Magisterio de la Iglesia

Ad catholici sacerdotii

2. Los poderes del sacerdote católico

a) Poderes sobre el Cuerpo Real de Jesús

10. La institución del Sacerdocio y del Sacrificio

   En primer lugar, como enseña el concilio de Trento(20), Jesucristo en la última Cena instituyó el sacrificio y el sacerdocio de la Nueva Alianza: Jesucristo, Dios y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer una sola vez a Dios Padre muriendo en el ara de la cruz para obrar en ella la eterna redención, pero como no se había de acabar su sacerdocio con la muerte(21), a fin de dejar a su amada Esposa la Iglesia un sacrificio visible, como a hombres correspondía, el cual fuese representación del sangriento, que sólo una vez había de ofrecer en la cruz, y que perpetuase su memoria hasta el fin de los siglos y nos aplicase sus frutos en la remisión de los pecados que cada día cometemos; en la última Cena, aquella noche en que iba a ser entregado(22), declarándose estar constituido sacerdote eterno según el orden de Melquisedec(23), ofreció a Dios Padre su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino, lo dio bajo las mismas especies a los apóstoles, a quienes ordenó sacerdotes del Nuevo Testamento para que lo recibiesen, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio mandó que lo ofreciesen, diciéndoles: «Haced esto en memoria mía»(24).  

11. La continuación del sacerdocio y sacrificio a través de los siglos

   Y desde entonces, los apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio comenzaron a elevar al cielo la ofrenda pura profetizada por Malaquías(25), por la cual el nombre de Dios es grande entre las gentes; y que, ofrecida ya en todas las partes de la tierra, y a toda hora del día y de la noche, seguirá ofreciéndose sin cesar hasta el fin del mundo.  

   Verdadera acción sacrificial es ésta, y no puramente simbólica, que tiene eficacia real para la reconciliación de los pecadores en la Majestad divina: Porque, aplacado el Señor con la oblación de este sacrificio, concede su gracia y el don de la penitencia y perdona aun los grandes pecados y crímenes.  

   La razón de esto la indica el mismo concilio Tridentino con aquellas palabras: «Porque es una sola e idéntica la víctima y quien la ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el mismo que a Sí propio se ofreció entonces en la Cruz, variando sólo el modo de ofrecerse»(26). Por donde se ve clarísimamente la inefable grandeza del sacerdote católico que tiene potestad sobre el cuerpo mismo de Jesucristo, poniéndolo presente en nuestros altares y ofreciéndolo por manos del mismo Jesucristo como víctima infinitamente agradable a la divina Majestad. Admirables cosas son éstas exclama con razón San Juan Crisóstomo, admirables y que nos llenan de estupor(27).

b)  Poderes sobre el Cuerpo Místico de Jesús  

12. La doctrina del cuerpo místico y su aplicación al sacerdote en su acción sacramental

   Además de este poder que ejerce sobre el cuerpo real de Cristo, el sacerdote ha recibido otros poderes sublimes y excelsos sobre su Cuerpo místico. 

   No tenemos necesidad, Venerables Hermanos, de extendernos en la exposición de esa hermosa doctrina del Cuerpo místico de Jesucristo, tan predilecta de San Pablo; de esa hermosa doctrina, que nos presenta la persona del Verbo hecho carne como unida con todos sus hermanos, a los cuales llega el influjo sobrenatural derivado de El, formando un solo cuerpo cuya cabeza es El y ellos sus miembros. Ahora bien: el sacerdote está constituido dispensador de los misterios de Dios(28) en favor de estos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, siendo, como es, ministro ordinario de casi todos los sacramentos, que son los canales por donde corre en beneficio de la humanidad la gracia del Redentor.

