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T E C N E Literatura Homosexual en el Siglo XIX:


Oscar Wilde.


Oscar WildeNace en Dublín el 16 de octubre de 1854 y muere el 30 de noviembre de 1900, a las cinco y media de la mañana, solo y pobre.


Pocos hombres como Oscar Wilde, conocedor de su idioma, poseedor de un humorismo, una capacidad crítica y una sensibilidad muy propias, cualidades que le ayudaron a sobrevivir en los momentos más amargos.

Sus amorios con el desgraciado, bastardo y más que animal de Alfredo Douglas le llevarían a la ruina y Wilde, como buen irlandés, enfrentó a su Destino.

De esa reflexión que hace al final de su vida, estando en prisión y en lo más hondo de su depresión física y moral, es el escrito que de él leeremos, representativo de la madurez de un homosexual lúcido que conscientemente paga el precio de su ruina.


DE PROFUNDIS
Epistola in carcere et vinculis.


 

Prisión de S: M: Reading.

Querido Bosie: Después de una larga e inútil espera, me decido a escribirte directamente, tanto por tí como por mí, ya que no me agrada pensar que he pasado dos interminables años de reclusión sin recibir nunca una sola línea tuya, sin noticias, ni tan solo un mensaje que no haya sido de un género que me entristece.

Oscar_en_el_inicio... Nuestra desgraciada y lamentabilísima amistad ha terminado para mí en la ruina y la afrenta pública; sin embargo, me acompaña con frecuencia el recuerdo de nuestra antigua intimidad, y la idea de que el odio, la amargura y el desprecio tengan que sustituir en mi corazón el lugar que ocupaba antaño el afecto me resulta muy triste. Tú también sentirás, creo yo, en tu corazón, que sería preferible escribirme mientras permanezco en la soledad de la prisión que publicar mis cartas sin mi permiso o dedicarme poemas sin consultármelo, aunque el mundo desconozca en absoluto las frases de reproche o de exaltación, de remordimiento o de indiferencia que te complazcas en envíarme en respuesta a este llamamiento.

No dudo ni un momento que en esta carta que debo escribirte respecto a tu vida y a la mía, al pasado y al porvenir, a las gratas cosas trocadas en amargura, amargura que podrá quizá convertirse en alegría, habrá muchas cosas que herirán en lo vivo tu vanidad. Si sucediere esto, lee y relee mi carta hasta que acabe con tu vanidad. Y si en ella encuentras algo de lo cual creas que te acuso injustamente, recuerda que debería uno sentirse siempre agradecido que haya una culpa de la que se nos pueda acusar injustamente. Si contiene un solo párrafo que haga asomar las lágrimas a tus ojos, llora como lloramos aquí en la cárcel, donde lo mismo el día que la noche están reservados para el llanto. Es lo único que podrá salvarte. Si vas a quejarte a tu madre, como hiciste a causa del desprecio hacia ti que expresé en una carta a Robbie, para que ella te halague y te consuele, devolviéndote tu amor propio y tu suficiencia, estarás completamente perdido. Si encuentras una sola falsa disculpa para ti, no tardarás en encontrar ciento, y serás exactamente lo que eras antes. ¿Sigues diciendo, como has dicho, contestando a Robbie, que te 'atribuyo intenciones indignas'? ¡Ah!Tú no has tenido intenciones en la vida. Sólo has tenido apetitos. Una intención es un objeto intelectual. ¿Que eras 'muy joven' cuando empezó nuestra amistad? No consistió tu defecto en conocer tan poco la vida, sino en conocerla tanto. El alba matinal de la infancia, con su delicada floración, su pura y clara luz, su alegría inocente y expectante, las habías dejado lejos, a tu espalda. Con rápida marcha de carrera pasaste de la Novela al Realismo. El arroyo y cuanto en él bulle empezaron por seducirte. Ese fue el origen del apuro en que me pediste ayuda, y yo, neciamente, conforme a la cordura de este mundo, por piedad y afecto te la presté. Debes leer esta carta hasta el final, aunque cada palabra haya de ser para ti como el cauterio o el bisturí del cirujano que quema o sangra las carnes delicadas. Acuérdate de que el loco, a los ojos de los dioses y a los ojos de los hombres, es muy distinto. Alguien, ignorante por completo de los modos del arte en su realización y del pensamiento en su desarrollo, de la pompa de los versos latinos o de la rica música de las vocales griegas, de la escultura toscana o del canto isabelino, puede, sin embargo, rebosar de la más inefable sabiduria. El verdadero loco, aquel de quien los dioses se burlan o al que pierden, es el que no se conoce a sí mismo. Fui uno de estos demasiado tiempo. Fuiste también uno de estos demasiado tiempo. Deja de serlo. No temas. El supremo vicio es la estrechez del espíritu. todo lo que uno comprende está bien.

