Para
evitar discusiones.
Cualquier disputa verbal tiende a acabar en trifulca si no
se mantienen unas reglas mínimas de comportamiento:
no levantar la voz, renunciar al insulto, escuchar al otro...
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Preguntaron
a un hombre centenario cuál era el secreto para haber
llegado a tan avanzada edad, a lo que él contestó:
«El secreto es no enfadarme ni discutir nunca».
Su interlocutor, pensando que se trataba de una broma, replicó:
«Hombre, no será por eso». «Pues
no será por eso», dijo el anciano con una media
sonrisa condescendiente. La anécdota es algo más
que un chiste popular: refleja un principio
de sabiduría y también de salud física
y psicológica con base real. Viene a sentenciar
que las discusiones no suelen conducir a ningún lado
y causan daño a
quien sucumbe a ellas.
No
quiere esto decir que todas las discusiones sean dañinas
por sí mismas.
En la acepción más noble del término,
discutir es tratar entre varias personas los distintos aspectos
de un asunto, exponiendo y defendiendo cada una su punto de
vista, o hablar con alguien a fin de llegar a un acuerdo sobre
las condiciones de un trato. La discusión civilizada
constituye uno de los útiles sociales que los humanos
tenemos a nuestra disposición para alcanzar soluciones
en los conflictos, trabajar cooperativamente, armonizar intereses
opuestos, es decir, para entendernos. Eso, en la teoría.
En la práctica casi todos tenemos
la experiencia de haber visto cómo a medida que avanzaba
una discusión la verdad retrocedía desplazada
por los malos modos, las desavenencias, los insultos y los
reproches.
Trampas
persuasivas
El
arte de evitar las discusiones es más complejo que
el arte de vencer en ellas. Esto último es una rama
pervertida de la dialéctica que enseña a salir
victorioso de las disputas empleando argumentos falaces y
trampas persuasivas que cualquier bribón un poco habilidoso
puede llegar a dominar a poco que posea
cierta facilidad de palabra y carezca de escrúpulos
morales. También es sencillo dominar una discusión
-al menos en apariencia- cuando partiendo
de una posición de superioridad sobre el otro o los
otros se actúa 'manu militari', con los recursos de
la fuerza (amenazas, insultos, abuso de poder). Alguien
dijo que los espíritus elevados discuten de ideas,
los medianos de hechos y los mediocres de personas.
Señalaba
André Maurois que en una discusión lo difícil
no es defender la opinión propia, sino conocerla. Se
refería el escritor francés a esa especie
de obnubilación, de aturdimiento en que suelen entrar
los contendientes en una disputa, al acaloramiento que acecha
casi siempre que entra en juego algo más que la búsqueda
de acuerdos. Porque la mayoría de las discusiones
encubren, bajo la apariencia de un asunto objetivo que debatir,
infinidad de componentes emocionales
y subjetivos echados a volar sin control: cuentas pendientes,
rivalidades, antipatías, rencores acumulados.
Sea en reuniones de empresa, sea en diálogos de pareja,
y como no, en el baloncesto!! el desacuerdo llevado a la discusión
tiende a acabar en trifulca si no se tienen claras previamente
unas reglas básicas para discutir.
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Se
dirá que una discusión no es el mejor momento
para negociar fríamente un reglamento de la propia
disputa. En efecto. Pero entonces se
está reconociendo tácitamente la inutilidad
de esa discusión, ya que no atiende al objetivo sino
a la pendencia. Por artificial y forzado que parezca,
es sumamente útil hacer explícitas las normas
para facilitar la búsqueda de acuerdos (o, en su defecto,
evitar la riña estéril). El sólo hecho
de proponerse un consenso de formas ya aleja la tentación
del ofuscamiento y recuerda que nos disponemos a hablar para
entendernos y no para pelearnos.
Algunas
de estas reglas son elementales:
no levantar la voz, renunciar al insulto y a las palabras
hirientes, escuchar a los otros, no exteriorizar signos de
agresividad, desechar los 'trapos sucios' y los problemas
del pasado. Muchos se sorprenderían si vieran con qué
facilidad se logran acuerdos con sólo respetar estas
condiciones. Es más: una vez admitidas, es muy probable
que descubramos la inexistencia de un motivo real para discutir
y que las discrepancias, despojadas de prejuicios negativos,
son insignificantes.
Siempre
habrá, sin duda, discutidores natos, erísticos,
que se encuentran en su salsa llevando la contraria por sistema,
atacando al otro con argumentos 'ad hominem', inventando problemas
banales con tal de mantener la atmósfera de discordia
que les hace sentirse con derecho a dar la lata o a fastidiar
a los demás con sus peroratas encendidas. No
se trata de verdaderos polemistas, sino de agitadores emocionales
duchos en la descalificación, el embrollo, la salida
de tono y el desaire. Con ellos, el único precepto
válido es evitar la discusión, sea dándoles
la espalda, sea entregándoles la 'perra gorda' de la
que habla el dicho coloquial. Cuando ven que no pueden practicar
su juego porque no nos lanzamos a su terreno, acaban
dejándonos en paz y buscando otros contrincantes.
Ideas
y principios
Es
cierto que hoy abundan las proclamas en favor del 'buen rollito',
del 'talante dialogante', presentado más como cuestión
de estilo que como pauta moral de comportamiento. Y es cierto
también que la renuncia a la discusión puede
convertirnos en seres pasivos, resignados, sin personalidad
propia o sin coraje para defender ideas y principios. La buena
discusión, incluso la discusión enérgica
-que no violenta- es, además de necesaria, sana para
preservar nuestras convicciones y para alcanzar acuerdos con
los otros. Sin embargo, «sin principios
comunes, no merece la pena discutir», en palabras
de Confucio. Y el primero de esos principios es la voluntad
de encontrar salidas, no de cerrarlas.
Amen.
FRASES:
Romaind
Rolland: "una discusión es imposible con alguien
que no pretende buscar la verdad, sino poseerla de antemano".
Ambrose
Bierce: "discusión: medio de confirmar a los otros
en sus errores".
Ley
de Murphy: "cualquier problema sencillo se puede convertir
en irresoluble si se celebran suficientes reuniones para discutirlo"
Leon
Tolstoi: "sucede a veces que se discute porque no se
llega a comprender lo que pretende demostrar nuestro interlocutor".
Amen.
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