, el panorama se corresponde, en alguna manera, con el antedicho nivel cultural. Aunque no todas las calles están empedradas, se levantan más de 1500 casas, y en bonitas quintas –según apunta el cronista viajero– se insinúa potencialmente la riqueza agrícola en la variedad de los cultivos, que asoman en grado superlativo. Además, su favorable situación de puerto limítrofe con el de Fray Bentos, en la República Oriental del Uruguay, genera un intenso intercambio comercial, y se erige en puntal de la economía entrerriana. Esos factores determinan el surgimiento de algunas entidades de crédito, tales como los bancos de Benítez y de Oxandaburu, de giro importante en las actividades de Gualeguaychú.

El nombre de pila

En esa ciudad nace, el 26 de agosto de 1858, José S. Álvarez, cuyo nombre de pila plantea, en cierto modo, el primer problema. Para la mayoría de los escritores y catedráticos, el gran “causeur” –según lo considera Joaquín Lorente en el prólogo de las ediciones de La Cultura Argentina, una de ellas, aparecida en Buenos Aires en 1920– se llamó José Sixto Álvarez. No faltan, sin embargo, quienes atribuyen esa S a Santos. En las referidas tendencias –ambas equivocadas– figuran Ricardo Rojas, Manuel Gálvez, Arturo Giménez Pastor, Jorge Luis Borges, Juan B. Selva, Julio A. Leguizamón, René Bastianini, Ana María Darnet de Ferreyra y Julio Noé. Por su parte, Ernesto Morales sostiene que el escritor se llamaba José Ciriaco Álvarez.

Una accidental referencia, deslizada en correspondencia entre terceros, nos enfrenta con una novedosa seguridad: Álvarez no era José Sixto, ni José Santos, sino José Seferino. Dado el origen fidedigno de tal aseveración, ha sido necesario consultar fuentes originales o, por lo menos, de incuestionable seriedad: desde aquellas figuras que han cultivado el trato y la amistad de Fray Mocho –Juan José de Soiza Reilly y Roberto Fernando Giusti, para concretar nombres– hasta los datos que hemos podido obtener en la Catedral de Gualeguaychú y en el Registro Civil de Buenos Aires, sin olvidar informaciones suministradas por el doctor Julio A. Álvarez, sobrino del escritor.

Giusti manifiesta desconocer en absoluto el segundo nombre de pila de Álvarez y sugiere la investigación en los libros de partidas bautismales. Así nos lo manifiesta en su correspondencia: “Acerca del punto que Ud. me consulta, el verdadero nombre que respondía a la S del nombre de José Álvarez, no tengo ninguna noticia ni sabría indicarle el camino para esclarecerlo. Jamás he visto referencia a él. Fray Mocho lo llamábamos desde que leímos sus festejados artículos en Caras y Caretas durante nuestra adolescencia los hombres que hemos pisado ya hace algunos años los sesenta; Fray Mocho lo llamé en la breve conferencia que di sobre él hace cosa de un lustro y que todavía permanece inédita; y del apellido (y menos del segundo nombre) rara vez nos acordamos. El punto lo esclarecerá la partida bautismal, si se guardan todavía en la iglesia de Gualeguaychú los registros del año 1858, que es el de su nacimiento”.

En una carta de espontánea afectividad, en la que llama “maestro” a Álvarez, el conocido comentarista Juan José de Soiza Reilly nos dice: “Según le oí decir al propio Mocho, la inicial S significa Sixto (Seferino no puede ser porque en el santoral San Ceferino se escribe con C y no con S). Acaso eso de Seferino con S sea un chiste del propio Mocho, pues coincide la fecha de San Ceferino –26 de agosto– con el día en que nació mi maestro: 26 de agosto de 1858. La solución la encontrará usted yendo a Gualeguaychú, en cuya iglesia fue bautizado”. Vale decir que, a pesar de su testimonio, se repite la remisión a la partida de bautismo existente en el archivo de la entonces Parroquia de San José.

