Para ir a la página principal, haga clic en la URL: http://geocities.ws/lunfa2000


Artículos de Beningo B. Lugones

"LOS BEDUINOS URBANOS"
(Bocetos policiales)

por Benigno B. Lugones, publicado en La Nación de Buenos Aires el 18 de marzo de 1879



La sociedad, o para precisar mejor, los hombres honrados, viven bajo la acechanza constante y perenne de una fracción de individuos que, siendo una minoría numéricamente insignificante, dominan la inmensa masa de las poblaciones, apropiándose –para vivir– lo que otros han ganado.

Esos hombres en quienes toda noción de moral está borrada, ahogada por el más sórdido egoísmo, por la más estúpida negación del buen cálculo de la vida, esos hombres –decimos– constituyen una población flotante que refleja una parte del carácter nacional, pero que tiene uno sui géneris, adaptado, como es natural, a las condiciones y circunstancias del ser en quien se encarna.

Se engañaría quien creyera que ese tipo no tiene a su vez una parte de influencia sobre el carácter de la sociedad en que vive y se desarrolla: el estudio de nuestra propia etnografía sería, pues, incompleto, si él faltara en el vasto cuadro de aquella.

Si al punto de vista sociológico es útil la pintura de sus hábitos y costumbres, no lo es menos al punto de vista de la seguridad individual, en cuanto se refiere a la integridad de las fortunas y la vida de las personas, que puedan ser víctimas –aquellas y esta– de ataques directos, ocultos y desgraciadamente no castigados con el debido rigor.

¿A quién no interesa seguir al ladrón en sus manejos habituales para robar, en la manera de esquivar las penas judiciales y en los hábitos de su vida privada? Si la policía, que conoce todo eso, transmite al pueblo sus conocimientos, ¿no se habrá ayudado a sí misma, mostrando los peligros, para que sean evitados por los mismos que van a caer en ellos?

¡Felices si podemos mostrar aunque sea una pequeña parte de esa comedia de magia que representan diariamente con injuria de las leyes, y en detrimento de grandes intereses, los miserables que viven la vida de la infamia!

Hablemos un momento el caló de los ladrones, sigámoslos en sus maniobras, descubramos la estrategia que les es propia, mostremos la táctica cuyas reglas sirven para apoderarse del bien ajeno y –aun cuando sea por el vidrio roto de una ventana o el agujero de una llave– miremos y observemos el hogar doméstico de un ladrón, el nido de aves de rapiña que lanza hoy el animal adulto y prepara los pichones para lanzarlos mañana sobre la vida y la hacienda del que trabaja.

* * *

La acción de apoderarse de lo ajeno contra la voluntad de su dueño puede ejecutarse por medios muy diversos, según procederes variables al infinito, con arreglo a cada caso particular; pero toda especie de robo puede relacionarse a dos grandes clases: el robo propiamente dicho y la estafa.

Abandonemos esta última para otra ocasión, y ocupándonos solo de aquel, sigamos subdividiendo para clasificar, según lo han hecho ya los lunfardos (ladrones)1.

1° Robo en que el ladrón saca los objetos del bolsillo del robado: punga.

2° Robo en que el ladrón entra a una casa o edificio para hacer el trabajo: escrucho2.

3° El salteamiento, en que el ladrón ataca armado en calles, plazas, caminos o casas abandonadas: beaba.

En el ejercicio de este arte, como en el de la medicina, hay talentos generales que abrazan todas las ramas: son los lunfardos a la gurda, maestros reconocidos, que solo hacen trabajos de mucho valor.

Pero hay inteligencias que se especializan: de ahí que haya lunfardo que se dedica exclusivamente a las pungas: el punguista; o al escrucho, el escruchante, o a las beabas, el beabista.

Entre estos especialistas hay muchos que hacen trabajos michos y a la gurda (insignificantes y de valor) y otros que solo se dedican a trabajos a la gurda, despreciando los michos, como indignos de sus aptitudes y seriedad.

* * *

El punguista es, en general, cobarde; viste siempre bien y jamás anda solo, aun cuando lo aparente, por el hecho de no llevar persona alguna a su lado. Diez o doce pasos tras él va su compañero, de manera que cuando da golpe (roba) la punga se la pasa al acompañante, y en caso de ser a la gurda, a más de un cofrade, pasando en ocasiones por cuatro o cinco manos.

Para ser buen punguista es preciso ser inteligente, vivo, astuto y regularmente educado.

Tres punguistas se unen para chacar a un otario (robar a un zonzo); uno le da conversación, otro le roba y el tercero guarda la punga y espianta (se va).

Durante toda esa maniobra, los lunfardos fingen no conocerse.

Cuando en una reunión pública se producen aglomeraciones de gente, y olas de personas chocan por pasar en distinta dirección por un mismo paraje, el agente de policía inteligente va al sitio del desorden, seguro de encontrar a seis o siete punguistas que generan y fomentan el barullo y la confusión para trabajar.

En los tramways y ferrocarriles, aprovechando días de funciones que ocasionan afluencia de gente, los punguistas trabajan a la gurda, y entre otros de los medios que usan para robar, no es el menos ingenioso el siguiente:

Al ir a subir o bajar un pasajero, el punguista coloca su pie en el estribo para que aquel lo pise; la persona que va a ser robada, el otario, no ve esa acción, pisa fuerte, y cuando nota lo que ha hecho, se sorprende de su torpeza, da un salto o ejecuta un movimiento hacia atrás, encogiendo el cuerpo al mismo tiempo que presenta sus excusas: en ese mismo instante, aprovechando la distracción ocasionada por la sorpresa y aquellos movimientos del otario, el punguista le refila el bobo o la música (el reloj o la cartera).

Para las señoras y los ancianos, los medios varían, y el más común es el que pasamos a exponer, sencillo y más ingenioso que el anterior, pero que requiere mayor ligereza de manos en el punguista.

Dos lunfardos se colocan en la plataforma trasera y en la delantera uno, que va como al descuido, colgado de la correa del timbre.

El otario hace parar el carruaje, camina hacia la plataforma, y cuando va a poner un pie en el estribo, el lunfardo que va adelante toca la campanilla: el cochero, engañado por el campanillazo, suelta el brek, los caballos arrancan, y el otario da un traspié(s) cayendo en brazos de uno de los lunfardos, que lo sostiene y le ayuda a bajar cuando el coche vuelve a parar: la punga ya está hecha.