Oscar jovenRecuerda asimismo que, por mucho que te duela leer esto, mayor es aún mi dolor al escribirlo. Las Potencias Invisibles han sido muy buenas contigo. Te ha sido permitido ver las cosas extrañas y trágicas de la vida, como se ven las sombras de un cristal. La cabeza de la Medusa, que convierte en piedra a los hombres vivos, te ha sido permitido mirarla simplemente en un espejo. Has paseado libremente entre las flores. A mi me han arrebatado el mundo magnífico del color y el movimiento. Empezaré por decirte que me censuro a mi mismo terriblemente. Sentado en esta sombría celda, con traje de presidiario, como un hombre arruinado y deshonrado, me censuro. Durante las noches de angustia, turbulentas y agitadas; durante los largos y monótonos días de dolor, a mí es a quien censuro. Me censuro por haber permitido que una amistad no intelectual, una amistad cuyo primordial objetivo no fue la creación y la contemplación de bellas cosas, dominase por completo mi vida. Desde el principio existía entre nosotros un abismo demasiado grande. Habías sido holgazán en el colegio, más que perezoso en la Universidad. No comprendías que un artista, y especialmente un artista como lo soy yo, es decir, en quien la calidad de la obra depende de la intensificación de su personalidad, necesita una atmósfera intelectual, de tranquilidad, de paz y de soledad. Tú admirabas mi obra cuando estaba terminada; conociste los brillantes exitos de mis estrenos y los selectos banquetes que los seguían; te sentías orgulloso, cosa muy natural, de ser el amigo íntimo de un artista tan distinguido; pero no podías comprender las condiciones requeridas para producir una obra de arte: No hablo con frases de retórica exagerada, sino en términos de absoluta verdad en cuanto a un hecho real, al recordarte que, durante el tiempo que estuvimos juntos, no escribí una sola línea. Ya fuera en Torquay o en Goring, en Londres o en Florencia, o en cualquier otra parte, mi vida, mientras estuviste a mi lado, fue enteramente estéril, nada creadora. Y excepto algunas temporadas, estuviste, lamento decirlo, siempre junto a mí.

Recuerdo, por ejemplo, que en septiembre del 93 (para no escoger más que un ejemplo entre muchos) tomé un piso simplemente para trabajar sin ser molestado pues había rescindido mi contrato con John Hare, a quien había prometido una obra de teatro y que me apremiaba con tal motivo. Durante la primera semana te mantuviste alejado. Habíamos discrepado, lo cual es muy natural, a decir verdad, acerca del mérito artístico de tu traducción de Salomé. Por eso te contentaste con escribirme unas cartas estúpidas respecto a ello. Durante esa semana escribí y completé en todos sus detalles, tal como luego se presentó, el primer acto de Un marido ideal. La segunda semana volviste, y mi obra tuvo que quedar prácticamente abandonada. Llegaba yo todas las mañanas a la plaza de Saint James a las once y media para poder pensar y escribir sin la inevitable interrupción de mi hogar, por tranquilo y pacífico que fuese ese hogar. Pero era inútil. A mediodía llegabas tú y te quedabas, fumando cigarrillos, hasta la una y media, hora en la cual tenía que llevarte a almorzar en el café Royal, o al Berkeley. El almuerzo, con sus licores, duraba, generalmente, hasta las tres y media. Por espacio de una hora te retirabas al Club White. A la hora del té aparecías de nuevo y te quedabas hasta la ahora de vestirte para la comida. Comías conmigo, bien en el Savoy o bien en mi casa de la calle Tite. No nos separábamos, generalmente, hasta después de media noche. La cena fría en casa de Willis era el complemento de aquella jornada encantadora. Esta fue mi vida durante aquellos tres meses, exceptuando los cuatro días que estuviste en el extranjero. Tuve, naturalmente, que ir hasta Calais para acompañarte a la vuelta. Para una persona de mi carácter era una actitud grotesca y trágica a la vez.