El doctor Julio A. Álvarez, médico que residió en el departamento de Federación, afirma que el verdadero nombre de su tío Pepe –como lo designa familiarmente– era José Ceferino; y que razones de eufonía justificarían el uso de la inicial S en vez de C. Así se evita la cacofonía provocada por la última sílaba del primer nombre y el sonido inicial del segundo. Por otra parte, puntualiza que esos datos los ha recogido de labios de sus abuelas y tías. Además, la inveterada costumbre de adjudicar al recién nacido el nombre indicado en el santoral contribuye a ratificar el resultado de esta búsqueda. En cuanto al cambio ortográfico, podría explicarse también como un intento de allanar el camino que conduce a la popularidad, hecho muy habitual en las letras y en las artes. Si Álvarez se forjó ese propósito, es indudable que lo alcanzó. Con respecto a los nombres Sixto y Santos, corrientes en volúmenes y estudios de variada naturaleza, nos ha sido imposible espigar sus orígenes reales.

A los precedentes testimonios que han orientado nuestra investigación, agregamos la fe de bautismo asentada en el folio 109 del libro VIII, autenticada por el cura párroco de Gualeguaychú, cuyo texto es el siguiente:

En once de octubre de mil ochocientos cincuenta y ocho, mi Teniente Dn. Millán Zavala bautizó solemnemente en esta parroquia de Gualeguaychú del patriarca Señor San José a una criatura a quien le puso por nombre José Zeferino, que nació el veinte y seis de agosto del presente año, hijo legítimo de Dn. Desiderio Álvarez y de Da. Dorina Escalada (Orientales). Fueron sus padrinos Dn. Antonio Álvarez y Da. Eulalia Baldez de Escalada a quienes advirtió el parentesco espiritual y demás obligaciones y por verdad lo firmo. [Firmado] José Ant° de Echeverría.

A fin de ratificar o rectificar la filiación de Fray Mocho, recurrimos a la partida de defunción, existente en el Archivo General del Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires. El acta lleva el número 236 y aparece en el folio 124 del libro I de 1903. Arriba, a la izquierda, se observa “Álvarez, José Seferino– Of. 1442”, y leemos:

Número doscientos treinta y seis - En la capital de la República y a veinte y cuatro de agosto de mil novecientos tres, ante mí el jefe de la octava sección del Registro: Luis Fasanella, de veinte y tres años, soltero, domiciliado en Bartolomé Mitre mil ciento cuarenta declaró que ayer a las siete de la noche falleció José Seferino Álvarez, de bronco neumonía, según el certificado del médico José Rodolfo Semprum que archivo bajo el número de esta acta; que era de sexo masculino, de cuarenta y cinco años, argentino, escritor, domiciliado donde falleció, hijo de Desiderio Álvarez, oriental fallecido, y de Dorina Escalada, oriental domiciliada en La Plata, y casado con Silvia Martínez. Se ignora si testó; leída el acta la firmaron conmigo el declarante y el testigo Miguel Idueña, de veinte y seis años, casado, domiciliado en casa del exponente, quienes han visto el cadáver. [Firmado] L. Fasanella, Miguel Idueña, Juan José Paso.

De la lectura del acto de bautismo se concluye que la forma Zeferino (del latín zepherinus) se ha castellanizado con el conocido cambio fonografénico de z en c en Ceferino, a lo que siguió Seferino por las razones ya consignadas, y confirmadas por la partida de defunción.

Los progenitores

Su padre, Desiderio Álvarez Gadea, era sobrino nieto de Santiago Gadea, uno de los treinta y tres orientales que acompañaron a Lavalleja, y del presbítero Lázaro Gadea, confesor de los ajusticiados en Cabeza de Tigre (Córdoba), ambos nacidos en el departamento uruguayo de Soriano. Frente a ello, su bisabuelo materno, José Celedonio Escalada, participante en el combate librado el 3 de febrero de 1813 en San Lorenzo, era español.

