La imagen más conocida del mítico Einstein lo presenta ya anciano,
aureolado por una melena leonina, con el blanco bigote muy poblado, los ojos
bondadosos y profundos, un cómodo jersey excesivamente ancho, viejos zapatones
que usaba siempre sin calcetines y un pantalón arrugado que sostenía a veces
por medio de una corbata atada a la cintura a la manera de cinturón.
Era extraordinariamente amable con todos y sus colegas reconocían que «incluso
cuando discute cuestiones de física teórica irradia buen humor, afecto y
bondad».
Siempre vivió con suma modestia. Durante su último período en Pricenton,
siendo ya Premio Nobel de Física de 1921, salía todas las mañanas a las diez
y media, enfundado en un añoso abrigo deforme y, en invierno, tocado por un
gorro de lana de marinero, para llegar a su despacho, cuya ventana miraba a un
bosquecillo, y pasarse el tiempo escribiendo en una libreta que apoyaba sobre
sus rodillas. En ocasiones se detenía a reflexionar mientras sus dedos jugaban
con mechones de pelo. Todo su equipo de investigación se reducía a ese
aislamiento amable, a ese papel y a ese lápiz, y su laboratorio no era otro que
su bien amueblado cerebro.
El destino de Einstein fue paradójico. Activo pacifista, vivió para ver cómo
su teoría de la relatividad permitía la fabricación de la mortífera bomba atómica;
enemigo de la publicidad y de la fama, gran defensor de la libertad individual,
fue calificado de bolchevique por unos y de instrumento del capitalismo
simbolizado por Wall Street por otros; científico independiente apenas
interesado por la política práctica, llegaron a ofrecerle la presidencia de un
estado, el naciente Estado de Israel.
Lo cierto es que fue un hombre tímido y humilde, pero no huraño, aunque las
fotografías que lo retratan de niño muestren a las claras el aislamiento en
que vivió precozmente recogido. Nació el 14 de marzo de 1879, en Ulm,
Alemania, en el seno de una familia hebrea. Muy pronto pasó a Munich, donde su
padre, Hermann, regentaba una pequeña empresa de electricidad. Su madre,
llamada Pauline Koch, era una hábil pianista y poseía una educación esmerada.
De niño, Albert se apartaba de sus compañeros y los maestros lo juzgaban de
inadaptado. En casa solía componer alguna melodía al piano que luego tarareaba
por la calle. Estudiante mediocre, fracasó en los exámenes de ingreso en el
Politécnico de Zurich, los cuáles logró pasarlos en la segunda ronda.
Su tesis doctoral, un trabajo de 29 páginas titulado «Una nueva determinación
de las dimensiones moleculares», fue evaluado por el tribunal examinador como
irrelevante.
Por aquel tiempo tenía la costumbre de pasearse con un viejo violín con el
que interpretaba a menudo fragmentos de su compositor preferido, Mozart, y
frecuentaba el rincón de un café donde pasaba largas horas solo y ensimismado.
Tras licenciarse en Física a los veintiún años y habiéndose nacionalizado
suizo en febrero de 1901, perdió tres empleos como profesor a causa de su
heterodoxa manera de enseñar. Se casó muy joven con una estudiante de
ciencias, Milena Maríc, una muchacha servia que cojeaba a causa de una
enfermedad de origen tuberculoso, y tuvo con ella dos hijos, Hans y Eduard, pero
el matrimonio no tardó en separarse.
A los veintitrés años todo lo que había logrado era un puesto de
examinador en una oficina de patentes de Berna, y sin embargo, dos años después,
en 1905, revolucionaría el mundo científico con su teoría de la relatividad
restringida.
En el célebre artículo en que dio a conocer su teoría, «Sobre la
electrodinámica de los cuerpos en movimiento», postuló que la velocidad
de la luz es constante para todos los sistemas de referencia y como consecuencia
de ello, el tiempo es relativo al estado de movimiento del observador. Y en
nuevo artículo publicado poco después para clarificar la estructura matemática
de la teoría de la relatividad restringida, «¿Depende la inercia de un
cuerpo de su energía?», dedujo su conocida fórmula E = m c^2,
la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de
la luz en el vacío.
Lo que significaba que si se lograra liberar la energía condensada en una
pequeña masa, la potencia resultante sería equiparable a millones de toneladas
de TNT. Sólo-faltaba resolver técnicamente esta dificultad para que pudiera
desencadenarse la más colosal de las galernas, el cataclismo más aterrador del
planeta. Y a esta orgía apoteósica se entregó la humanidad en Hiroshima en el
año de 1945.
La responsabilidad de tamaño desafuero recae en parte en Einstein, porque,
aunque no participó en el desarrollo de la bomba de fisión en Los Alamos
(Nuevo México), en 1939 escribió a Roosevelt señalando las inmensas
posibilidades de obtener buenos resultados en la investigación atómica con el
uranio, y en la misma carta indicaba que «este nuevo fenómeno permitiría
la fabricación de bombas».
