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farolito

COMUNICACIÓN ACADÉMICA N° 1573

Del Académico de Número
don Miguel Unamuno, acerca de


CARLOS GARDEL Y GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


Señor Presidente:

El 4 de junio de 1935, Carlos Gardel llega a Barranquilla (Colombia) y se aloja, con su comitiva, en el Hotel del Prado. Su fama había madurado ya en largas y exitosas giras y en sus populares filmes, donde la imagen y la voz del Zorzal Criollo emparvaban el fervor del público. Su periplo artístico estaba signado, además, por varias presentaciones en radios y teatros colombianos.

Para ese entonces, Gabriel García Márquez tenía siete años de edad. Había nacido en Aracataca, en 1928, y su vida transcurría entre avatares infantiles y celebraciones tradicionales, al amparo de una familia donde, a la vez, se cultivaba el arte.

La trágica muerte de Gardel, veinte días después de su arribo, desmesurada en la hoguera de Medellín, conmovió al mundo hispanoamericano. La noticia estremeció las teletipos, y un hondo y sentido silencio de recogimiento embargó a sus admiradores.

García Márquez padeció –lo venimos a saber ahora– esa perplejidad colectiva ante lo irremediable. Pocos imaginaron que de aquella ceniza surgiría, con el tiempo, la memoria eterna. Gabriel compartió esa congoja. El niño vivaz, curioso, sensible, vivió ese momento con enorme interés, acaso con atisbos, insospechados aún, de escritor y periodista.

Sesenta y tantos años debieron pasar para que Gabriel contara ese momento de su vida, convirtiéndolo en algo trascendente. En su reciente libro de memorias, Vivir para contarla (Buenos Aires, Sudamericana, 2002), aquel recuerdo se hace letra y, a la par del hecho mismo, destaca su inclinación hacia la imagen y el tango gardelianos. Lo describe así (pp. 116-117):

Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que me causaban los acordeones con sus canciones de caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de la guacherna.

Sin embargo, mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me hacía vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala mañana en que la tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes yo había cantado Cuesta abajo en una velada de beneficencia, acompañado por las hermanas Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de cuanta velada de beneficencia y conmemoración patriótica se celebraba en Cataca.

El testimonio de García Márquez, premio Nobel de Literatura en 1982, confirma, como en el caso de Rafael Alberti (ver Comunicación Académica N° 1555), la fama que nuestro Carlos Gardel tenía en el mundo artístico y cultural hispanoamericano. Gracias a este Gabriel biográfico y novelesco, Carlitos, cada día, sigue cantando mejor. Diríamos que el “realismo mágico” aún está vivo.


Buenos Aires, 13 de noviembre de 2002

MIGUEL UNAMUNO

Académico de Número

Titular del sillón “Santiago Dallegri”


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