En una función de iglesia, donde hay muchas personas, una mujer se desmaya: la gente se aglomera a su alrededor, hay empujones, codazos, pisotones, etc., a cuyo favor los punguistas trabajan. Es la mina (mujer) de un lunfardo, que en combinación con su bacán (hombre) se finge enferma para atraer otarios.

La mucama de una casa rica va por la calle llevando un regalo de valor; un hombre la asedia con requiebros amorosos, a poco de andar encuentra un ebrio que se cae sobre la mucama, echándola por tierra con el regalo; cuando la mujer se levanta, su galán y el regalo han desaparecido.

De noche, un ladrillo o una tabla cae sobre dos personas que pasan por la vereda: una de ellas es lastimada o al menos golpeada, es el otario; la otra ofrece su ayuda y levanta al lastimado, es el punguista.

Cuando la venta de billetes de lotería no era clandestina, como en la actualidad, había billeteros punguistas que detenían y entretenían a los transeúntes para que sus compañeros apreciaran sobre poco más o menos la cantidad de ferros (pesos) que un presunto otario llevaba en la música.

Es casi inútil citar los casos en que un lunfardo arroja a los ojos de un transeúnte un puñado de pimienta y le arrebata lo que lleva en las manos.

Era antes muy usada por los punguistas una especie de tijera de plegar, encorvada en la punta, para tomar con ella, como si fuera pinza, los objetos que un otario llevaba en los bolsillos.

Para cortar bolsillos, usan tijeras de acero muy afiladas y excesivamente apretadas, pero con mucho aceite; para cortar las cadenas de los relojes emplean un instrumento llamado cortauñas, que emplean también los joyeros y los pedícuros, aquellos para cortar alambres y estos para lo que el nombre del instrumento indica.

La mano es la mejor herramienta del punguista, que suele emplearla a veces para sacar un reloj y romper la cadena, apretándola o tirándola entre los dedos.

En general, si el punguista está a la derecha de otario, le roba con la izquierda, y viceversa, si está a la izquierda, lo chaca con la derecha.

Un caballero inglés vestía, en un 25 de Mayo, un pantalón con bolsillos atrás y jaquet muy corto de faldones. Pasando por frente a la Municipalidad, un amigo suyo que estaba allí parado vio que le habían puesto cola; lo llama, se lo avisa, y el caballero se mira, o más bien se hace mirar: no era cola lo que llevaba colgando: era la trasera del pantalón que los punguistas le habían cortado a tijera para que el dinero cayera al suelo. Iba, pues, el caballero inglés sin cola, pero también sin un centavo.

* * *

El escrucho, el robo dentro de las casas, exige cierta presencia de ánimo, mucho de atrevimiento en el que lo ejecuta y alguna inteligencia en el que lo dirige; no es trabajo para otarios (zonzos) porque la combinación de un golpe a la gurda, bien premeditado, requiere el exacto conocimiento del edificio, de los hábitos de las personas que lo ocupan, del mueble o muebles en que está el dinero y de la vigilancia policial que haya en el paraje donde está ubicada la casa.

Los escruchantes más terribles son los italianos, que están constituidos en pequeñas asociaciones de mutua protección, especie de alianzas ofensivo-defensivas entre quince o veinte lunfardos, que depositan en una caja común el producto de sus trabajos, sin que –cosa rarísima– jamás se roben los unos a los otros.

Los escruchantes argentinos, orientales y españoles son tan arrojados como brutales en sus procederes. Andando michos (pobres) pasan por una casa cuyas ventanas están cerradas: uno se detiene y golpea fuertemente; si abren pregunta por sí mismo; si no abren después de nueve o diez golpes, mete la chúa (llave) en la cerradura, abre y entra.

Una vez dentro de la casa tantea las chancletas (puertas), las golpea, y si no hay signos de gente en los bolines (cuartos), abre aquellas y registra todos los muebles.

Los escruchantes extranjeros poseen planos de cada sección policial, indicando las paradas de los vigilantes, cabos, sargentos y oficiales, la comisaría, las casas de los empleados de policía, los establecimientos públicos, y, lo que es más notable todavía, la indicación exactísima de la hora y día en que tal oficial entra de cuarto, a qué hora sale, quién lo reemplaza, si es guapo, si es flojo, si tiene o no buen sargento, si cuida o duerme durante sus servicios, en qué negocios acostumbra a entrar estando de servicio, etc.

Antes de hacer un escrucho, y muy especialmente si es a la gurda, los lunfardos extranjeros organizan, sobre la casa que tienen en vista, un servicio de espionaje, para vigilar aquella y la policía del distrito.

Esos servicios se hacen por turnos: de tal a tal hora fulano está de campana (espía); expirado aquel tiempo, viene otro a reemplazarlo, después un tercero releva al segundo, y así sucesivamente.

Estos espionajes suelen durar dos o tres meses; en ocasiones es necesario que un lunfardo requiebre a la mina del servicio doméstico o que por lo menos se ponga en relaciones con la cocinera o algún sirviente, que sin sospecharlo le dará datos sobre la topografía de la casa, las personas de la familia, etc.

Los medios para llegar a obtener esa amistad son muchos, y uno de ellos es irse a vivir al mismo conventillo donde vive la cocinera; pero ninguno tan ingenioso como este:

Un lunfardo que desea escruchar en una casa del centro de la ciudad, perteneciente a un potentado que la ocupaba, no podía conseguir ni una mirada siquiera de un mucamo que todo el día entraba y salía a la calle.

¿Qué hacer? Va a una confitería cercana, escribe algo en un papel, vuelve a la esquina, y la primera vez que sale el sirviente lo detiene, le muestra una inmensa cantidad de papeles de a un peso y le exige que por favor o por dinero le lleve esa carta –el papel que había escrito– a la cha, de quien él estaba perdidamente enamorado.

El gallego, por codicia, acepta; lleva la carta, es rechazada, y hete aquí conferencia entre el correo y el lunfardo, que, todo lloroso, le pedía la indicación de un medio cualquiera para convencerla de que obraba mal.

A la noche, el lunfardo vuelve –la familia estaba en el teatro– y con pretexto de ver cuál era y cómo se hallaba arreglado el dormitorio de la niña, entra y recorre toda la casa, explicándole el gallego, pieza por pieza y mueblo por mueble, su uso y destino.

Aquí duerme el zeñoritu; aquí la zeñura y esta es la pieza donde guardan el diñeiro, en aquella caga que parecía de fierru y con ella sesenta y tantos mil pesos!

