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LOS LÍMITES DEL LUNFARDO

Por Oscar Conde

Ponencia presentada en las Jornadas Académicas "Hacia una redefinición de lunfardo", organizadas por la Academia Porteña del Lunfardo los días 3, 4, y 5 de diciembre de 2002

[...] no entiendo por qué es más propio robar que afanar. Por hábito, bah... Lo que sucede es que hay palabras feas y palabras lindas. Y yo utilizo las que me gustan por su sabor rotundo, pictórico o dulce. Las hay amplias, curvas, melosas, dolientes. Y si mi país, cosmopolita y babilónico, manoseándolas a diario, las entiende y yo las preciso, las enlazo lleno de alegría. Nuestro lunfardo tiene aciertos de fonética estupendos. Me hacen gracia esos que creen que los idiomas los han hecho los sabios. Si la necesidad de un pueblo es capaz de crear un genio, ¿cómo pretenden que se detenga en la creación de una palabra que le hace falta?

Enrique Santos Discépolo

Gobello inicia su Aproximación al Lunfardo con esta afirmación: “El principal propósito de mi librito Lunfardía era el de arrebatar el lunfardo de la jurisdicción de la criminología para aproximarlo a la lingüística” (Gobello 1996: 9). Aunque en gran medida aquella aspiración se vio cumplida -sobre todo a partir de la creación de esta Academia, que está cumpliendo este mes su cuadragésimo aniversario-, no deja de asombrarme que todavía los límites del lunfardo permanezcan tan difusos, que se propongan tantas definiciones y recortes contradictorios y sea mucha la gente que no sabe exactamente de qué se trata.

Me propongo aquí en primer lugar delimitar conceptualmente el lunfardo y a continuación definirlo, a fin de hacer una propuesta concreta respecto de cuáles términos, a mi juicio, deben considerarse parte de su repertorio y cuáles no.

A partir de la bisagra que constituyó Lunfardía, el concepto de «lunfardo» ha cambiado sustancialmente con relación a los tiempos de Benigno Lugones, Dellepiane y Villamayor. A pesar de ello, prestigiosos autores y hasta lingüistas (Borges, Etchebarne, Clemente, Lavandera, Fontanella de Weimberg) han seguido sosteniendo el carácter delincuencial del lunfardo. Aun cuando algunos reconocen que habría dos momentos. En esa línea, incluso nuestro Enrique del Valle definió al lunfardo como “la lengua orillera del Gran Buenos Aires [...] de cuyo vocabulario han pasado a la lengua común del pueblo buen número de palabras [...]” (Gobello-Payet 1959: 50). De modo semejante, aparece definida nuestra palabra en el reciente Diccionario del Español Actual de Manuel Seco: “Jerga popular, originariamente de maleantes, típica de Buenos Aires y extendida por los países del Plata” (Seco-Olimpia-Ramos 1999: 2.891).

Creo yo que al respecto hay dos problemas distintos: en primer lugar, deberíamos determinar si en efecto el lunfardo tuvo su origen en el mundo ladronil y, en segundo término, si es lícito o no usar esta palabra para darle nombre al repertorio léxico popular de Buenos Aires.

A la primera cuestión respondo contundentemente: según lo entiendo, el lunfardo no es –ni lo fue nunca– un vocabulario delictivo ni carcelario. Por deformación profesional, sus primeros estudiosos (criminalistas o policías) le adjudicaron erradamente ese pecado original. El archicitado artículo “Caló porteño”, publicado por Juan Piaggio el 11 de febrero de 1887 en La Nación, ya evidencia el error, al presentar a dos jóvenes y humildes compadritos –pero no delincuentes–, chamuyando en lunfa, y utilizando voces como mina, tano, chucho, batuque, morfi, escabiar y vento, todos ellos términos perdurables hasta hoy, ninguno de los cuales constituye un tecnicismo propio de una jerga delictiva. Así como el tango no fue una creación de marginales, a pesar de lo que se ha dicho tantas veces, tampoco lo fue en mi opinión el lunfardo. Aunque, es justo decirlo, sin ser una creación de marginales, el lunfardo es desde el punto de vista lingüístico, un habla marginal, en el sentido de que, término por término, se opone a la lengua estandarizada.

