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CALÓ PORTEÑO (CALLEJEANDO)

Por Juan A. Piaggio

Tomado de Primera antología lunfarda, de José Gobello y Luis Soler Cañas.
Editorial Las Orillas, Buenos Aires, 1961.


–A la fin venís: te estoy esperando hace una hora.

–Qué querés, hermano –replica el recién venido–, me entretuve con un grébano de la Boca. Fijate si era bárbaro: quería hacerme tragar que el cólera lo echan los médicos a la madrugada: que es un polvito que llevan en unos cartuchos para envenenar la gente como se envenenan perros.

–¿Y por qué no le distes la marrusa?

–No tuve necesidá, me bastó la parada.

–Falluta.

–Claro: yo no soy pesao. Tengo que decirte que es un feligrés, que cuando se pone escabio estrila como un inglés, y no se arrolla, al contrario, se arrevesa como un tigre. En esas ocasiones sí ¡me han venido unas ganas de darle la viaba!

–Yo, como vos, lo dejaba tecliando.

–¿Y el chafe, compadre? ¿Y el encanamiento?

–Tocabas espiante.

–Te diré, viejo, no es eso, para hablarte francamente, lo que me detiene: tengo buenos escarpiantes y no hay chucho: es la hija; tiene una hija de mi flor el gringo.

–¿Un barrilete? ¡Refalaseló!

–La gringuita es vivaracha: ni bien me acerco y comienzo a embrocarla, corcobea, me muestra el polizonte y se dentra. Creo que la anda por levantar un jailaifa.

–¿Quién es, che?

–No sé, creo que es dotor. Lo vi una vez. Usa botín que suena, totorita cantora, lleva cadena y usa bobo. Le vi una zarza en el dedo meñique que daba calor. Lleva una leva que cuando camina se mueve como si tuviera resorte.

–Ya sé, ¿de las que usan en la catedral, cuando gólpian juerte?

–La mesma. El mozo parece a la recontramil.

–¿Cómo no? Puro bulevú con soda…

–Y se baja del trambay sin tocar la campanilla y da media vuelta haciendo volar la levita y queda sereno sobre el bastón.

–¡Aijuna! ¿Y tiene vento?

–¿Cómo no va a tener, si es hijo de un boticario?

–Entonces vuela, y mucho más cuando ella ha de saber que vos no tenés ni fósforos.

–(Suspirando). Ando mishote: no corto ni agua.

–Pero lo que hacen algunos centavarios, ¿eh? No hay como los tanos: ellos saben lo que es el mundo. Este güífaro (señalando al que ha concluido de tocar) ya se ganó un cinco.

Le da cinco centavos: el napolitano se va.

El otro, reflexionando:

–Nunca me he querido ensuciar para darme corte: me llamarán güífaro; pero lunfardo nunca.

–Bien hecho, compadre. Eso de refalar la mano nunca me ha gustao: siempre se lo he dicho a la mina: prefiero comer tierra antes que me llamen raspa.

–Es preciso conformarse y tocar la semifusa (silba).

Reina silencio.

–Estás a la giurda con ese lengo…

–Me lo dio la paica. ¿Vamos a atorrar? Son las once.

–¿Estás soñando? ¡Hay farra!

–¿De veras, che?

–¿Y cómo no? Cuando te lo digo yo, ya sabés.

–¿Qué tal es el batuque?

Con firulete: acordiona, violín y flauta.

–Garanto el corte.

–¿Y el morfis?

–¡Ninte! (haciendo un arco con los brazos) ¡Un tremendo bullón! Rabiolis, vino seco, nueces y masitas.

–(En un transporte de alegría) ¡Viejo lindo! ¿Y de dónde lo sacastes?

–D. Bernardo el barbero me dio la noticia esta mañana: allí está el hermano; preguntamos por él y nos colamos.

–¿Pero qué es?

–Un casorio: un herrero con la hija de una lavandera.

–Y ¿qué tal es la novia?

–¡Qué ha de ser! ¡Una tarasquita de a peso y sin cola!

–¡Ay, compadre!... Me parece estar meneando las de bailar.

–Y yo pegándole al morfis.

–Pero, decime: ¿son todos grébanos los de la farra?

–Sí: sineisi.

–Me gusta: cuando se suben a la parra bailan el peringundín con la botella en la mano.

–(A voz en grito). ¡Vivan los seneisis!

–¡Vivan los feligreses que hacen farra!

Se toman del brazo y se ponen en marcha.