Seguramente ahora lo comprenderás. Debes reconocer que tu incapacidad para estar solo, tu naturaleza, tan exigente en su constante empeño de ocupar la atención y el tiempo ajenos; tu falta absoluta de poder de concentración intelectual sostenida, el desgraciado accidente (pues prefiero creer que solo fue eso) que motivó que no pudieses adquirir el 'temperamento de Oxford' en cuestiones intelectuales, que no hayas sido nunca nadie, quiero decir, para poder jugar graciosamente con las ideas, llegando simplemente a una violencia de opinión; todas estas cosas, combinadas con el hecho de que tus deseos y tus intereses se limitasen a la vida y no al Arte, fueron tan nefastas a tu propio progreso intelectual como lo fueron para ami obra de artista. Cuando comparo mi amistad contigo a mi amistad con hombres incluso más jóvenes, como John Gray y Pierre Louys, me siento avergonzado. Mi verdadera vida, mi vida superior, estaba con ellos y con quienes eran como ellos.

No te hablo ahora de los resultados desastrosos de mi amistad contigo. Pienso únicamente en su calidad mientras duró. Para mí, fue intelectualmente deshonrosa. Poseías los rudimentos de un temperamento artístico en germen. Pero te conocí o demasiado tarde o demasiado pronto. No lo sé bien. Cuando estabas lejos me encontraba muy bien. Desde el instante en que, a principios de diciembre del mencionado año, logré que tu madre se decidiese a mandarte fuera de Inglaterra, reuní de nuevo los hilos rotos y enmarañados de mi imaginación, recobré el manejo de mi vida, y no solo terminé los tres actos restantes de Un marido ideal, sino que aún concebí y casi completé otras dos obras de un género completamente distinto: La tragedia florentina y la Santa cortesana; cuando, de pronto, sin ruego ni deseo previos, y en circunstancias fatales para mi felicidad, regresaste. Fui entonces incapaz de proseguir las dos obras inacabadas. No pude ya nunca recobrar el estado de espíritu que las creó. Ahora que tu también has publicado un libro de versos, reconocerás la verdad de todo lo que aquí digo. Pero, lo creas o no, no por eso deja de ser una fea verdad en la entraña de nuestra amistad. Mientras estuviste conmigo, fuiste la ruina completa de mi arte, y al permitir que te interpusieras constantemente entre el Arte y yo, me atraje el oprobio y la censura hasta el más alto grado. Tú no podías apreciarlo, no podías saberlo, no podías comprenderlo; no tenía yo derecho alguno para esperarlo de tí. Tu interés se limitaba a tus comidas y a tus caprichos. Tus deseos se reducían a las diversiones y a los placeres más o menos ordinarios. Estos eran los que necesitaba tu temperamento, o lo que creía necesitar por el momento. Hubiera debido prohibirte la entrada en mi casa y mis habitaciones, fuera de las invitaciones especiales. Me censuro sin reservas por mi debilidad. Ello no fue más que una debilidad. Media hora con el Arte representaba siempre para mí más que un siglo contigo. Nada, en ningún momento, tuvo realmente para mí la menor importancia comparado con el Arte. Pero, en el caso de un artista, la debilidad es nada menos que un crimen cuando esa debilidad es la que paraliza la imaginación.

Me censuro por haber permitido que me llevaras a la ruina financiera total y deshonrosa. Recuerdo que una mañana, a principios de octubre del 92, estaba yo sentado en los ya amarillentos bosques de Bracknell con tu madre. En aquella época conocí muy poco tu verdadero carácter. Había estado contigo desde el sábado hasta el lunes en Oxford. Permaneciste conmigo en Cromer unos diez días, jugando al golf. La conversación recayó sobre ti y tu madre empezó a hablarme de tu carácter. Me señaló tus dos principales defectos: tu vanidad y tu 'absoluta equivocación' en materia de dinero, como ella la calificó. Recuerdo perfectamente que me hizo reir mucho. No tenía entonces idea de que la primera me llevaría a la cárcel, y la segunda, a la bancarrota. Pensé que la vanidad era una flor graciosa para ser lucida por una joven. En cuanto a la extravagancia (pues pensaba que no se trataba más que de extravagancias), las virtudes de prudencia y de economía no se encontraban ni en mi propia naturaleza ni en mi propia raza. Pero antes de cumplir un mes nuestra amistad, empecé a comprender lo que quería decir realmente tu madre. Tu insistencia en llevar una vida de despreocupada profusión, tus incesantes demandas de dinero, tu pretensión de que todos tus placeres tenían que ser pagados por mí, estuviese o no estuviese yo contigo, me ocasionaron algún tiempo después serias dificultades monetarias; y lo que en todo caso hizo tus extravagancias tan monótonamente aburridas a medida que tu influencia sobre mi resultaba cada vez más poderosa, fue que aquél dinero se gastaba casi exclusivamente en el solo gusto de comer, de beber o en otras cosas por el estilo. De cuando en cuando produce alegría tener la mesa roja de vino y de rosas; pero tu rebasabas todos los gustos y toda la templanza. Pedías sin piedad y recibías sin gratitud. Habías llegado a creer que tenías una especie de derecho a vivir a mis expensas y con un lujo profuso al que no habías estado nunca acostumbrado y que, por esta misma razón, hacia que tus apetitos fuesen aun mayores; y, finalmente si perdías dinero en el juego en algún casino de Argel, me telegrafiabas sencillamente a la mañana siguiente a Londres, pidiéndome que ingresase el importe de tus pérdidas, a tu nombre, en el Banco, y luego no volvías a pensar en ello.