Bien es verdad que su actitud venía impuesta por la carrera armamentística
iniciada por Alemania, muy interesada en la obtención de este formidable
instrumento de destrucción, pretensión que, de haberse visto satisfecha,
hubiera sin duda decantado la balanza de la Segunda Guerra Mundial del lado
nazi. Einstein, que como judío había tenido que exiliarse de Berlín cuando
comenzaron las persecuciones antisemitas, odiaba la política hitleriana y
naturalmente apoyaba los esfuerzos armados de las democracias aliadas para poner
fin a su pograma expansionista
Albert Einstein, el científico cuyas teorías sentaron las
bases del uso de la energía nuclear y revolucionaron el
concepto newtoniano del Universo, encamó también la
figura del sabio comprometido con la paz y la defensa
de los derechos civiles
No obstante, antes y después de la célebre carta que decidió
al presidente estadounidense a dar luz verde a las investigaciones en la dirección
que apuntaba el reputado físico y Premio Nobel, Einstein fue un ferviente
antimilitarista que llegó a escribir: «Quiero hablar del peor engendro que
ha salido del espíritu de las masas: el ejército, al que odio. Que alguien sea
capaz de desfilar muy campante al son de una marcha basta para que merezca todo
mi desprecio, pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula
espinal. Habrá que hacer desaparecer lo antes posible a esa mancha de la
civilización. Cómo detesto las hazañas de los mandos, los actos de violencia
sin sentido y el dichoso patriotismo. Qué cínicas, qué despreciables me
parecen las guerras. ¡Antes dejarme cortar en pedazos que tomar parte en una
acción tan vil!
Aunque el gran científico se negó durante toda su vida a
aceptar el enfoque probabilista de la mecánica cuántica,
afirmando en una ocasión que "Dios no juega a los dados con el
cosmos".
Einstein profesaba una filosofía panteísta y confesó creer en el "Dios
de Spinoza que se manifiesta en la armonía de lo que existe"
Las condiciones de vida de Einstein no mejoraron a partir de 1905. En 1908
explicó en la Universidad de Berna una compleja asignatura llamada «Teoría
de la radiación», pero en ella sólo se matricularon cuatro alumnos, y al año
siguiente sólo uno, por lo que juzgó conveniente renunciar. En octubre de
1909 ingresó como profesor ayudante en la Universidad de Zurich, si bien para
impartir asignaturas elementales como Introducción a la mecánica, y hasta
1911 no pudo ofrecer su primera conferencia sobre la teoría de la
relatividad. Por fin, en 1916 publicó su artículo «Fundamentos de la
teoría de la relatividad generalizada», donde formulaba una nueva teoría
de la gravitación.
El 2 de junio de 1919 contrajo matrimonio con su prima Elsa,
quien había estado casada previamente y cuidaba de dos hijos. Era una mujer
dulce y amable que no tenía, felizmente según Einstein, ni la más remota idea
de cuestiones científicas, a diferencia de su primera esposa, la inquieta
Milena.
Ese mismo año, el 29 de marzo, una expedición científica ratificó
experimentalmente, observando un eclipse de sol, las predicciones de Einstein
sobre la influencia del campo gravitatorio respecto a la propagación de la luz,
lo que suponía la primera verificación de la teoría de la relatividad
generalizada.
El inmediato Premio Nobel de Física que le fue concedido por
la Academia sueca en 1921 terminó por encauzarlo hacia una celebridad a escala
mundial que no acabaría de aquilatarse plenamente hasta los años treinta.
Ningún sabio ha sido glorificado en vida como lo fue Einstein en sus últimas décadas.
Su nombre aparecía frecuentemente en los periódicos, su imagen se difundió en
carteles antimilitaristas, llegó a convertirse en el símbolo de su raza
oprimida cuando los nazis comenzaron sus atroces depuraciones... Y todo ello
pese a que por su natural sencillez lo violentaban extraordinariamente estas
lisonjas, y hubiese preferido permanecer en el anonimato a ser pasto de una incómoda
popularidad que, por entonces, recaía igualmente en su amigo Charles Chaplin,
quien en cierta ocasión le dijo: «A usted le aplauden las gentes porque no le
entienden, y a mí me aplauden porque me entienden demasiado.»
Instalado desde 1933 en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, obtuvo
la nacionalidad estadounidense en 1940, y en 1952, tras la muerte del presidente
Chaim Weizmann se le ofreció, por acuerdo unánime de los israelíes, la
presidencia del Estado de Israel, recientemente constituido.
Einstein rechazó el honroso requerimiento en una carta donde
hacía constar: «Estoy triste y avergonzado de que me sea imposible aceptar
este ofrecimiento... Esta situación me acongoja aún más porque mi relación
con el pueblo judío ha llegado a constituir para mí la obligación humana más
poderosa desde que adquirí la conciencia plena de nuestra difícil situación
entre los otros pueblos... Deseo de todo corazón que encuentren un presidente
que por su historia y su carácter pueda aceptar responsablemente esta difícil
tarea.»
Pocos años después, tras su muerte, acaecida en Princenton en 1955, millares
de hombres que lo habían conocido personalmente y otros que sólo habían oído
hablar de él, lloraron su pérdida. Entre las celebridades que trató en vida
se contaron Franz Kafka, Madame Curie, Rabindranath Ta-gore, Alfonso XIII de
España... El músico catalán Pau Casáis escribió al enterarse de su
fallecimiento: «Siempre sentí por él la mayor estimación. Ciertamente era un
gran sabio, pero aún mucho más que eso. Era, además, un pilar de la
conciencia humana en unos momentos en los que parece que se vienen abajo tantos
valores de la civilización.»
Texto tomado de "Grandes biografías
Vol. 4, Editorial Oceano, Barcelona, España 1995
|