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3 APUNTES SOBRE EL LUNFARDO

Para reflejar realmente el contenido de esta página, su título debería ser más largo: tal vez tendría que llamarse “3 apuntes sobre cosas que se dicen habitualmente acerca del lunfardo”. Nos referimos a lugares comunes que se afirman de modo acrítico, como asuntos esclarecidos definitivamente, y en cada repetición se arraigan más y reproducen su sensación de veracidad.

Sin embargo, no todo lo que se afirma sobre el origen del lunfardo, sobre la etimología de sus palabras o sobre su actualidad se condice con los datos de que se disponen ni con las teorías que de ellos se pueden derivar.


Sobre las etimologías.

Las etimologías de las voces populares presentan un amplio campo para la investigación, la teoría, la elucubración y la sanata lisa y llana. El ejemplo más claro de esto lo encontramos en la palabra atorrante, cuyo origen, según una versión de procedencia incierta que tuvo tanta difusión como para instalarse en el imaginario público, se remonta a los caños usados en la obras sanitarias de finales del siglo XIX en Buenos Aires, donde, antes de su instalación, pernoctaban los linyeras. Los caños, según esa historia, llevaban la inscripción “A. Torrant”, que sería el nombre de su fabricante.

Sin embargo, el investigador Ricardo Ostuni, a falta de pruebas que sustentaran esa hipótesis, consultó los archivos de la ex Obras Sanitarias de la Nación en busca de un proveedor con ese nombre o con otro similar. Y no lo encontró [1]. Tampoco se encontró información acerca de una empresa con ese nombre. Ni un caño de esa marca.

Así, resulta bastante sencillo inventar historias o hacer suposiciones aventuradas acerca de la etimología de estas palabras –mejor todavía si tienen corrección política– y divulgarlas, afirmándolas pedantescamente: entonces, che derivaría del mapuche, donde quiere decir ‘pueblo’, y colimba sería el acrónimo de “corre, limpia, barre”.

En el primer caso, el che porteño es un vocativo, y no un sufijo, como el mapuche. En cambio, en ciertas regiones del este de España se lo emplea de la misma forma que en la Argentina –y otros países del Cono Sur–, con el mismo significado y en las mismas ocasiones, y está documentado desde la Edad Media. (En tren de buscar alguna influencia americana, resulta más atendible un refuerzo sincrético dado por el posesivo guaraní che, que sí se usa delante del sustantivo, y cuando este se refiere a una persona puede decirse che patrón, o che amigo, convertida en chamigo).

En el segundo, colima, sin be, se encuentra, como vesre de milico, en La muerte del pibe Oscar (c. 1926), de Luis Contreras Villamayor. La epéntesis que lo transforma en colimba es tan habitual como la aféresis que convirtió al verse de batidor en ortiba.

Esas historias, que generalmente carecen de fuente y son mencionadas como “versiones” o “especulaciones” para no asumir responsabilidades, tienen un vicio de origen: a partir de una idea, afirman su probable verosimilitud sin otra investigación. Y es tan anticientífico su proceder que, en líneas generales, no hay modo de contrastar su hipótesis.

Por cierto, no solo los aficionados, o los trasnochados de mesas de café, toman este camino: en su Diccionario del habla de los argentinos (2002), la Academia Argentina de Letras no dice nada sobre la posible etimología de la palabra pibe; y la Real Academia Española, en su Diccionario de la lengua (2001) afirma que deriva de pebete. Sin embargo, José Gobello, en su libro Blanqueo etimológico del lunfardo (2005), da siete registros de diccionarios dialectales italianos, la mayoría de ellos del siglo XIX, donde pive, pivetto, pivello y otras formas similares significan lo mismo que la palabra lunfarda pibe [2].

En este sitio preferimos andar con pie de plomo y mantenernos al margen en este asunto, mencionando las etimologías solo como posibles, o probables, y citando siempre la fuente correspondiente. También buscamos advertir sobre la escasa fiabilidad de quienes se arriesgan afirmando intuiciones incomprobables, los que, de paso, aun cuando tratan de reivindicar el lunfardo, lo rebajan, al quitarlo del lugar de objeto de una investigación científica, sumiéndolo en la lógica del sentido común, que repite una y otra vez lo ya dicho sin revisarlo.

Y valoramos a quienes trabajan con rigor, investigando y contrastando sus hipótesis de modo válido. Quien así proceda podrá equivocarse o no, podrá basarse en datos equivocados (si en el siglo XXI los diccionarios académicos pifian bastante a la hora de recoger el habla popular, cuál no sería el margen de error de los decimonónicos) o no, pero trabaja científicamente, y sin duda acertará más de lo que se equivoque.

[1] http://www.clubdetango.com.ar/articulos/atorrante_ref.htm

[2] http://weblogs.clarin.com/revistaenie-elmisteriodelaspalabras/archives/2008/01/lunfa_lunfardo.html


Sobre el origen.

Es usual encontrarse –en artículos periodísticos o de internet, o en la conversación ocasional sobre el tema– con la repetición de ese concepto ya centenario que sostiene que el lunfardo surgió como una jerga delictiva, como un habla enigmática empleada por los delincuentes con el fin de que sus diálogos fuesen ininteligibles para los policías, para sus víctimas, y, en definitiva, para todo aquel que no perteneciera a su gremio.

