Para
criticar construyendo.
Es
crucial saber elegir el estilo de crítica si
pretendemos corregir algo o a alguien y provocar cambios beneficiosos
para todos los implicados en la realidad sometida a juicio.
Hay personas
más preparadas que otras
para encajar las críticas y aceptar de buen grado que
se les lleve la contraria o se les advierta de sus errores
y defectos. Es algo que forma parte de los sanos
procesos de socialización de los individuos.
Al reconocer que los otros pueden tener opiniones diferentes
a las nuestras y, sobre todo, que al vernos desde fuera nos
llevan ventaja para juzgar objetivamente nuestras acciones,
estamos dando un paso importante en la maduración de
la personalidad.
Pero la
eficacia de las críticas
no depende sólo del talante de su destinatario. Es
crucial saber elegir el estilo de crítica
adecuado si pretendemos corregir algo o a alguien y
provocar cambios beneficiosos para todos los implicados en
la realidad sometida a juicio. No es lo mismo una reprimenda
severa que un consejo amistoso, ni surte igual efecto la llamada
de atención hecha con respeto que el exabrupto despectivo
o el desahogo airado.
Es en
este sentido en el que suele hablarse de 'críticas
constructivas'. Aunque no es infrecuente que quien
las reclama esconda tras su solicitud el intento de acallar
la disidencia, cuando no de pedir directamente la adulación
-sucede en política o en arte, por ejemplo-, la verdadera
crítica constructiva no es un eufemismo. No
consiste en silenciar lo negativo, ni en emplear circunloquios
y rodeos, ni en minimizar los defectos que se pretenda corregir.
Se trata de despojar a la crítica
de todo aquello que no vaya orientado hacia la enmienda y
la mejora, y de expresar nuestro parecer de
forma respetuosa, no hiriendo innecesariamente a la persona
criticada.
La
crítica agresiva
Pero ¿es
posible ser enérgico en la crítica sin ofender
a quien criticamos? Sin duda. Lo que ocurre es que la mayoría
de los juicios negativos que formulamos acerca de los hechos
ajenos son proyecciones de nuestras
propias carencias, defectos, limitaciones y resentimientos.
No es que nos afecte gran cosa el hecho de que un compañero
de trabajo cometa una torpeza o que una novela o una película
nos defrauden. Si las criticamos es muchas veces para focalizar
en ellas alguna forma de ira difusa contra sus autores, por
afianzar nuestro criterio acerca de las cosas, por experimentar
esa errónea satisfacción
de 'ser mejores' que deriva de percatarse de las limitaciones
ajenas... Y para ello no basta con observar lo mal que está
algo, sino que al traducirlo a palabras hay que mostrarse
sulfurado, rabioso, inquisidor, y complacerse en la expresión
hiriente del juicio severo.
Bien,
esto puede resultar útil a sujetos que no
acaban de llevarse bien consigo mismos y así
dan alimento a su ego: piénsese, por ejemplo, en algunos
conocidos especímenes de crítico literario al
uso que se han labrado su prestigio a base de puyas despiadadas
e inclementes. O políticos ensoberbecidos cuya misión
parece más la de aniquilar al
opositor que la de ofrecer soluciones. La crítica
agresiva quizá tenga también sus ventajas cuando,
agotados todos los demás recursos, es
preciso meter en cintura al estudiante levantisco o
al rival político malintencionado.
Sin embargo,
en aquellos aspectos que nos interesan realmente y en relación
con las personas que nos importan, la crítica agresiva
sólo provoca heridas.
El tono de voz elevado, las palabras despectivas, las generalizaciones
descalificatorias, los insultos y los gestos de enojo no sólo
no alientan el propósito de enmienda en el receptor,
sino que lo ponen a la defensiva. La crítica constructiva
consiste en desterrar estos malos hábitos
y enfocar nuestros comentarios en otra dirección.
Evitar
la superioridad
En primer
lugar, es preciso centrarse en la cosa y no en la persona.
Los términos absolutos
(«siempre metes la pata», «eres un inútil»),
aparte de ineficaces, suelen ser falsos. Es preferible concretar
el comportamiento que no nos ha agradado o la acción
donde hemos visto un fallo, y hacerlo proponiendo alternativas:
«¿No crees que si lo hubieras hecho de esta otra
forma había salido mejor?».
La
crítica inteligente,
además de renunciar al ataque como forma de argumentación,
sabe administrar las palabras.
Las largas reconvenciones no suelen funcionar aunque estén
cargadas de razón. Es bueno dejar que el otro hable
y se explique, preguntándole incluso qué opina
de nuestra crítica. Hay que evitar
colocarse en un plano de superioridad respecto de él,
haciéndole ver que todos cometemos errores y buscando
los aspectos positivos de sus acciones a fin de que no se
sienta descalificado. No hay que abrumarle con ironías
ni reproches de doble sentido, ni dirigirse a él con
gestos demasiado severos; deben evitarse, en fin, los elementos
de comunicación no verbal que
le hagan sentirse acorralado.
La crítica
constructiva no mira a la culpa sino
a las soluciones. Quizá estamos demasiado acostumbrados
a la competición y al perfeccionismo. Es fácil
sucumbir a la tentación de poner en evidencia a los
demás para creernos más capaces que ellos. Hay
gente que parece vivir cómoda en la oposición
continua a todo lo que se mueve y que necesita
el combustible de la indignación para desenvolverse
en el mundo. Sin duda la crítica destructiva
tiene sus recompensas; pero éstas
son inmediatas y de corta duración. A medio
y largo plazo, surte más efecto aprender a juzgarse
a uno mismo, juzgar con indulgencia los errores ajenos y optar
por las armas del respeto y de la cortesía
antes que las del estéril malhumor.
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