En lo que atañe a la segunda cuestión se me hace evidente que la Academia Porteña del Lunfardo se llama así porque se ha propuesto el estudio del lenguaje utilizado por el pueblo, y no el estudio de la jerga del bajo fondo ni el de un corpus cerrado en 1920 –como propuso aquí mismo el doctor Barcia–. De modo que cuando hoy decimos «lunfardo» está claro que aludimos al habla popular porteña, del mismo modo que si coloquialmente usamos grela está claro que queremos decir ‘mugre’ y no ‘mujer’. Sin embargo, no está de más recordar que esta confusión se ha dado con las grandes hablas populares del mundo, identificadas en su origen –a veces con razón (como es el caso del argot francés) y otras sin ella– con el mundo de la delincuencia. Creo yo que Dellepiane –autor del primer léxico publicado como tal– y sus continuadores han tomado al argot como modelo y llamado «lunfardo» a algo que excedía en mucho lo que ellos pretendían describir: porque terminaron compilando un léxico que no únicamente utilizaban los chorros, sino una amplísima base perteneciente al populus minutus, donde naturalmente también estaban –y están– incluidos los delincuentes. No fue y no es el lunfardo un tecnolecto ni una jerga profesional. A lo sumo podría pensarse que se aproximó, en sus orígenes, a un sociolecto, esto es, un conjunto de formas (constituidas como variaciones sistemáticas) que una parte de la comunidad lingüística de Buenos Aires y sus alrededores, socialmente distinguible del resto, utilizaba para comunicarse entre sí, manteniendo diferencias identificables con el dialecto de la comunidad, es decir, el castellano rioplatense.

De todos modos, a los efectos de estas jornadas, tal vez tampoco tenga tanta importancia lo que el lunfardo ha sido, sino puntualmente lo que hoy es. En consecuencia, la cuestión debe encararse con un criterio diacrónico, ya que, como ha escrito Teruggi, “la génesis de un argot no puede ni debe ser el único criterio para juzgarlo, con omisión de su posterior desarrollo” (Teruggi 1974: 11.).

El lunfardo ha tratado de ser definido diversamente. Entre tantas, me gustan mucho, aunque no sean muy técnicas, unas palabras que Gobello escribió en 1959: “Ya no llamamos lunfardo al lenguaje frustradamente esotérico de los delincuentes sino al que habla el porteño cuando comienza a entrar en confianza” (Gobello-Payet 1959: 7). Treinta años después el propio Gobello ensayó otra definición, más amplia y descriptiva, y mucho más precisa también:

repertorio léxico, que ha pasado al habla coloquial de Buenos Aires y otras ciudades argentinas y uruguayas, formado con vocablos dialectales o jergales llevados por la inmigración, de los que unos fueron difundidos por el teatro, el tango y la literatura popular, en tanto que otros permanecieron en los hogares de los inmigrantes, y a los que deben agregarse voces aborígenes y portuguesas que se encontraban ya en el habla coloquial de Buenos Aires y su campaña, algunos términos argóticos llevados por el proxenetismo francés; los del español popular y del caló llevados por el género chico español, y los de creación local (GOBELLO 1989: 15-16).

Esta definición analítica es casi perfecta. No obstante, le falta, a mi juicio, un elemento esencial: dejar establecido que este no es un vocabulario cerrado, ni un fenómeno de tiempos idos, sino que tiene completa actualidad, dado que, una vez concluida la oleada inmigratoria europea, se vio –y se ve– ampliado generosamente con palabras provenientes de diversos ámbitos, casi todas ellas de creación local, la mayoría sobre la base del español. Pero hay todavía una tercera definición de Gobello, de sintética claridad, en la que agrega un nuevo elemento lingüísticamente definitorio. En 1996 nuestro maestro definió al lunfardo como un “vocabulario compuesto por voces de diverso origen que el hablante de Buenos Aires emplea en oposición al habla general” (Gobello 1996:43).

Esta oposición es precisamente lo que permite asociar al lunfardo con otras hablas populares del mundo, como el cant inglés, el gergo italiano, la giria brasileña, el slang norteamericano o el Rotwelsch alemán. En casi todos los idiomas existe un vocabulario de este tipo. Todos ellos son repertorios léxicos creados por el pueblo al margen de la lengua general, pero que básicamente se componen de términos que pertenecen a esa misma lengua. El lunfardo es, comparado con ellos, un fenómeno lingüístico único. Porque, si bien es cierto que son lunfardismos muchos términos tomados del español, pero usados con otro significado –como empaquetar (‘engañar’), azotea (‘cabeza’) o alpiste (‘bebida alcohólica’)–, lo que distingue al lunfardo es la extraordinaria cantidad de términos provenientes de otras lenguas distintas con los que se fue conformando. Es ya clásico que se citen habitualmente como ejemplos de lunfardismos palabras de origen itálico, como laburar, biaba, fiaca, yuta. Hay cientos.