Solo te diré que entre el otoño de 1892 y la fecha de mi reclusión he gastado contigo y para ti más de 5,000 libras, en dinero contante y sonante, sin mencionar las letras que he aceptado; y con esto podrás tener idea del género de vida en que persistías. ¿Crees que exagero? Mis gastos contigo fluctuaban, en un día corriente, en Londres (comer, cenar, diversiones, coches y lo demás), entre 12 y 20 libras, y los gastos de la semana estaban, naturalmente, en proporción, y se elevaban de 80 a 130 libras. Durante nuestros tres meses en Goring, nuestros gastos (comprendiendo, naturalmente el alquiler) sumaron 1,340 libras. Paso a paso, con el liquidador de quiebras, he tenido que revisar cada detalle de mi vida. Fue horrible. El plain living and high thinking [Vida sencilla y elevado pensamiento] era, naturalmente, un ideal que en aquella época no hubiera sabido apreciar; pero semejante extravagancia resultó una desgracia para nosotros dos.

Una de las comidas más deliciosas que recuerdo haber celebrado nunca fue la de una noche en que Robbie y yo comimos en un cafetín de Soho y que me costó aproximadamente tantos chelines como libras me costaban mis comidas contigo. De mi comida con Robbie salió el primero y el mejor de todos mis diálogos. Idea, título, forma, composición, todo surgió en un cubierto de tres francos cincuenta. De las extravagantes cenas contigo no me queda sino el recuerdo de haber comido y bebido en exceso. Y para tí fue funesto que cediese así a tus peticiones. Ahora ya lo sabes. Eso te llevó a pedir con frecuencia, a veces con bastantes pocos escrúpulos y siempre sin piedad. Había, en demasiadas ocasiones, demasiado poco placer o privilegio en ser tu compañero. Olvidabas, no diré la cortesía formal de los agradecimientos, pues la cortesía formulista es una traba entre amigos íntimos, sino simplemente el encanto de una compañía amable, el hechizo de una conversación grata [] y todas esas seductoras bondades que hacen bella la vida y que son el acompañamiento en la vida, como podría serlo la música, armonizando las cosas y llenando de melodía los lugares austeros y silenciosos. Y aunque te parezca extraño que alguien, colocado en la terrible situación en que me encuentro en este momento, pueda encontrar diferencia entre una desgracia y otra, reconozco, sin embargo, francamente, que la locura de haber tirado todo ese dinero por ti y de haberte dejado dilapidar mi fortuna, a riesgo tuyo y mío, presta a mis propios ojos una nota de depravación a mi bancarrota, que me hace sentirme doblemente avergonzado. Estaba yo hecho para otras cosas.

Pero por encima de todo me censuro por la completa degradación ética en que dejé que me sumieras. La base del carácter es la voluntad, y mi voluntad llegó a estar absolutamente sometida a la tuya. Parece grotesco decirlo; pero es la pura verdad. Aquellos escándalos incesantes que te parecían ser físicamente necesarios, y durante los cuales tu espíritu y tu cuerpo se contorsionaban, convirtiéndote en un ser tan horrible de ver como de escuchar; aquella desastrosa manía que habías heredado de tu padre, la manía de escribir cartas indignantes y repulsivas; tu completa impotencia para dominar tus emociones, como lo demostraban tus largas frases irritadas de pesado silencio, así como los súbitos accesos de una rabia casi epiléptica, a todas estas cosas se refería una de mis cartas dirigida a ti, que dejaste caer en el Savoy o en otro hotel y que fue presentada al tribunal por el abogado de tu padre, carta que contenía una súplica no desprovista de patetismo (suponiendo que en aquella época hubieses sido capaz de reconocer el patetismo en sus elementos o en su expresión); esas cosas, digo, fueron el origen y la causa de mi fatal complacencia a tus peticiones, que aumentaban a diario. Me agotabas. Fue el triunfo del temperamento minúsculo sobre el grande. Fue el caso de esa tiranía del débil sobre el fuerte que en algún pasaje de una de mis obras he descrito como la 'única tiranía duradera'. Y era inevitable. En todas las relaciones de la vida con el prójimo hay que encontrar el moyen de vivre [modo o medio de vivir].