Los individuos destinados a estos servicios están anotados por sus apodos (los ladrones no se nombran de otro modo), en pequeñas libretas idénticas a las que lleva el brigada de una fuerza de línea, indicando la hora, el día, la casa, que deben ser espiadas o las personas que se debe seguir o hay que tratar de atraerse, y la distribución detallada de todos los servicios, marcando los turnos de cada campana.

En esas mismas libretas suelen encontrarse anotaciones, sobre individuos o familias, muy semejantes a esta:

"N. N. 18.000 ps. de renta, casa propia, casado, duerme en casa de la señora de X., calle... núm... su esposa lo infama con N. N., que entra por la casa de al lado y sale a las cinco de la mañana. La sirvienta es medio zonza, les cree a todos los que la pretendan. El cocinero, que duerme en la casa, es sordo. N. N. es flojo, usa pistola de dos tiros".

En todo escrucho hay por lo menos tres individuos: el campana, que queda convenientemente apostado para dar avisos, y dos escruchantes que entran en la casa a hacer el trabajo.

Es imposible hacer una clasificación, o siquiera una enumeración de los medios distintos de que se valen para entrar en una casa; ellos varían con el género de vida de cada familia, la construcción de la casa, la vigilancia del distrito, la edificación del barrio y de la manzana, etc., etc. Se puede, no obstante, asegurar que el mejor y más seguro es entrar por la puerta de calle con llave igual a la que usan los dueños de la casa.

Para abrir puertas usan llaves iguales, ganzúas, contra-fierros (sic) de acero, diamante corta-vidrios, sierras muy finas y cortas y en ocasiones la daga o el cuchillo, no faltando vez en que de un puñetazo rompen un vidrio y hacen saltar u postigo.

Para abrir un ropero lo acuestan (lo ponen en el suelo con la luna para arriba) e introducen el corta (corta-fierro) en la hendidura de la puerta frente a la cerradura, y sin lastimar en lo más mínimo la madera hacen correr el pestillo, paran el mueble y hacen el trabajo. Los chiffonier sufren la misma operación.

Las cómodas con llave hembra, los escritorios ministros (que pasan por ser el mueble más seguro), no son movidos de donde están; los abren con una horquilla de las que usan las señoras en los peinados.

Las cómodas-escritorios con caja de fierro son abiertas primero con horquilla o ganzúa para bajar la tabla que sirve de escritorio, y la caja de fierro con corta o chúa igual.

El escruchante vulgar registra toda una casa y deja revueltos los muebles y las ropas; no sucede así con el escruchante a la gurda, que va sabiendo o sospechando dónde está el dinero (jamás roba alhajas) y se dirige al mueble de la sospecha. Si acierta guarda el robo y sale; si no acierta registra toda la casa, pero no roba nada aunque no encuentre lo que busca.

La presencia de perros bravos en una casa es una garantía ilusoria contra los ladrones, porque ellos encuentran medios de evitar las mordeduras, sea averiguando el nombre del animal y llamándolo por aquel, robándolo el día en que van a dar el golpe, arrojando a la casa, por sobre el techo, tres o cuatro horas antes del robo, un pedazo de carne embebida en una solución soporífera, que lo adormece por toda la noche, envenenándolos, matándolos de una puñalada, o lo que es más común, peleándolos.

Un lunfardo se envuelve el brazo izquierdo en el saco, se acerca al animal, se deja morder el brazo envuelto y si el animal no se apacigua le asesta en medio de las orejas, con la cabeza del corta o el puño del vaivén (cuchillo) un fuertísimo golpe que lo desmaya. Si el lunfardo erra el golpe se retira y deja el escrucho para otra noche, porque en su sentir aquel es mal augurio.

El escruchante lleva siempre vaivén, bufosa (pistola) o bufoso (revólver) aunque prefiere el primero, porque hiere sin ruido; va dispuesto a matar, pelea siempre con los particulares, en muy raros casos con la policía.

En los escruchos a la gurda, muy a la gurda, los lunfardos espiantan (se van) en una cala (carruaje) que los espera a dos o tres cuadras del sitio en que roban.

En la repartición del robo, si es dinero, o de su importe si no es divisible, observan la más rigurosa igualdad; los escruchantes y el campana obtienen cada uno el mismo toco (parte o porción). Ordinariamente, venden las alhajas en las ropavejerías o montepíos clandestinos, y las dejan fundir, pero son los dueños de las casas en que ellos juegan los que se quedan con la mayor parte de los objetos robados. Los escruchantes inteligentes mandan a Montevideo, Rosario, Río de Janeiro y aun a Europa a vender las alhajas que roban aquí; así como los de aquellos puntos envían las suyas a esta ciudad. Las joyas de las meretrices y lenocinas son en su mayoría robadas y vendidas a ellas por los ladrones.

El beabista, tercera especia de nuestra clasificación, es el más temible de los ladrones, porque ataca en parajes poco poblados, mal vigilados, en las altas horas de la noche o primeras de la madrugada.

Convenientemente embozados para ocultar el rostro, cubiertos generalmente con un poncho de paño, bien armados de vaivenes filosos y largos, con o sin campana, asaltan resueltos a que el desgraciado que cae en sus manos le entregue lo que lleva o a refilarle la beaba (herirlo o maltratarlo).

Los beabistas atacan en grupos de tres o cuatro cuando menos; son valientes, manejan bien el cuchillo, luchan todo lo que pueden cuando encuentran resistencia, y se fugan solo en el caso de sentirse mal heridos o notar que se aproxima gente.

En ocasiones, las calles oscuras o plazas son el teatro de sus hazañas, y en tal caso todos o al menos uno, va vestido de vigilantes.

El beabista no tiene nada de especial; procede como cualquier otro salteador, y no es otra cosa que una reproducción del brigante calabrés, feroz y sanguinario, con las modificaciones de exterioridad a que naturalmente dan lugar la lengua y los hábitos de nuestra capital.

* * *

El punguista que es encanado (preso), estrila (rabia) en los primeros momentos, protesta que es inocente, invoca las leyes y las garantías constitucionales, se muestra soberbio y hasta insolente; pero muy luego los bríos se truecan en mansedumbre que llega hasta el servilismo de la más abyecta delación: el punguista hace revelaciones sobre trabajos de sus colegas para que lo pongan en libertad.

Los escruchantes y beabistas que más fama de valientes gozan, se amilanan ante un oficial de policía que ya conozcan como enérgico, o que se muestre tranquilo y sereno, si no saben quién es, llegando a tal punto el pánico que algunos les inspiran, que viéndolos venir por la calle se vuelven para no encontrarlos.

