Ofensas
y daños.
Por
grande que sea el desplante, quienes pretenden provocarnos
sólo lograrán herirnos si permitimos que su
gesto nos afecte.
Infinidad
de personas se sienten a todas horas ofendidas por algo o
por alguien. Ofendidas en sus sentimientos, en su honor,
en su orgullo, ofendidas por unas palabras que toman por
insulto o por unas conductas ajenas que les escandalizan o
hieren su sensibilidad. Para ellos esa herida es, a veces,
más dolorosa que la provocada por una agresión
física, puesto que atenta contra lo más profundo
de su ser. La ofensa produce un dolor moral que, como tal,
es difícil de medir e incluso de entender para quienes
no son objeto de ella. No comprendemos por qué alguien
se pone hecho un basilisco al recibir un pequeño reproche
que toma como grave ultraje. Y, a la inversa, nos sentimos
incomprendidos cuando los demás no comparten nuestra
indignación ante algo que acabamos de presenciar y
que violenta nuestro sistema de valores.
![](http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/pg040901/prensa/fotos/200409/01/064D3VIZ001_1.jpg)
El concepto de ofensa es extremadamente subjetivo. Aunque
hay hechos y palabras manifiestamente ofensivos (como las
injurias, los desplantes o las provocaciones deliberadas),
en casi todas las ocasiones en que nos sentimos agraviados
somos nosotros mismos quienes establecemos la medida del
agravio. Si en un paso de peatones se cruza con nosotros
inopinadamente un automovilista airado que nos llama «imbécil»,
tan pronto podemos responderle sulfurados como hacer oídos
de mercader a un insulto que ni nos va ni nos viene, porque
muy probablemente se deba a sus prisas y no a nuestra lentitud.
Una misma 'ofensa' puede dejarnos indiferentes o hacernos
montar en cólera, según muchos factores de diversa
importancia (desde nuestro carácter hasta el estado
de ánimo del momento), y también son distintos
los efectos de la ofensa según de quién provenga.
Sufrimiento innecesario
La conclusión
necesaria de esta variabilidad de medidas es que no deberíamos
ser tan vulnerables como somos a las ofensas, sino que tenemos
la capacidad de decidir cuándo nos afectan -y en qué
grado lo hacen- y cuándo no.
La mayoría
de las afrentas que llenan de nubarrones nuestra vida cotidiana
son el resultado de un malentendido según el cual tendemos
a identificar «ofensa» y «daño»,
y con ello a provocarnos sufrimientos innecesarios. El daño
es el dolor provocado por una fuerza activa (una teja que
nos cae en la cabeza, un golpe propinado por otra persona)
sobre alguien que recibe ese efecto de forma pasiva, sin poder
evitarlo, y que se resiente naturalmente del dolor que esa
acción le ocasiona. En cambio es posible evitar el
dolor de las ofensas, y eso se debe al hecho de que, por grande
que sea el malestar que nos causan, no nos hacen «daño»
en términos objetivos: somos nosotros quienes en cierto
modo nos lo causamos al permitir que nos afecten. Así
como la teja nos hace daño en la cabeza querámoslo
o no, el agente de una ofensa no puede herirnos sin nuestro
consentimiento: para hacerlo, necesita que seamos receptivos
a su provocación. Nadie puede hacernos sentirnos inferiores
sin que le demos permiso. Por fuerte que sea la intención
de ofender, la ofensa no surte efecto alguno si nosotros determinamos
cerrarle el paso y darla por no recibida.
El arma
del desprecio
Pero también
es cierto que, como dice el refrán,
no ofende quien quiere sino quien puede. Es decir,
admitimos que hay quienes 'pueden' ofendernos. Todos tenemos
a nuestro alrededor seres que nos importan, cuya opinión
valoramos o con quienes mantenemos fuertes vínculos
afectivos. Si recibimos una ofensa de uno de ellos, el daño
la acompaña. Es un daño moral, más doloroso
a veces que el físico, y que puede dejarnos huella
por largo tiempo. También hay otras ofensas que se
convierten en daño cuando son reiteradas (en el supuesto
de acoso moral, por ejemplo) o perjudican nuestra imagen pública.
No siempre la indiferencia pasiva es el mejor recurso contra
la ofensa. A veces es preciso reaccionar exigiendo una reparación
o incluso pasando al contraataque. Pero incluso en estos casos
conviene medir las fuerzas antes de enfrascarse en una guerra
de desgaste inútil en busca de la reparación
o de la venganza. Por regla general, el desprecio de la
afrenta es la más poderosa arma para repelerla y para
dejar desarmado al ofensor.
Si ante
casi todas las circunstancias de la vida es buena norma la
de no dejarse llevar por los impulsos, resulta especialmente
aconsejable refrenar al ego ofendido para impedirle que reaccione
de forma imprudente o con la vehemencia de quien entra al
trapo en el caso del sentimiento de ofensa. De entrada, hay
que negarse a sentirse ofendido. Por grave que sea en apariencia
la ofensa, por fortuna ya no hay nada que nos obligue a batirnos
en duelo con quien nos provoca. Si no nos gusta un libro,
podemos dejar de leerlo. Si nuestra religión nos defrauda,
siempre hay otra para elegir. De la misma manera, salvo que
nos apetezca vivir permanentemente enfurecidos, gozamos
de la suficiente libertad como para hacer pasar las ofensas
sin que nos dejen la menor huella en el ánimo.
Espero
que os sirva este texto tanto, como me ha servido a mi.
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