De carácter tranquilo y apacible, el padre del Mocho no anduvo muy del brazo con la fortuna. Dos episodios así lo confirman. Cuando era estanciero en Gualeguaychú, un incendio destruyó su propiedad; a pesar de ello, persistió en el esfuerzo por forjarse una posición digna para sí y su familia. Ocupó después un puesto importante en la empresa dedicada a la construcción del camino La Plata-Ensenada. Tampoco en esta oportunidad le sonrió la suerte. Al quedar sumido en tan precaria situación, lo salvaron sus hijos, en particular, José Seferino; tiempo después habría de fallecer rodeado del aprecio general en La Plata.

Su esposa, doña Dorina Escalada, mujer severa, se hizo respetar con solo una mirada. Dotada de extraordinaria memoria y bastante culta, gustaba informarse de los acontecimientos de su tiempo. Ni siquiera en su ancianidad habría de dejar de lado ese afán, y resultaba frecuente hallarla leyendo un libro, diarios como La Prensa o La Nación y, desde luego, Caras y Caretas, el inolvidable semanario fundado por su hijo, iniciador de toda una época en la trayectoria del periodismo nacional.

Justa, comprensiva y humanitaria, algunas anécdotas perfilan –con rasgos definitorios– la línea de su conducta. Recuérdase que el Mocho, todavía niño, cometió una travesura, y doña Dorina decidió propinarle un castigo. Naturalmente, el culpable huyó para evitarlo y se dirigió al dormitorio para ocultarse de la vista. Su pensamiento era uno: guarecerse debajo de la cama de su hermano menor Fernando, quien se hallaba preparando los deberes escolares. Al ver aparecer a doña Dorina, éste señaló temeroso el lugar en donde se escondía José Seferino. No lo hubiera hecho. Ella se volvió contra él, y la tunda cambió de destinatario, al mismo tiempo que le decía con suma indignación: “A un hermano nunca se lo delata”. El perseguido se salvó y recibió una lección que habría de influir en el curso de su vida.

En otra oportunidad, un preso había fugado de la cárcel de Gualeguaychú y, tras haber recorrido varios kilómetros, se acercó al domicilio de los Álvarez. Franqueó un pequeño muro y se introdujo subrepticiamente en la cocina, donde doña Dorina se hallaba preparando la cena. Ante su presencia, el prófugo, magullado y hambriento a causa de la odisea vivida, le solicitó protección. Sin revelar nada a nadie, ella le permitió ocultarse en el galpón, destinado a la leña y los trastos viejos. Al llegar la policía, le indicó “la dirección que había tomado para huir”. Transcurridos algunos días, y sin que nadie advirtiera su presencia, le proporcionó caballo, dinero y ropa en desuso. La alegría del prófugo, al verse seguro en su montado, no tenía límites. Con el caballo levantado en dos patas y revoleando el poncho, gritó en el instante de su partida: “¡Patroncita, algún día volveré pa’ pagar esta deuda!”.

Nosotros consideramos que dicho episodio ha inspirado al Mocho un pasaje de “Macachines”, capítulo quinto del Viaje al país de los matreros. Corresponde al del gaucho que se ha “disgraciao” con los guardias y recibe el auxilio de Ño Ciriaco: mate y asado, primero; el flete, después, para continuar escapando de la partida. Reproduzcamos sus palabras de final agradecimiento por la protección recibida: “Este pingo que le dejo, don... es güeno, mejorando lo presente. Tengameló sin cuidado, que naides lo conoce. Ya he de volver alguna vez y... que Dios le pague lo que ha hecho por mí...”.


Paraná, 28 de febrero de 2003

MIGUEL ÁNGEL ANDREETTO

Académico Correspondiente


Si desea reproducirlo, por favor, cite las fuentes.

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