El más activo e inteligente de nuestros agentes de policía, el Sr. D. Avelino Robledo (hijo), Robledito, como le llaman los lunfardos, es la persona a quien más respetan, y al que quizá jamás le robarán nada. Una noche Robledo tenía que hacer una captura, cerca del 11 de Septiembre; deja su caballo en una esquina, y se va.

Pasa un lunfardo, nuevo en el oficio, repara en que nadie lo ve, monta en el caballo y va a apearse cerca del Parque, en una fonda donde había reunidos muchos de sus colegas.

¡Los lunfardos conocen inmediatamente al animal, avisan al ladrón quién es su dueño y lo obligan a ir incontinenti a devolverlo!

Donde quiera que hay lunfardos reunidos, están jugando al naipe y hay campanasa:

Cuando estos avisan chafo (vigilante), levantan las barajas, y siguen alrededor de la mesa como si estuvieran conversando.

Cuando avisan mayorengo micho (oficial), se dispersan en las mesas de cuarto y fingen canchar o bailar unos con otros.

Cuando avisan mayorengo a la gurda (comisario), la reunión se disemina en toda la casa, un silencio sepulcral sucede a la bulla, las barajas pasan con la rapidez del rayo hasta el fogón de la cocina, y algunos se esconden.

Pero cuando dicen Robledito, cada lunfardo repite espiantá que viene Robledito y se fugan sin que quede ni uno solo en el café, bodegón o lo que sea.

No hay, ni se puede imaginar individuo más cínico que el ladrón: uno de los más distinguidos oficiales de policía, el Sr. D. Pedro Basso, toma un punguista en una reunión pública (doscientas o trescientas personas) en flagrante delito.

El punguista quiere deshacerse de las manos del Sr. Basso, que se ve obligado a derribarlo sobre el pavimento de un puñetazo.

¡El ladrón se levanta y le dice levantando la cara: "No me pegue, señor; de algo tiene que vivir el hombre"!

Un famoso ladrón de los tres géneros es capturado por el Sr. Basso en la 5a sección, cuando hacía seis meses que se le buscaba. El miserable se insolenta, insulta a todos los empleados y hay que hacerlo callar por la fuerza, porque la gente empezaba a aglomerarse en la calle al oír los gritos.

¡Al tiempo de castigarlo, para que no gritara, el ladrón invocaba la Constitución provincial como garantía de su persona!

Otro ladrón es preso y cuando lo llevan a la policía es interrogado por el Comandante Viejobueno:

–¿Usted es el autor de tal robo? –le pregunta.

–¡Usted no tiene derecho para hacerme interrogatorios; ante el Juez competente sabré responder lo que me corresponde! –fue la contestación.

* * *

El ladrón teme a la policía, pero la burla, porque ante la justicia ordinaria hace valer todas las prerrogativas que da nuestra legislación liberal a los procesados; usa y abusa de los artículos 13, 17 y 18 de la Constitución Provincial; sabe probar la coartada; promueve articulaciones sobre incompetencia, declinando de jurisdicción en el caso de su proceso, y sobre todo tienen abogados que se dedican casi exclusivamente a gestionar sus asuntos, lo que se llama en la policía abogados de ladrones, curiales que parecen haber nacido cómplices de los lunfardos y que agotan el caudal de la chicana para sacar en salvo a sus clientes.

* * *

Una de las escenas más dolorosas es la de hacer reconocer un ladrón en una comisaría.

En el momento en que va a salir de servicio un tercio, se hace formar el tercio entrante en el patio, se trae al ladrón, se le para, se le saca el sombrero y el oficial o sargento pregunta a la tropa:

–¿Conocen ustedes a este hombre? ¡Conózcanlo: se llama N. N., tiene tal apodo, es ladrón!

Igual cosa se hace cuando el tercio que deja el servicio viene a la comisaría.

¿Piensa el lector que el ladrón baja la vista o que siquiera se pone colorado?

¡De algo tiene que vivir el hombre!

* * *

Y estos miserables, cuya vida está constantemente en peligro, que son cada uno un enemigo de los demás, que no pueden tener domicilio fijo, tienen en su propia casa el mayor peligro, porque nada amenaza más a un lunfardo que su propia mina.

Cuando alguna de esas inteligencias brillantes –como hay tantas entre los ladrones– compuso la única poesía lunfarda que existe, el primer elemento que usó para su composición fue la escena tan frecuente y conmovedora de la prisión de un ladrón, hecha por delación de su querida, de la que era quizá el único poder capaz de redimirlo:

Estando en el bolín polizando (durmiendo)

se presentó el mayorengo:

–A portarlo en cana vengo,

su mina lo ha delatado.

Benigno B. Lugones

Buenos Aires, marzo 17 de 1879


_________________

1 Las palabras subrayadas que en adelante se encuentren pertenecen, como lunfardo, al caló de los ladrones.

2 Pronúnciese en esta y demás palabras del lunfardo la ch como en la lengua francesa.







"LOS CABALLEROS DE INDUSTRIA"
(Bocetos policiales)

por Benigno B. Lugones, publicado en La Nación de Buenos Aires el 6 de abril de 1879



Consagrado en un folletín anterior a presentar una parte de los secretos del arte de chacar por medios violentos e ignorados al otario, es justo presentar también los de esa parte interesantísima que se llama estafar. En la estafa, el gil (sinónimo de otario) ve los objetos con que va a ser robado, pasea con los lunfardos, a veces morfila (come) y atorra (duerme) con ellos, les revela sus secretos y cuando nota que ha sido chacado, sus amigos están lejos, no quedándole otro recursos que presentarse a la policía a dar cuenta del suceso.

La estafa más sencilla, la más vulgar, pero también la más peligrosa para el lunfardo y que el celo de los Directores del Banco de la Provincia ha hecho casi abandonar, es la de circular billetes falsos.

La mayor parte de las falsificaciones de moneda venía del extranjero y no eran, en ningún caso –aunque estuvieran en la ciudad– los falsificadores quienes circulaban los billetes; eran siempre sus asociados y ayudantes, que salían por la noche a gastar en las casas de negocio y prostitución; en regla general, el individuo que presentaba un billete falso para pagar una cuenta, de día, había sido hecho otario o la persona que le había entregado el billete o billetes ignoraban que eran falsos: los verdaderos circuladores, los criminales, salían por la noche.