13. El sacerdocio y los diferentes sacramentos y épocas de la vida

   El cristiano, casi a cada paso importante de su mortal carrera, encuentra a su lado al sacerdote en actitud de comunicarle o acrecentarle con la potestad recibida de Dios esta gracia, que es la vida sobrenatural del alma. Apenas nace a la vida temporal, el sacerdote lo purifica y renueva en la fuente del agua lustral, infundiéndole una vida más noble y preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia; para darle fuerzas con que pelear valerosamente en las luchas espirituales, un sacerdote revestido de especial dignidad lo hace soldado de Cristo en el sacramento de la confirmación; apenas es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, el sacerdote se lo da, como alimento vivo y vivificante bajado del cielo; caído, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconforta por medio del sacramento de la penitencia; si Dios lo llama a formar una familia y a colaborar con El en la transmisión de la vida humana en el mundo, para aumentar primero el número de los fieles sobre la tierra y después el de los elegidos en el cielo, allí está el sacerdote para bendecir sus bodas y su casto amor; y cuando el cristiano, llegado a los umbrales de la eternidad, necesita fuerza y ánimos antes de presentarse en el tribunal del divino Juez, el sacerdote se inclina sobre los miembros doloridos del enfermo, y de nuevo le perdona y le fortalece con el sagrado crisma de la extremaunción; por fin, después de haber acompañado así al cristiano durante su peregrinación por la tierra hasta las puertas del cielo, el sacerdote acompaña su cuerpo a la sepultura con los ritos y oraciones de la esperanza inmortal, y sigue al alma hasta más allá de las puertas de la eternidad, para ayudarla con cristianos sufragios, por si necesitara aún de purificación y refrigerio. Así, desde la cuna hasta el sepulcro, más aún, hasta el cielo, el sacerdote está al lado de los fieles, como guía, aliento, ministro de salvación, distribuidor de gracias y bendiciones.   

14. Sacerdote especialmente en la Penitencia

   Pero entre todos estos poderes que tiene el sacerdote sobre el Cuerpo místico de Cristo para provecho de los fieles, hay uno acerca del cual no podemos contentarnos con la mera indicación que acabamos de hacer; aquel poder que no concedió Dios ni a los ángeles ni a los arcángeles, como dice San Juan Crisóstomo(29); a saber: el poder de perdonar los pecados: «Los pecados de aquellos a quienes los perdonareis, les quedan perdonados; y los de aquellos a quienes los retuviereis, quedan retenidos»(30). Poder asombroso, tan propio de Dios, que la misma soberbia humana no podía comprender que fuese posible comunicarse al hombre: «¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?»(31); tanto, que el vérsela ejercitar a un simple mortal es cosa verdaderamente para preguntarse, no por escándalo farisaico, sino por reverente estupor ante tan gran dignidad: «¿Quién es éste que aun los pecados perdona?»(32). Pero precisamente el Hombre-Dios, que tenía y tiene potestad sobre la tierra de perdonar los pecados(33), ha querido transmitirla a sus sacerdotes para remediar con liberalidad y misericordia divina la necesidad de purificación moral inherente a la conciencia humana.    

15. Consuelo y paz interior por la avsolución sacerdotal

   ¡Qué consuelo para el hombre culpable, traspasado de remordimiento y arrepentido, oír la palabra del sacerdote que en nombre de Dios le dice: Yo te absuelvo de tus pecados! Y el oírla de la boca de quien a su vez tendrá necesidad de pedirla para sí a otro sacerdote no sólo no rebaja el don misericordioso, sino que lo hace aparecer más grande, descubriéndose así mejor a través de la frágil criatura la mano de Dios, por cuya virtud se obra el portento. De aquí es que valiéndonos de las palabras de un ilustre escritor que aun de materias sagradas trata con competencia rara vez vista en un seglar, «cuando el sacerdote, temblorosa el alma a la vista de su indignidad y de lo sublime de su ministerio, ha puesto sobre nuestra cabeza sus manos consagradas, cuando, confundido de verse hecho dispensador de la Sangre del Testamento, asombrado cada vez de que las palabras de sus labios infundan la vida, ha absuelto a un pecador siendo pecador él mismo; nos levantamos de sus pies bien seguros de no haber cometido una vileza... Hemos estado a los pies de un hombre, fiero que hacía las veces de Cristo... y hemos estado para volver de la condición de esclavos a la de hijos de Dios»(34).   