Este diálogo lunfardo se publicó por primera vez, sin firma, en el diario La Nación de Buenos Aires el 11 de febrero de 1887. Su autor, el periodista Juan A. Piaggio, lo incluyó luego en su libro Tipos y costumbres bonaerenses, de 1889.

Allí anota que "para escribir este artículo recuerdo que me vi obligado a confeccionar un pequeño diccionario de argentinismos del pueblo bajo, que siento no poder publicar, a causa de haberlo perdido. Él daría la acepción de muchos términos que quizás no puedan adivinarse sino por los porteños, y no por todos, sino por los muy porteños".

El artículo de Piaggio es doblemente importante a la hora del estudio del lunfardo. Primero, porque su recreación del diálogo de estos dos probables muchachotes del arrabal finisecular es la primera obra de la que puede decirse que pertenece a la literatura lunfarda (si prescindimos de los versos escritos por un preso que reproduce Lugones en uno de sus artículos: Estando en el bolín polizando (sic) / se presentó el mayorengo: / "A portarlo en cana vengo. / Su mina lo ha delatado").

Segundo, pero no menos importante –esto también es decisivo, y a fin de cuentas el orden es meramente azaroso–: se trata de la tercera referencia documental sobre el lunfardo, luego de la nota anónima publicada en La Prensa el 6 de julio de 1878 y de los dos artículos de Benigno Lugones, dados a conocer el año siguiente en La Nación.

La tercera, sí, pero la primera que no considera a estas voces la "lengua propia" de la cofradía de los ladrones ni el "caló de los ladrones". Muy por el contrario, las presenta como el "caló porteño", y la aclaración entre paréntesis, callejeando, no deja dudas: el ámbito en que se pueden encontrar en 1887 voces como bobo, mina, tano o batuque no es la cárcel, ni una comisaría, ni la guarida de unos malhechores que planean su próximo golpe. Su medio ambiente es la calle, la cotidiana conversación informal.

Quizá no sea exagerado afirmar que estos jóvenes son los antepasados de otros jóvenes de los arrabales, los que hoy día comparten una cerveza en un kiosco o en una esquina. Ni aquellos ni estos son delincuentes: aquellos los desprecian; estos podrán fluctuar entre la tolerancia, la comprensión y la ilusión de un futuro dudoso, pero futuro al fin… Aunque profundizar en esto nos desviaría grandemente del tema.

Como se ha dicho, algunas de las voces referidas por el anónimo y por Lugones, y también por Piaggio, nada tienen que ver con el oficio delictivo: escabio, vento, morfi, entre ellas. No integran el habla de sus usuarios por su condición de ladrones (los compadritos de Piaggio no lo son, pero sin duda habrá habido otros que sí lo fueron); más bien, forman parte del léxico de esas personas en cuanto habitantes de unas coordenadas sociotemporales, geográficas y culturales determinadas.

Si Lugones o el cronista anónimo (y Dellepiane y Drago, después) hubiesen escuchado esas palabras llamativas en boca de improbables tuneadores de autos (más bien, de carruajes…) o de gamers decimonónicos, y las hubiesen hecho públicas en una nota periodística no sobre la inseguridad, sino sobre estas anacrónicas actividades, quizá el prejuicio con respecto al lunfardo (¡aún hoy!) no sería "es el habla de los ladrones", sino que se lo vincularía con otros quehaceres.

La asociación entre pobreza y delito es fácil y viene de lejos. Sin embargo, hace casi 120 años que Juan Piaggio, por convicción o por intuición, dio el primer paso para demostrar que ya en aquellos tiempos ese vocabulario naciente que se llamó lunfardo no era una jerga secreta, usada en lúgubres calabozos, sino que florecía a plena luz, en la boca de los jóvenes suburbanos.

Todas las actividades tienen sus jergas, y algunas de sus palabras, por diversos motivos, trascienden ese ámbito y llegan a la jerga general que es propia de todas las grandes ciudades. La de Buenos Aires y sus alrededores, que originalmente alcanzan a Montevideo y Rosario, y que se ha extendido al resto del país e incluso al exterior por el poder de los medios de comunicación, tiene una particularidad: surgió en el momento fundacional de Buenos Aires como megalópolis.

En ese amasijo cultural y humano, como revela la pintura costumbrista de Piaggio, se emplean simultáneamente voces inmigradas, del español familiar, vulgarismos y modismos populares. Y no todas nos transmiten la intención de las palabras lunfardas: los rabiolis, ahora llamados ravioles (aunque el DRAE los ignore), no resuenan del mismo modo que el vento o el escabio. Aun habiendo llegado ambas de los barcos, una pertenece al habla general; las otras las usamos, como aquellos muchachos, en la informalidad de la conversación diaria.