La facultad de olvidar.
Recordar
es un deber indiscutible en determinadas circunstancias, pero
el borrón y cuenta nueva puede ser una buena forma
de asimilar experiencias pasadas.
Poder
recordar lo vivido, lo heredado o lo aprendido permite reforzar
las raíces que mantienen en pie el árbol de
nuestra existencia. La cultura es, en cierto modo, la exaltación
de la memoria. Y la memoria, a su vez, se nos presenta como
una especie de obligación a la que rendimos pleitesía
en todos los ámbitos: en el estudio y el aprendizaje,
para adquirir y retener nuevas informaciones; en la vida cotidiana,
para desenvolvernos con facilidad en el universo conocido
y extraer de él herramientas para enfrentarnos a lo
nuevo; en los afectos, como signo de lealtad y de gratitud
para con los demás.
Pero tener
buena memoria es un privilegio del que no todos gozan. Por
lo general la memoria tiende a presentarse selectiva y por
tanto engañosa, farsante, como la observó Marcel
Proust: «Más que un ejemplar duplicado de los
diversos hechos de nuestra vida es una nada de la que, por
momentos, una similitud actual nos permite extraer, resucitados,
algunos recuerdos muertos». Y, bien mirado, la vida
sería imposible si el recuerdo de todo lo que hemos
conocido nos asaltara a cada instante. Envidiamos a esos portentos
capaces de retener un listín telefónico completo,
pero nos compadeceríamos de ellos si pensáramos
en que quizá no pueden desprenderse de viejas pesadumbres.
El
don del olvido conjura rencores y resentimientos, propicia
el perdón y nos ayuda a mantener una visión
más grata de la realidad.
Pues una de las formas perniciosas de la memoria es la que
nos mantiene en vilo, recelosos, vengativos y huraños
frente a un agravio remoto o una persona que nos hizo daño.
«Nada se graba tan fijamente en nuestra memoria como
el deseo de olvidarla», señaló Montaigne.
Obsesión paranoica: avivar la
llama del recuerdo esperando el momento de ajustar cuentas.
Explica
Marc Augé, autor de 'Las formas del olvido', que «hay
que saber olvidar para degustar el sabor del presente, del
instante y de la espera». A menudo
es preciso olvidar el pasado reciente para que no nos oculte
un pasado anterior, de la misma manera que los malos recuerdos
de una persona, un lugar o una situación se adueñan
de nuestra mente bloqueándola en la incapacidad de
evocar los aspectos positivos de aquella realidad. El
papel de la memoria no es tanto servir de almacén indiscriminado
de objetos perdidos, como empujar suavemente hacia el olvido
la carga de recuerdos y retener sólo una pequeña
parte de ellos, la que necesitamos o la que nos conviene en
cada momento. No es buena memoria la
que sólo sirve para hacernos desgraciados por algo
que ya pasó.
Algo semejante
defiende Tzvetan Todorov en 'Los abusos de la memoria' cuando,
refiriéndose a lo que él considera la «obsesión
occidental por el culto a la memoria», postula el cultivo
de un recuerdo no condicionante, que no nos aparte del presente,
y que incluso deje paso al olvido si fuera preciso para que
el futuro no se nos vaya de las manos. Es decir, memoria
y olvido no como opuestos, sino complementarios para el logro
de la armonía personal.
Cicatrizar
heridas
Porque,
así como hay una memoria enriquecedora y otra dañina,
el olvido conoce muy distintas formas. Es pernicioso cuando
conduce a la ingratitud, a la inconsciencia o a la ignorancia.
Nos beneficia si borra de nuestro pensamiento
pesadumbres estériles que ya pasaron, deseos de venganza,
ideas sobrevaloradas, heridas que no acaban de cicatrizar
por sí solas. «A falta de perdón,
deja que venga el olvido», escribió Musset en
'Noche de octubre'.
Junto
al deber de recordar, indiscutible en determinadas circunstancias,
tenemos un «deber de olvidar» en el que está
en juego nuestra felicidad. También
el borrón y cuenta nueva puede ser una buena forma
de asimilar experiencias pasadas, sin necesidad de volver
continuamente a su recuerdo para superarlas. También
la ignorancia de lo triste y doloroso puede ser en ocasiones
una forma de sabiduría.
Quizá
nuestro tiempo, tan acelerado, somete a la memoria a demasiados
impactos informativos. La vertiginosa sucesión de experiencias
reales o virtuales encuentra su correspondencia en una especie
de amnesia que afecta tanto a las vidas personales -sucesiones
de presentes sin pasado ni futuro- como a la colectiva, donde
pocos son los que dan crédito a la mal llamada «memoria
histórica». Una sobrecarga de memoria nos convierte
en archivos abotargados de datos; un exceso de olvido nos
hermana con los vegetales de raíces débiles.
Como en tantos órdenes de la vida, es cuestión
de equilibrio. Recordar, olvidar: tan bueno puede ser lo uno
como lo otro.
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