Repetimos la palabra billete porque no sucede igual cosa con la moneda metálica falsa, que los ladrones presentan siempre de día, porque presentarla de noche es justamente poner a quien la recibe en la casi imprescindible necesidad de examinarla minuciosamente. De día los comerciantes se contentan con golpearla sobre el mostrador si es mármol o en el suelo si este no es de madera, y como el sonido engaña, la moneda pasa. El individuo que se presenta en casa de un cambista con moneda falsa es un otario; los lunfardos saben muy bien que no se puede engañar a personas cuya única ocupación es vender y cambiar metálico.

El padre de uno de los más temibles lunfardos, español que ejercía la profesión de pintor, fue arrastrado allá por el año 1863 ó 64 a entrar en una falsificación de billetes del Banco de la Provincia; recibió una suma fuerte para circular, no se le dieron las instrucciones necesarias para que ejecutara juiciosamente la operación, y descubrió el asunto, porque dejó de trabajar en su oficio y se presentó de día en los cafés y confiterías a pagar gastos con los papeles falsos. Varios de sus compañeros cayeron presos, él consiguió salir con fianza carcelaria y se fugó a Montevideo, donde ha residido por muchos años.

Después de este género de estafa deben colocarse la que se ejecuta con billetes de 500 reis (moneda brasileña) que se hacen pasar de 500 m$n., y la que se consuma con un billete de 40 centavos fuertes pasándolo por de 40 patacones.

El billete de 500 reis, que cuesta 6 $ 2 rls. en cualquier cambio, se asemeja mucho en el color al de 500 $ y puede pasar como tal en un paraje oscuro, ante la vista de una persona no habituada a ver billetes de 500 $. Las casas en que se hacen esas estafas, las personas que son sus víctimas, tienen tal carácter de indecencia, que la estafa misma es una sucesión de indignidades que no podemos, sin menoscabo de la moral, publicar en todos sus detalles. Bástenos decir que la otaria da generalmente 400 pesos de cambio al lunfardo y que en ocasiones pasa una noche entera al lado de este, sin sospechar que al siguiente día va a encontrarse con un billete de 6 pesos y con 400 ó 100 de menos en su cartera; esto si el lunfardo no le escrucha también las alhajas. Se ve que semejante trabajo es tres veces útil al que lo ejecuta.

La estafa con el papel de 40 centavos fuertes tiene por víctimas a las gentes recién llegadas del extranjero o de la campaña: tales personas no conocen bien la moneda, vienen ávidas de alguna ganancia y son bueno otarios, porque son ingenuas, cándidas y sencillas, muy especialmente nuestros paisanos.

Un hombre de campo que no tiene una casa de familia donde parar, viene a vivir en las inmediaciones de los Mercados, de las Plazas 11 de Septiembre, Constitución, Lorea o Montserrat, en una fonda a la cual llega toda clase de gente. Si el hombre tiene trazas de otario, un lunfardo encuentra el medio seguro de hacer relación con él en la primera o segunda mañana de su llegada y maneja la conversación de tal manera que pronto hablan sobre el pingüe negocio que hay con los billetes del Banco Nacional: el lunfardo le explica que tales billetes se reciben en la Tesorería de aquel Banco con un premio de tanto por ciento, porque ese establecimiento los convierte a la vista, y se lamenta de no tener dinero para atrapar alguno que vaya a salir al campo y quiera vender de esos billetes con pérdida, a causa de lo poco que circulan en la campaña. Después de algunas disgresiones, la conversación termina, el lunfardo espianta, y hay cien probabilidades contra una a que el paisano ha tragado el anzuelo y ansía el encuentro de un tonto que traiga billetes del Banco Nacional.

La misma noche de aquel día o a la mañana siguiente, el tonto se presenta vendiendo uno o más billetes de 40 patacones a 20 $ el fuerte; el paisano, haciéndosele agua la boca, se echa en el negocio, entrega el vento (dinero), y suponiendo que ha engañado al pueblero, cuenta el asunto al fondero, que inmediatamente lo lleva a la comisaría de la sección para explicarle, ante el comisario, lo que ha sucedido.

Se ha visto también –pero no creemos que muchas veces– sacarle a un hombre 950 ferros con un billete de cien. El estafador había cortado de un papel inútil de 100 los dos ceros de una de las cifras y había pegado un cero a la derecha de cada 100 del billete con que iba a cometer la estafa.

El otario no sabía leer y cayó en la trampa porque se contentó con mirar ligeramente las cifras 100.

* * *

Un medio muy común que usan los ladrones para estafar ropa es ir a una casa de negocio, tratar una cantidad de objetos y hacerlos llevar con un peón a tal o cual casa particular que tiene dos salidas; el ladrón toma la ropa, le dice al peón que espere en el zaguán y se sale con aquella por la segunda puerta de la casa, que generalmente da a otra calle.

Dos casas desocupadas de una misma manzana cuyos fondos sean linderos sirven también para el mismo objeto, y muchas estafas se han cometido por ese medio.

El ladrón hace esperar al dependiente en el zaguán de una de las casas, salta las paredes y se fuga por la otra.

Es de notarse que el lunfardo antes que nada ha tenido cuidado de ir a la primera casa, cerrar puertas y ventanas, quitar el papel o papeles que anuncian que está en alquiler y llevarse la lleva que ha tomado en el almacén de la esquina para ver "si le conviene la casa".

Este linaje de estafa no es privativa de ladrones reconocidos; muchos –nótese que decimos muchos– jóvenes que pasan por calaveras, que no tienen fuentes de recursos, que vagan de confitería en café, andan siempre bien vestidos. Esa ropa la consiguen estafando de la manera antes indicada: pasan a causa de que pertenecen a buenas familias como personas decentes; se les ve en bailes, teatros y pascos en unión con la más selecta sociedad, pero no se sabe cuáles son sus habituales ocupaciones: el juego, la estafa, la falsificación.

* * *

Otro género de estafa bastante común es la de los pasajes para Europa a bajo precio, que se ejecuta en pretendidas agencias, expendiéndose pasajes impresos, firmados y sellados para buques a vapor imaginarios. Las firmas y los sellos son falsos y cuando la autoridad acude a la agencia, los estafadores han desaparecido.

Estas agencias tienen corredores que buscan otarios; la agencia, como es natural refila toco (da dinero) a esos corredores, que son muchas veces los instigadores y fundadores del negocio. Ordinariamente es porque algún gil encuentra en la calle a uno de esos corredores, que la policía da con los estafadores.