Pero también hay lunfardismos (y no son pocos) tomados del caló de los gitanos españoles –como gil, chorear o pirobar–, de diversos afronegrismos traídos a América por los esclavos –como fulo (‘enojado’), marimba (‘golpiza’) o quilombo (‘prostíbulo’, ‘desorden’)–, o bien lusitanismos –como chumbo o tamangos–, o anglicismos como dequera (‘cuidado’) o espiche (‘discurso’), e incluso alguna palabra derivada del polaco, como papirusa (‘mujer hermosa’).

En las definiciones referidas, Gobello pone el acento en el hecho de que el lunfardo está formado originariamente y en un alto porcentaje por términos inmigrados, es decir, traídos al país por la inmigración europea, pero no deben olvidarse las sucesivas migraciones internas hacia la ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires, que tuvieron lugar en la Argentina durante todo el siglo XX y las más recientes procedentes de los países limítrofes. Así es como el lunfardo recibió el aporte de no pocos indigenismos, como los quichuismos pucho (‘colilla’), cache (‘de mal gusto’) o cancha (‘habilidad’); términos procedentes del náhuatl, como camote (‘enamoramiento’), o tomados del guaraní, como matete (‘desorden’).

Bueno, y después de tanta cosa, ¿cómo defino yo este modo de expresión popular? El lunfardo es un repertorio léxico integrado por términos y expresiones utilizados en abierta oposición al vocabulario canónico de la lengua española y difundido hoy transversalmente en todas las capas sociales del territorio rioplatense. Este vocabulario, claro está, no constituye de por sí una lengua o idioma, pues su flexión y su sintaxis se corresponden con las del español.

Hasta hace unos años yo añadía que estos vocablos y expresiones –salvo excepciones históricas, como otario, pibe o compadrito– no se encuentran registrados en los diccionarios del español corriente. Ya no es tan así. El diccionario de la Real Academia ha introducido en su última edición varias decenas de términos del lunfardo, como berreta, falopa, tortillera o ñoqui. Sin embargo, la inclusión de estos en el diccionario académico en modo alguno puede modificar su innata condición de lunfardismos.

Ahora bien, una vez definido qué entiendo por lunfardo, pasemos a delimitarlo, pues naturalmente el lunfardo tiene sus límites. Porque hay, en este punto, divergencias importantes y es crucial analizarlo a fondo; de lo contrario, se corre el riesgo de considerar lunfardos a términos que a todas luces no lo son, como se da en algunos diccionarios (por ejemplo, los de Adolfo Rodríguez y Enrique Chiappara). ¿Qué términos no deben ser considerados lunfardismos? Son para mí cuatro grupos de palabras los que no pueden incluirse dentro de este corpus. Veamos cuáles son:

1. Un primer grupo –normalmente pasado por alto– es el de los pseudolunfardismos. Como se sabe bien, muchísimas palabras consideradas popularmente lunfardas no lo son. Se trata, en cambio, de vocablos de la más rancia estirpe española, y que, como tales, aparecen en el diccionario académico. Los ejemplos son incontables, pero elijo algunos: espichar ‘morir’, fiambre ‘cadáver’, castañazo ‘puñetazo’, plomo ‘persona pesada y molesta’, pollo ‘escupitajo’, mechera ‘ladrona de tiendas’, tranca ‘borrachera’, descolgarse ‘decir o hacer una cosa inesperada’, aportar ‘llegar’, lanzar ‘vomitar’, o las expresiones de buten ‘excelente’ y al pelo ‘a punto’.

2. Un segundo grupo de palabras que no deben ser confundidas con lunfardismos son los americanismos, es decir, palabras que son utilizadas en gran cantidad de países latinoamericanos, como por ejemplo mordida ‘fruto de cohechos o sobornos’, chivarse ‘enojarse’, pitar ‘fumar’ o rumbear ‘encaminarse’.

3. En tercer lugar se cuentan los hápax (del adverbio griego apax ‘una sola vez’). Son vocablos que, si bien podrían ser lunfardismos porque ocasionalmente algún poeta lunfardesco se ha servido de ellos en su obra, no obstante la comunidad lingüística ni usa ni reconoce como tales. Por ejemplo, en uno de sus poemas Iván Diez usa tin por ‘equipo’ y Daniel Giribaldi hace lo propio con telefunque por ‘teléfono’. Aunque no son términos indescifrables, su intención lúdica no ha llegado a hacerse carne en la comunidad lingüística, que no los utiliza. Casi entran como elementos a ser considerados dentro de un idiolecto, categoría que describe el dialecto particular de una única persona.