16. El Sacramento especial del sacerdote: el Orden y su carácter

   Y tan excelsos poderes conferidos al sacerdote por un sacramento especialmente instituido para esto, no son en él transitorios y pasajeros, sino estables y perpetuos, unidos como están a un carácter indeleble, impreso en su alma, por el cual ha sido constituido sacerdote para siempre(35) a semejanza de Aquel de cuyo eterno sacerdocio queda hecho partícipe. Carácter que el sacerdote, aun en medio de los más deplorables desórdenes en que puede caer por la humana fragilidad, no podrá jamás borrar de su alma.   

17. La gracia de estado

   Pero juntamente con este carácter y con estos poderes, el sacerdote, por medio del sacramento del Orden, recibe nueva y especial gracia con derecho a especiales auxilios, con los cuales, si fielmente coopera mediante su acción libre y personal a la acción infinitamente poderosa de la misma gracia, podrá dignamente cumplir todos los arduos deberes del sublime estado a que ha sido llamado, y llevar, sin ser oprimido por ellas, las tremendas responsabilidades inherentes al ministerio sacerdotal, que hicieron temblar aun a los más vigorosos atletas del sacerdocio cristiano, como un San Juan Crisóstomo, un San Ambrosio, un San Gregorio Magno, un San Carlos Borromeo y tantos otros.    

18 Poder sobre el cuerpo místico mediante la predicación

   Pero el sacerdote católico es, además, ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios(36) con la palabra, con aquel ministerio de la palabra(37) que es un derecho inalienable y a la vez un deber imprescindible, a él impuesto por el mismo Cristo Nuestro Señor: «Id, pues, y amaestrad todas las gentes... enseñándoles a guardar cuantas cosas os he mandado»(38). La Iglesia de Cristo, depositaria y guarda infalible de la divina revelación, derrama por medio de sus sacerdotes los tesoros de la verdad celestial, predicando a Aquel que es «luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo»(39), esparciendo con divina profusión aquella semilla, pequeña y despreciable a la mirada profana del mundo, pero que, como el grano de mostaza del Evangelio(40), tiene en sí la virtud de echar raíces sólidas y profundas en las almas sinceras y sedientas de verdad, y hacerlas como árboles, firmes y robustos, que resistan a los más recios vendavales.

19. El faro de luz y de verdad, sostén de los débiles y consuelo de los afligidos

   En medio de las aberraciones del pensamiento humano, ebrio por una falsa libertad exenta de toda ley y freno; en medio de la espantosa corrupción, fruto de la malicia humana, se yergue cual faro luminoso la Iglesia, que condena toda desviación a la diestra o a la siniestra de la verdad, que indica a todos y a cada uno el camino que deben seguir. Y ¡ay si aun este faro, no digamos se extinguiese, lo cual es imposible por las promesas infalibles sobre que está cimentado, pero si se le impidiera difundir profusamente sus benéficos rayos! 

   Bien vemos con nuestros propios ojos a dónde ha conducido al mundo el haber rechazado, en su soberbia, la revelación divina y el haber seguido, aunque sea bajo el especioso nombre de ciencia, falsas teorías filosóficas y morales. Y si, puestos en la pendiente del error y del vicio, no hemos llegado todavía a más hondo abismo, se debe a los rayos de la verdad cristiana que, a pesar de todo, no dejan de seguir difundidos por el mundo. Ahora bien: la Iglesia ejercita su ministerio de la palabra por medio de los sacerdotes, distribuidos convenientemente por los diversos grados de la jerarquía sagrada, a quienes envía por todas partes como pregoneros infatigables de la buena nueva, única que puede conservar, o implantar, o hacer resurgir la verdadera civilización.

   La palabra del sacerdote penetra en las almas y les infunde luz y aliento; la palabra del sacerdote, aun en medio del torbellino de las pasiones, se levanta serena y anuncia impávida la verdad e inculca el bien: aquella verdad que esclarece y resuelve los más graves problemas de la vida humana; aquel bien que ninguna desgracia, ni aun la misma muerte, puede arrebatarnos, antes bien, la muerte nos lo asegura para siempre.  

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