Cuando en 1875, la profunda conmoción que causó en el país la inversión de clases gobernantes, fue motivo de que abandonara nuestro suelo una inmensa masa de pobladores extranjeros, se estableció en la calle del Buen Orden, cerca de la Plaza de la Concepción, una agencia de pasajes para Europa que vendía los de 3a clase a 30 patacones, debiendo los pasajeros partir el día 20 del mes en que tenía lugar la venta de los pasajes, en un buque imaginario de 3.000 toneladas, apellidado con el simpático nombre de Italia, que iría hasta Nápoles, tocando en Gibraltar, Marsella y Génova.

Llegado aquel famoso 20 (hasta el 19 se vendieron pasajes) los angelitos (sinónimo de otarios y de giles) se agruparon en número de 250 en el muelle de pasajeros. Los empleados de la Capitanía del Puerto descubrieron el asunto y se dio conocimiento del hecho a la policía, pero nada se hizo porque no se estilaba entonces capturar a los ladrones.

* * *

Para estafar a un bacán que es otario cuadro (muy tonto, casi idiota) hay una estratagema que se usa en las plazas o calles solas.

Los lunfardos embrocan (mirar filiándolo) al bacán; uno de aquellos se separa del compañero, pasa delante del angelito, quedando el segundo lunfardo detrás de este.

Cuando el primero ha llegado cinco a seis pasos delante del otario, deja caer un pañuelo que el gil se apresura a recoger, porque el trapo tiene un nudo en uno de los extremos; pero en el mismo momento que el otario se ha bajado a recoger el lengo (pañuelo) el segundo lunfardo lo toca en el hombro y se la para delante mientras el primero espianta a gran prisa, perdiéndose en la primera esquina y sin hacer caso de los llamados que le haga el angelito.

Si el que ha encontrado el pañuelo quería devolverlo a su dueño, el lunfardo lo decide a que no lo entregue y a que se repartan el importe de un zarzo (anillo) de oro con piedra, que va atado en el nudo; si no pensaba devolverlo lo decide también a hacer el reparto con pretexto de que dando cuenta del hecho al chafo que se halla más próximo, va a hacerlo pasar por ladrón.

Establecido ya que se dividirán el anillo encontrado, éntrase a justipreciar la alhaja: esta es una sortija con un agua marina muy brillante, un stras o un simple vidrio muy bien tallado. El lunfardo pondera su belleza y la avalúa en 1.500 o 2.000 ferros. El otario, que ha sido bien embrocado, posee generalmente la mitad de cualquiera de esas sumas o algo menos, la entrega al lunfardo y sigue su camino muy contento.

Si el otario no tiene más guita (dinero) que cien o doscientos ferros, los entrega comprometiéndose a dar después lo demás. El lunfardo acepta el trato y espianta con el cabalete a la gurda (el bolsillo lleno).

El anillo, a fin de cuentas, vale la suma de 40 o 50 y en general ha sido robado días antes.

* * *

Se llama escracho la estafa que se comete presentando a un otario un billete de lotería y un extracto en que aquel aparece premiado con la suerte mayor; la grande, como se dice generalmente; la gurda, como dicen los lunfardos.

El número del extracto que se muestra ha sido generalmente sacado de otro extracto y pegado sobre el primero; pero se han recogido y hemos tenido en nuestras manos extractos impresos, que habían sido hechos imprimir en tipografías del extranjero o de provincias. Unos y otros extractos se llaman preparados.

El estafador detiene al otario y le propone en venta el billete diciéndole que algún motivo poderoso le impide ir en persona a cobrarlo. Cuando el trato es aceptado, generalmente la ganancia propuesta al otario es de 25 % y los lunfardos llevan a veces su audacia hasta acompañar a aquel a la puerta de una agencia, en la cual le informan que ha sido estafado.

Cuando sale a la calle los estafadores han desaparecido.

En 1876 tres ladrones estafaron de esta manera, en tres mil patacones, a un señor recién llegado de la campaña, y mientras hacían el trato uno de los primeros, habilísimo punguista, le refiló el bobo y la marroca (cadena).

El hecho tuvo lugar en la calle de Moreno frente a la Plaza de Montserrat o en la plaza misma, no recordamos precisamente el paraje; sabemos sí con certeza que uno de los estafadores ha muerto hace poco en Río de Janeiro.

* * *

Denomínase espiante la estafa que se consuma mediante algunas libras esterlinas que el estafador muestra al otario, colocadas en ambos extremos de unos paquetitos de papel blanco, rellenos con barras de hierro cilíndricas, del mismo diámetro que un soberano.

En una valijita de cuero se colocan muchos paquetes y cuatro o cinco de los de la capa superior: el estafador propone al angelito venderle una cantidad de libras esterlinas con un ciento por ciento de pérdida en el cambio: el segundo acepta. Entonces van juntos a un paraje solitario, donde el lunfardo, que finge estar apuradísimo porque se le va un tren o por cualquiera otra causa, abre la valijita, saca los dos o tres paquetes preparados, despliega las extremidades de los papeles que dejan ver las libras y al tiempo de volver a doblar el papel, saca las monedas sin que el otario lo vea. Lo demás marcha a maravilla: el ladrón recibe el dinero, da la valija y fuga.

Los otarios de los espiantes se reclutaban entre las personas venidas de la campaña, de las provincias o del extranjero. Estas últimas traen siempre moneda metálica y los ladrones espiaban sus víctimas, las dejaban cambiar su dinero e inmediatamente las atrapaban ofreciéndoles una pingüe ganancia.

El Paseo de Julio era el punto obligado donde los estafadores iban a buscar, para esta clase de estafa, los otarios, y empezando allí el trabajo, lo consumaban en un paraje lejano, llevando al angelito a alguna plaza o casa desocupada.

Es natural suponer que fueran tontos de capirote los que tan tontamente se dejaban estafar, y sin embargo, la experiencia ha demostrado que muchos hombres inteligentes caían en un lazo tan mal urdido; bien es cierto que esos hombres no eran de la ciudad.

Los espiantadores eran capturados muy rara vez cuando se inauguró ese robo, pero la vigilancia que ejercían los oficiales de policía sobre los ladrones que conversaban con particulares, acabó casi por completo con el espiante y el escrucho.

* * *

En la mayor parte de las estafas que hemos relatado, el ladrón conmueve profundamente el ánimo del otario excitando la fibra más sensible de la organización humana: la codicia, la sed del oro.

Pero el caso en que más excitación produce sobre el otario, cuando más lo conmueve, cuando hace palpitar violentamente su corazón y oscilar su ánimo como si jugara con una criatura, es cuando, presentándose como escolasador (jugador), lo hace pasar por todas las emociones del gozo y de la desesperación, quitándole y volviéndole alternativamente montones de dinero, por medio de ganancias y pérdidas que una mano diestra sabe a voluntad producir, según convenga, para no hacer entrar en sospechas –que podrían ser fatales– al que debe, víctima de su avaricia, dejar el todo o una parte considerable del dinero que lleve encima.

