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Para ser un buen entrenador se necesita una experiencia de unos 14 años (Luis Aragonés)

Encajar las criticas.

Texto aparecido en el correo, 28 de Mayo del 2003, por José María Romera.

Si nuestros actos dependieran de las críticas ajenas, seguramente nunca tomaríamos decisiones. Este es un principio básico de conducta y de higiene mental que conviene tener siempre presente. Pero ello no significa que debamos hacer oídos sordos a las opiniones, juicios y recomendaciones de los otros cada vez que nos contrarían o nos resultan adversos. Una cosa es depender de la opinión ajena y otra distinta despreciarla si no viene vestida de halago o aprobación.

De entrada, toda crítica recibida, por suave o dura que sea, sitúa nuestros actos en una provechosa perspectiva ajena. El solo hecho de que otros ojos vean las cosas de distinta manera que los nuestros representa una oportunidad de enriquecimiento. Por muy seguros que estemos de un acierto propio, la crítica recibida ayuda a descubrir vías de mejora o cambio positivo y, en el peor de los casos, a conocer al personal y saber con quién nos jugamos los cuartos.

La cultura polemista nos ha acostumbrado a producir y recibir las críticas en clave agresiva, de confrontación o de ataque. Todo lo que no sea asentimiento y aplauso corre el riesgo de ser interpretado como una ofensa. Salvo allá donde las críticas forman parte de un mecanismo institucionalizado (la educación de los hijos, la escuela, el trabajo subordinado) y son consideradas, por tanto, componentes necesarios de una transmisión generalmente vertical, en la mayoría de las relaciones humanas predomina una actitud recelosa y defensiva ante cualquier forma de reprobación.

El novelista a quien las reseñas de su último libro no le son propicias sospecha que una mano negra trata de hundir su carrera; el jugador de fútbol que ha tenido un día aciago sólo ve ensañamiento en la baja puntuación adjudicada por los cronistas; y de la misma manera el hombre o la mujer advertidos por su pareja de que ese corte de pelo no le sienta demasiado bien salta como fiera herida creyendo que no ha sido un consejo sino un golpe bajo.

 

Rehuir el conflicto

Tal vez sea cuestión de caracteres. La personas inseguras, tímidas y retraídas son más vulnerables a las críticas que las equilibradas, abiertas y sociables. Lo que para unos es una opinión entre muchas otras posibles, en otros crea sensación de fracaso. Hay quienes no sólo encajan bien las críticas, sino que las prefieren a los reconocimientos estériles para sacar provecho de ellas, mientras que otros se derrumban al menor gesto de desaprobación.

El comportamiento asertivo no consiste en admitir o rechazar las críticas por sí solas, sino en saber gestionar las respuestas internas y externas con que reaccionemos ante ellas. A diferencia del pasivo -que rehúye el conflicto o sobrevalora el mensaje negativo- o del agresivo -que responde con irritación o desprecio y tiende a malinterpretar la crítica-, el asertivo escucha, reflexiona y, una vez medida la validez del reproche, decide si tenerlo o no en cuenta. Si la crítica es inadecuada o desmedida, se dice a sí mismo: «No hay mayor desprecio que no hacer aprecio». Si lleva más intención de herir que de enmendar errores, contraataca replicando pero sin caer en la trampa de la provocación. Y si observa alguna utilidad en ella, la admite en su justo valor y rectificando o pidiendo disculpas con naturalidad.

En el lenguaje cotidiano ya está instalado el tópico que distingue entre 'crítica constructiva' y 'crítica destructiva'. Se supone que la primera es la formulada de buena fe, con intención de ayuda y expresada diplomáticamente, mientras que la crítica destructiva es la picajosa, hiriente y empleada como arma contra el criticado. Pero la diferencia no es tan clara. Salvo en casos de confianza a toda prueba, donde tenemos la evidencia de ser amonestados o corregidos con buenos fines, en la mayoría de situaciones de crítica se entremezclan juicios acertados, rencores, afectos, intereses y envidias en distintas dosis.

No compensa el esfuerzo de separar unos y otros componentes, esfuerzo que por otra parte sólo suele crear vacilaciones, malentendidos y quebraderos de cabeza. La habilidad para encajar las críticas se sitúa por encima de tan improductivas complicaciones. Aunque nunca está de más discriminar entre lo subjetivo y lo objetivo, es del género tonto dedicar tiempo a mayores análisis. A veces una crítica malintencionada encierra alguna verdad que nos fortalece, y una piadosa pierde su eficacia por exceso de contemplaciones.

 

Miedo al cambio

Es natural que, al primer golpe, las críticas nos incomoden. Eso no significa que seamos personas irritables ni testarudas. El ser humano, como animal de costumbres que es, tiene muy interiorizados los mecanismos de resistencia al cambio. Toda crítica supone de algún modo una invitación a la mudanza que nos crea cierta sensación de zozobra. Pero pasado este efecto podemos recurrir a estrategias de aceptación (o rechazo, si fuera menester) más inteligentes que las derivadas del sentimiento de debilidad o de disgusto. Es decir: escuchar con atención, reconocer abiertamente si lo que nos dicen nos ha sentado mal, centrarse en el objeto y no en la persona, pedir que se precisen más las razones, contraponer nuestros puntos de vista, comprometernos a rectificar (o negarnos a hacerlo si la crítica carece de fundamento).

El toque está en tomar nota («Te agradezco lo que me dices. Lo pensaré»), no caer en las provocaciones («Quizá sea cierto lo que me dices, pero mientras lo hagas de malas formas no puedo saberlo») y no reaccionar con soberbia ni cerrándonos en banda («Admito que he podido equivocarme») y a ser posible con buen humor. Pero sobre todo en aceptar que, salvo casos de extrema iniquidad o de perfección absoluta, casi nada está totalmente mal ni totalmente bien. Al fin y al cabo, sigue siendo cierto que cuatro ojos ven más que dos, incluso aunque los otros dos nos miren mal.

 
 
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