4. Por último, tenemos las palabras –habitualmente procedentes de la lengua inglesa– de uso internacional. Dentro de este grupo cada vez más creciente, existen dos clases de términos internacionalizados, que deben distinguirse unos de otros:

4.1. Por un lado están aquellas palabras que describen nuevas realidades ligadas a los avances tecnológicos. En este sentido, a partir de vocablos del inglés se vienen formando diversas voces, adaptadas a la morfología de nuestra lengua, como chateo, faxear, escaneado o mailear, completamente extendidas en el español peninsular y en otras comunidades hispánicas de América, en virtud de lo cual no pueden ser considerados lunfardismos.

4.2. Por otro lado, permanentemente nos encontramos con vocablos procedentes de los mundillos de la moda, los medios, el comercio y la música que los hablantes directamente pronunciamos e incluso escribimos en su lengua de origen. Ejemplos de lo que digo podrían ser gay, blooper, reggae, e-mail, zapping o fashion. Claramente son términos de la lengua inglesa. Dado que estas palabras se utilizan con el mismo sentido que en ella, y que además se han generalizado a lo largo y a lo ancho del mundo –por eso digo que son términos internacionalizados–, de ningún modo pueden ser considerados lunfardismos.

Está muy bien que la Academia Porteña del Lunfardo, por ocuparse del habla de Buenos Aires, estudie voces y expresiones como marketing, free-shop, delivery o reality show. Incluso alguna vez, como ocurrió recientemente con outlet, se encuentre que el término importado está asumiendo un sentido distinto del original –en cuyo caso, sí podría pasar a integrar lo que llamamos lunfardo–. Pero el hecho de que nuestra Academia las estudie no convierte automáticamente a estas palabras inglesas en lunfardismos.

Para ir terminando, quisiera agregar que es evidente que este repertorio funcional rioplatense, definible por oposición al habla general, ha tenido en las últimas décadas, gracias a los medios de prensa y comunicación, una difusión extraordinaria por todo nuestro país.

Tal expansión del repertorio lunfardo fuera del ámbito de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores fue entrevista –y, si se quiere, prevista– por Juan Piaggio en su mencionado artículo de 1887, donde se refiere a las voces lunfardas como “argentinismos del bajo pueblo”. El propio Teruggi califica de “indetectable” la diferencia entre lunfardismo y argentinismo. Personalmente, no tengo ninguna duda de que todo lunfardismo es un argentinismo, pero de ninguna manera podría aceptarse la viceversa. En cada provincia argentina se utilizan en la vida de todos los días términos de creación local, en muchos casos deudores de sustratos lingüísticos aborígenes, que indudablemente son argentinismos, pero no lunfardismos.

De todos modos no siempre resulta sencillo, frente a un vocablo cualquiera, precisar la diferencia entre argentinismo y lunfardismo.

En resumidas cuentas, una palabra sólo puede ser considerada lunfarda si cumple con ciertas condiciones. Para las palabras de la lengua castellana, la regla debe ser: si la voz castellana se usa entre nosotros con un sentido distinto, es un lunfardismo; por el contrario, si se usa con el mismo significado que en el resto de la comunida hispanohablante, claramente no lo es y, por lo tanto, pertenece al español estándar.

Finalmente, una vez expurgados los pseudolunfardismos, la palabra candidata a lunfardismo no debe ser ni un americanismo, ni un término de ocurrencia única o hápax ni un vocablo internacionalizado. Pasada esta prueba de fuego, podemos estar seguros de que faso, bulín o lungo seguirán siendo lunfardismos, pero también lo serán bardear, partusa, ponja o camuca.

A pesar de lo que digan los puristas, una palabra solamente nace cuando el hablante no tiene otra mejor para expresar lo que quiere decir, y los lunfardismos no escapan a esta ley.


Bibliografía:

CONDE, Oscar (1998). Diccionario etimológico del lunfardo, Buenos Aires, Perfil.

GOBELLO, José (1996). Aproximación al lunfardo, Buenos Aires, EDUCA.

GOBELLO, José (1989). El lunfardo. Buenos Aires, Academia Porteña del Lunfardo.

GOBELLO, José y Luciano PAYET (1959). Breve diccionario lunfardo, Buenos Aires, Peña Lillo.

SECO, Manuel, Andrés OLIMPIA y Gabino RAMOS (1999). Diccionario del Español Actual, Madrid, Aguilar.

TERUGGI, Mario (1974). Panorama del lunfardo, Buenos Aires, Ediciones Cabargón.