Un otario cuadro –un anciano, un joven, un campesino, un extranjero, un miope– no requiere ninguna habilidad, porque con colocar un lunfardo que le vea por detrás las bremas (barajas) y haga las señas respectivas, el juego está ganado.

Puede no irse hasta ese extremo: las bremas marcadas, que un buen escolasador conoce al vuelo, sobran para chacar a un otario y tal es lo que sucede en toda casa de juego con el que cae por primera vez a uno de esos abismos en que se hunden las riquezas y el honor de los hombres.

Si el otario es persona que muestre cierta viveza de espíritu y se sospecha que pueda maliciar la pillería de que va a ser víctima, se le hace poner escabio (ebrio) y en tal estado es el máximum, el non plus ultra del otario cuadro.

Todos los juegos de baraja –especialmente el monte, que es tan usado– se prestan para estafar a un individuo, y las largas veladas de invierno en los garitos, se pasan jugando según la máxima de los jugadores, que gana el que es más pillo.

Leyendo los libros de Eliphas Levi, Robert Houdin1 y Kircher, la imaginación parece recordar espacios fantásticos en que visiones del séptimo cielo musulmán pasan veloces dejando de sí mismas un vago recuerdo. Yo creo que esas fantasías realizables mediante aparatos escénicos de elevadísimo precio no tienen ningún valor ante los juegos de prestidigitación que noche a noche se ejercitan en nuestros garitos o que cualquiera puede ver y admirar en los vagones de segunda clase de los ferrocarriles.

Tallando al monte un buen escolasador, de los que se ocupan en estafar con las bremas, se pone en fingida connivencia con una otario para que este juegue, por ejemplo, al as de bastos.

El tallador baraja, el otario corta, se sacan las bremas y sale el as: el otario juega el as porque su compañero le ha montado en la boca un as. Se sacan las cartas que deciden el juego; es seguro que emboca la carta a que no ha jugado el otario.

Si este es un hombre valiente que se enfurece, toma la baraja, la abre, ve todas las cartas, pero inútilmente, porque aquella que él vio fue sacada de la baraja en el mismo momento en que se la mostraron.

Es entre todos los juegos el más bello la mosqueta, que no lo usan escolasadores decentes, los que viven del juego, sino los ladrones que se fingen jugadores.

La mosqueta se juega con tres barajas pequeñas, de una pulgada de ancho por dos de largo, y requiere cuatro personas: una que talle, dos que jueguen en connivencia con el tallador y un otario.

El que baraja hace de modo que el otario vea entre los dedos pulgar e índice de su mano derecha una de las cartas, y baraja de tal manera que crea que no la ha pasado a la mano izquierda donde tiene las otras dos.

Las tres barajas se depositan sobre el tapete, el otario es preguntado:

–¿Dónde está la carta?

Como no ha visto pasar a la mano izquierda la baraja por la que le preguntan, marca la que ha visto colocar sobre el tapete con los dedos índice y pulgar derechos del tallador: se destapa (se da vuelta) la baraja indicada. El otario ha perdido.

Este juego tiene sobre los demás la ventaja de no necesitar sino tres barajas, ser estas muy pequeñas y presentar la mayor apariencia de legalidad. Es muy usado en los ferrocarriles y hay individuos que no viven de otra cosa. Nos consta que es una invención europea, porque en los vagones del ferrocarril Sud-Este de Inglaterra, que hace el servicio de Dóver a Londres, hemos visto avisos precaviendo a los pasajeros contra los estafadores que proponían un juego igual a la mosqueta porteña.

Un buen estafador no desnuda por completo a su otario, le deja una pequeña suma de dinero; no le gana de pronto; hace pasar el juego por muchas alternativas, perdiendo él mismo como si los eventos de la loca fortuna y no su voluntad guiaran los sucesos y no faltan casos en que presta dinero al que tan tontamente se lo ha entregado.

* * *

Pero la más solemne, la más grave, la más formal estafa, es la guitarra, en que el estafador urde una trama tal que el estafado no puede reclamar contra él porque se vería envuelto en un proceso criminal.

Se llama guitarra la estafa misma y el instrumento que sirve para consumarla: lo que es aquella lo veremos después; lo que es este tratamos de decirlo claramente.

Un sólido, una especie de cajón de bronce muy amarillo, con un mango, semejante al de los secadores de escritorio, en uno de los cabezales del cajón, tal es la guitarra.

El cajón y el mango están divididos en dos partes que se abren como una visagra (sic), merced a unas charnelas de ganchos que hay en uno de los lados.

Abierto el cajón aparecen dos chapas de fierro o bronce que vienen a dar al aparato la forma de dos cajones, unidos por las antedichas charnelas: en medio de cada una de esas chapas hay un agujero redondo y llenándolo, un cuño de libra esterlina ahuecado que representa en uno el retrato de Su Muy Graciosa Majestad y el otro el S. Jorge que lancea el dragón.

Uno de los cuños es inmóvil, el otro puede moverse merced a una palanca que se desliza en el espesor de uno de los lados del mango; cuando se empuja esa palanca el cuño corre por debajo de la chapa y frente mismo al agujero viene a colocarse, dentro del cajón, mediante un mecanismo, un cilindro abierto, que contiene un fuerte alambre enrollado en espiral (un resorte) y cuyo cilindro tiene el diámetro de una libra esterlina y puede recibir una docena de estas.

Así pues, cuando se colocan los soberanos dentro del cilindro y se aprieta la palanca, el cuño corre, el cilindro se coloca delante del agujero y saltan una moneda, dos, tres, las que se quieran, según la voluntad del que maneja el aparato, prolongando o acortando la presión sobre la palanca. Debemos añadir que esta vuelve a su primitiva posición cuando cesa la presión que sobre ella ejerce la mano.

Para ejecutar la estafa, el lunfardo deja la guitarra, la máquina –como la llaman los ladrones vulgares– en casa del que será víctima de la explotación. El estafador deja el aparato sin decir para qué sirve, pero tiene cuidado de excitar sobre él la curiosidad del depositario encargándole que no lo muestre a nadie, que lo esconda y que no lo desenvuelva para verlo.

