Delirios de grandeza.
Cuando
las aspiraciones del individuo superan
a sus aptitudes reales, puede acabar por perder la
conciencia de la realidad y creerse por encima de todos los
que le rodean.
Con
cierta frecuencia nos encontramos ante individuos que, sea
por afán de notoriedad,
sea por efecto de una visión deformada
de sí mismos y de la realidad, se desviven
tratando de aparentar una posición social elevada,
una relación directa y estrecha con personas influyentes
o un conocimiento profundo de determinados asuntos inaccesibles
al común de los mortales. "Ayer estuve almorzando
con el alcalde y me pidió consejo sobre la nueva línea
de metro", dice éste.
La
necesidad de darse importancia es un impulso tan poderoso
que llega a traspasar las barreras
del recato, de la prudencia y del sentido común.
Hay
seres que se sienten llamados a alguna
misión providencial pero, desairados por
una existencia plana y grisácea, deben conformarse
con idear una especie de segunda vida donde queden colmadas
sus ansias de altura.
Los
más conscientes de la realidad se limitan
a imaginar qué harían en el caso de haber llegado
hasta el lugar de sus sueños: son los fantasiosos,
los que guardan la frustración para sus adentros y
a lo sumo la exteriorizan de vez en cuando con un "si
me dejaran a mí, solucionaba esto en un pispás".
Se sienten grandes, pero se saben pequeños. Creen merecer
más, pero se resignan a menos aunque no pierdan la
oportunidad de manifestar su descontento contra este mundo
injusto donde Dios da pan a quien
no tiene dientes y en cambio nadie premia a las
personas de mérito. Es lo que se viene en llamar 'bovarismo',
en alusión al personaje de la novela de Flaubert: el
estado de contrariedad originado por el desajuste entre las
aspiraciones del individuo y sus aptitudes reales.
Más
preocupantes resultan los que han perdido la conciencia de
la realidad. Como si no tuvieran un espejo donde mirarse y
reconocer su auténtica condición, van forjándose
rasgos quiméricos, logros apócrifos y virtudes
que sólo existen en su distorsionada imaginación.
Y trasladan esas figuraciones a la vida real, comportándose
como si ciertamente fueran aquello que han imaginado. Como
si la máscara tras la que
ocultan su rostro se les hubiera quedado adherida hasta convertirse
en su verdadera piel. Van algo más lejos
que los mentirosos compulsivos o los mitómanos que
falsean lo real para hacerlo más soportable, buscando
una admiración ajena o un reconocimiento social que
no han logrado obtener de otro modo. Han ingresado en el peligroso
dominio de la paranoia. Son auténticos lunáticos
aquejados de delirios de grandeza con los que ha ido urdiendo
una nueva personalidad, tan confortable para ellos mismos
como insoportable para quienes les rodean.
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En
los delirios de grandeza desarrollados hasta el grado de trastorno,
el enfermo manifiesta un orgullo y una susceptibilidad peligrosos,
pues reacciona coléricamente
contra todo aquel que no le sigue la corriente.
No
hay mayor fuente de infelicidad que
la excesiva importancia dada a uno mismo, advirtió
Bertrand Russell. Bien está que las personas elijan
los juegos para los que mayores aptitudes tienen, a fin de
experimentar de vez en cuando la pequeña satisfacción
de la victoria.
Es
humano y comprensible ser un poco
vanidosos, sobredimensionar los propios éxitos,
aspirar a un cierto reconocimiento por parte de los otros.
Pero más saludable todavía es, si no conformarse
con la propia suerte, sí al
menos ocupar el tiempo en mejorarla en vez de adornarse con
plumas ridículas para, pretendiendo hacerse notar,
acabar dando la nota.
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