Como sabrá quien haya leído nuestro artículo “Qué es el lunfardo”, se llegó a esa idea debido a que los primeros en prestarle atención a este vocabulario fueron periodistas especializados en temas policiales, policías o criminalistas. Si ese glosario hubiera acompañado una nota sobre ucrónicos gamers decimonónicos en lugar de ilustrar un reportaje sobre la inseguridad, hoy muchos estarían hablando del lunfardo como el vocabulario de los aficionados a los juegos de computadora…

Por el contrario, otro periodista, Juan A. Piaggio, tuvo la lucidez o la intuición de ver que estas palabras no eran usadas solo por delincuentes: en su artículo “Caló Porteño (Callejeando)”, de 1887, recrea el diálogo de dos jóvenes compadritos que emplean una gran cantidad de voces lunfardas, algunas de las cuales, como atorrar, bobo, levantar, escabio, farra, mina, tano o pesao (pesado) siguen vigentes 121 años más tarde. En ese dialogo, uno afirma: “Nunca me he querido ensuciar para darme corte: me llamarán güífaro; pero lunfardo nunca”, y el otro le res­ponde: “Bien hecho, compadre. Eso de refalar la mano tampoco nunca me ha gustao”.

Es decir, estos jóvenes –que probablemente frecuentaran los mismos lugares que algunos delincuentes, y que tal vez tuvieran trato con ellos– podían aceptar que se los tildara de tontos [3], pero no de ladrones. No eran delincuentes y, sin embargo, usaban estas palabras: así, vemos que se trata de vocablos que estaban en las calles –al menos, en las calles transitadas por “el pueblo bajo”, según lo nombró Piaggio, esto es, por las clases bajas–, y no exclusivamente en celdas de comisarías y aguantaderos. En todo caso, si Lugones, Drago y los otros las oyeron en estos lugares, no se debió a que eran propias de ellos, sino a que esos delincuentes pertenecían a las clases bajas y las conocían de ese ámbito.

Ya desde el nombre de su artículo, Piaggio hace referencia a la calle –a algo visible–, y no al delito, que, en cambio, trata de mantenerse oculto. Y habla de un caló porteño, no de un caló o argot propio de malvivientes. Sus dialogantes incorporan sobre el habla común de Buenos Aires una cincuentena de términos, y sólo un 10% de ellos pertenece inequívocamente al campo semántico delictual. Quedará para siempre la duda de cuántas y cuáles eran las palabras que Piaggio había recopilado en un vocabulario que no publicó por haber perdido los originales.

Otras tantas voces registró Lugones ocho años antes, y, pese a que su mirada estaba puesta en la jerga de los ladrones –ya que buscaba advertir a sus lectores acerca de cómo actuaban aquellos–, cerca de un tercio de sus palabras no pertenece a esa actividad específica, incluyendo términos como atorrar, bacán, escabio, guita, mina o vento. También se filtran algunas voces no delictivas en el exiguo vocabulario que acompaña el primer artículo periodístico donde se nombra al lunfardo, el que publicó La Prensa en 1878, de autor anónimo.

Sin duda, dentro de las voces del pueblo bajo se encontraban algunas vinculadas con lo delictivo: desde términos de los delincuentes de clase baja que habían trascendido los límites de su medio original hasta voces que mencionaban la realidad del delito de la misma manera que otras se referían a realidades paralelas, como la del cortejo o la diversión. La perspectiva de los policías y los criminalistas hizo el resto: no les dejó ver lo que no estaba en su mira, que en sus recopilaciones había palabras no delictivas y que esas palabras no se usaban solo en el ambiente que ellos investigaban y frecuentaban laboralmente. Tomaron la parte por el todo, le dieron nombre y estigma al vocabulario, estableciendo, de paso, una referencia que lleva a incorporar preferentemente en los diccionarios lunfardos palabras propias de una jerga, la del hampa, o la de la vida airada; o, en todo caso, persuadiendo a los diccionaristas a comenzar su trabajo por esas zonas lingüísticas, aun cuando no siempre sus términos se hayan difundido tanto como los de otras jergas, lo que refuerza la errónea concepción original.

Por lo demás, aunque su consulta no es tan sencilla como la del artículo de Piaggio, los monólogos y diálogos de compadritos publicados en revistas y diarios de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y los registrados fonográficamente como parte del “repertorio criollo” a principios del siglo pasado muestran que los autores, a la hora de reflejar la realidad, ponían estas palabras en boca de personajes habitantes del arrabal. Aún hoy, como ayer, parece necesaria la aclaración “pobre pero honrado”.

[3] Varios diccionarios dicen que güífaro significa ‘italiano’; el Nuevo diccionario lunfardo de Gobello y Oliveri afirma que quiere decir ‘tonto’ y que se encuentra ya en el gauchesco, aun cuando en diccionarios anteriores Gobello también la definía como ‘italiano’. En este contexto, el significado de ‘tonto’ cuadra mejor: uno puede entender que estos muchachos prefieran que los llamen tontos en lugar de ladrones; pero resulta más raro que prefieran ser llamados italianos en vez de ladrones.


Sobre la actualidad.

En este caso, la afirmación común habla de la decadencia, o de la desaparición, del lunfardo, relegándolo a la condición de cosa del pasado.

Hay un conjunto de palabras centenarias que siguen empleándose, algunas de las cuales fueron mencionadas líneas arriba, y otras más modernas que le dan al discurso un color similar: eso no constituye una evidencia suficiente para quienes consideran que no alcanza con caminar si se quiere demostrar el movimiento.

Chicanas aparte, antes de evaluar la veracidad o no de esa postura, debemos ponernos de acuerdo en qué entendemos por lunfardo. Eso trataremos de hacer, cuando tengamos tiempo (e inspiración).

Espero que lleguen  más rápido que el tiempo y la inspiración que fueron necesarios para escribir las dos primeras partes de esta nota, que se venía demorando desde hace más de seis meses...

Nora López