Al cabo de una semana el ladrón vuelve a la casa cuando ya la curiosidad ha obligado al depositario a ver qué cosa es el instrumento. Aquellos dos cuños, que parecen de acero, le han hecho sospechar que es una máquina para falsificar moneda y sin esperar que el estafador le hable del asunto, rompe sobre él la conversación.

El lunfardo acaba por confesar que la sospecha es fundada, e invita al otario a ir a una casa el mismo día o el siguiente, a ver cómo se hacen las libras, y se va llevando la guitarra.

La cita tiene lugar, y en presencia de varias personas que se hallan en la casa, el lunfardo, o alguno de sus compañeros, echa por un lado de la máquina, medio abierta, una pasta amarilla, que, sin que lo vea el otario, saca por el otro lado. Cierra la guitarra y la coloca sobre una mesa en medio de una cantidad de barras de bronce que parecen de oro y tienen acuñada la palabra PERÚ y a cada lado de esta un cóndor.

Después de diez minutos abre la máquina y salta una libra esterlina caliente; saca dos o tres más; vuelve a echarle pasta amarilla y finge acuñar hasta doce soberanos.

El otario toca las monedas calientes, sale con ellas a la calle, las lleva a dos o tres cambios de moneda donde se las toman en premio porque son de buena ley. Todas esas circunstancias, el haber visto saltar la moneda de entre el aparato, la pasta amarilla y las barras de oro, le hacen creer que aquellos fabrican realmente libras esterlinas. Pide las explicaciones que son del caso y le dicen que tienen el oro, como lo ha visto, pero que necesitan dinero para comprar más barras y el ingrediente que da al oro la maleabilidad requerida por el aparato para acuñarlo.

El otario se lanza ciego en el negocio y entrega cincuenta o cien mil pesos inmediatamente; pero lo más común es que vuelva al siguiente día a la misma casa, entregue el dinero y vea hacer libras presentándose en ese momento la policía que quiere capturar a todo el mundo; pero que por intercesión del lunfardo iniciador del negocio –que se declara único culpable– deja libre al otario.

Los ladrones se ocultan durante una semana o quince días y aparecen al cabo de ese tiempo diciendo que han estado en la Penitenciaría, que han salido con fianza o por empeño y que los jueces se han quedado con el dinero. Los policianos no son sino cómplices de los lunfardos.

El otario, que cree a ojos cerrados en la falsificación, da más dinero para la operación y así le sacan dos o tres veces una suma igual a la primera, hasta que el hombre cae en la cuenta de lo que le está sucediendo.

La guitarra funcionando produce en el ánimo del otario tal impresión, que un propietario de la ciudad de Córdoba vendió dos casas de aquella y una estancia en la provincia del mismo nombre, cuyo importe fue a parar a manos de los estafadores mediante el trabajo de la máquina, con la que el inocente cordobés creía haber resuelto el problema de los alquimistas.

* * *

El oro mejicano es la estafa que se comete vendiendo barras paralelepípedas de fierro, que se recubren con una capa gruesa de oro.

Los estafadores hacen forjar las barras de hierro y les hacen dar o les dan ellos mismos, no un simple baño de oro, sino una verdadera envoltura, una especie de vaina, que limada por cualquier punto no permite llegar hasta el hierro.

Los lunfardos, elegantemente vestidos y en carruaje, se presentan como en el espiante, llevando las barras en una valija; el otario las lima, las cree buenas y las compra a vil precio.

El trabajo de forjarlas y orificarlas cuesta 15 o 20.000 pesos; pero el producto es de 100.000 o más, y se comprende que por semejante ganancia se corra el riesgo de ir a parar a la juiciosa, a la quinta (penitenciaría).

* * *

No debemos terminar sin mencionar la estafa que se consuma falsificando la firma de una persona al pie de una carta en que el firmante pide dinero u objeto de valor.

Idéntica a esta es la que cometen los sirvientes expulsados de una casa, que se presentan en las tiendas, almacenes, joyerías, etc., pidiendo objetos a nombre de sus patrones.

"El Progreso" y la "Ciudad de Londres" han sido víctimas muchas veces de este género de estafa, y no hace mucho tiempo el respetable Sr. Murature lo fue de una del primer género.

Puede referirse a esta clase de estafas el engaño de que hacía víctima al Alcalde de la Cárcel Pública un español, habilísimo pendolista, que en tiempos del Gobierno del Coronel Dorrego se presentaba a aquel empleado con órdenes de libertad para presos, firmadas por el jefe del Poder Ejecutivo y refrendadas por el Ministro de Gobierno. Una y otra firma y rúbrica eran falsificadas, y cuando se descubrió el hecho, el Coronel Dorrego y su ministro no sabían distinguir las firmas falsificadas de las verdaderas.

Este mismo español se presentó al Banco y Casa de Moneda, bajo la dictadura del general Rosas, con una orden firmada por el tirano para que se le entregaran cien mil pesos, que la Tesorería puso en sus manos, engañada por la similitud perfecta de la firma falsificada con algunas verdaderas que existían en aquella oficina.

Dos días después el español fue preso en momentos que se embarcaba para Europa; pero el oficial de partida que lo capturó tuvo que dejarlo libre porque presentó un salvo-conducto de Rosas, según el cual el tirano lo comisionaba para comprar armas en Europa. Este documento era también falsificado. El oficial ignoraba que la orden de captura había sido dada por Rosas mismo y lo engañó la firma.

Benigno B. Lugones


_________________

1 Eliphas Levi, Dogme et rituel de la haute magie; Robert Houdin, Comment l'homme se fait enchanteur, Magie noire et magie blanche, La chimie apliquée aux enchantements.



Benigno Baldomero Lugones (1857-1884) fue policía y periodista. Trabajó, entre otros medios, en La Nación, donde publicó los dos artículos que aquí reproducimos. En ellos dio cuenta del lunfardo y de algunas de sus palabras, aunque tomándolas como la jerga de los delincuentes. Durante bastante tiempo se los tuvo por el primer registro periodístico de la existencia del lunfardo. Luego salió a la luz una breve nota anónima publicada en La Prensa el 6 de julio de 1878.
En la búsqueda de rigor antes de emprender el "operativo Lugones" (no sea cosa de hacer un trabajo que ya hizo otro), no hallé que se los hubiera reproducido en la web. Aquí seguimos la versión que de ellos dio José Gobello en su libro Lunfardía [1953], reeditado en edición facsimilar en 2000. En la biblioteca de la Academia Porteña del Lunfardo puede consultarse una carpeta que contiene estos y otros artículos de Lugones. Llama la atención en ellos el pequeño tipo de letra que usaban los periódicos de entonces.