No había más que ceder ante ti o imponerse a ti. Y yo en razón de mi profunda, pero equivocada, inclinación ante ti, de la auténtica compasión que sentía hacia los defectos de tu carácter y de tu temperamento, de mi probada bondad de corazón; en razón a mi innata indolencia céltica y a mi odio como artista a las maneras populacheras y a los epítetos malsonantes; en razón de una incapacidad de rencor, característica en mí en aquél tiempo; de mi repulsión a considerar la vida en su amargura y en su fealdad, y también, en realidad, porque tenía fijos mis ojos en cosas diferentes, lo cual me hacía juzgar todo aquello como simples fruslerías, demasiado insignificantes para merecer algo que no fuese un momentáneo interés; en razón de todo eso, y por sencillo que pueda parecer, siempre fui el que cedió. Ello trajo como consecuencia inmediata que tus pretensiones, tus ansias de dominación y tus abrumadoras exigencias aumentasen hasta lo absurdo. El más mísero de tus impulsos, la más baja de tus apetencias y la más abyecta de tus pasiones, se transformaron para ti en leyes que debían regir siempre la vida de los demás y a las que estas tenían que ser sacrificadas fatalmente, sin el menor escrúpulo. Sabías muy bien que te era suficiente con provocar un escándalo para imponer tu caprichosa voluntad, y por eso era muy natural que quizá inconscientemente, no lo dudo, agudizas la violencia hasta lo inverosímil. Incluso ya no sabías ni qué finalidad perseguías ni hacia que fin te lanzabas. Tras haber sometido a tu capricho mi talento y adueñarte de mi voluntad y casi de mis bienes, precisabas apoderarte también , a impulsos de la insaciable codicia que te segaba, de mi propia existencia. y lo conseguiste: este fue el momento más crítico de mi vida, el de un aspecto más trágico. Precisamente al ir yo a dar aquél paso tan lamentable de mi estúpido proceso, me atacaste simultáneamente: tu padre, por medio de soeces tarjetas dejadas en mi club, y tú, escribiéndome cartas igualmente insultantes. La carta tuya que recibí el mismo día en que me dejé arrastrar por tí y fui a solicitar de la policia una orden de detención contra tu progenitor es una de las más ignominiosas que hayas escrito, impulsado, además, por los motivos más oprobiosos; entre los dos me habían hecho perder la cabeza, transtornándome el juicio, que fue substituido por un miedo irreflexivo. Me pareció no tener ya (lo confieso con toda sinceridad) posibilidad alguna de verme libre de ustedes dos. Y tambaleándome, como la res conducida al matadero, me precipité hacia el abismo, cegado por aquél pavor. Cometí con ello una tremenda equivocación psicológica.

Había pensado siempre que mis concesiones frente a ti en cosas pequeñas no significaban nada grave, y que cuando llegase un momento decisivo podría devolver a mi voluntad su natural superioridad. No ocurrió así. Al llegar el momento decisivo me falló por completo la voluntad. En la vida no hay, en realidad, ni grandes ni pequeñas cosas. Todas las cosas tienen un valor igual y una altura idéntica. Mi costumbre (debida al principio a la indiferencia) de ceder en todo ante ti se había convertido insensiblemente en una parte real de mi naturaleza. Sin que me diese cuenta, había inmovilizado mi temperamento en un estado permanente y fatal. Por eso, en el sutil epílogo de la primera edición de sus Ensayos dice Pater que 'el fracaso consiste en contraer hábitos'. Cuando lo dijo, las taciturnas gentes de Oxford tomaron la frase por una simple inversión premeditada del texto algo pesado de la Ética aristotélica; pero detrás hay oculta una verdad maravillosa, terrible. Te he permitido minar mi fuerza de carácter, y para mí la formación de ese hábito no constituyó tan solo el fracaso, sino la ruina. Eticamente fuiste para mí más funesto aún que lo habías sido artísticamente.

Conseguida la orden de arresto, tu voluntad lo rigió todo, naturalmente. En un momento en que hubiera yo debido entrar en Londres, recogiendo sanos consejos y contemplando con calma la trampa repugnante en que me había dejado coger (el 'engañabobos', como todavía lo llama tu padre), tú insististe en llevarme a Montecarlo, el lugar más indignante que existe en este mundo de Dios, a fin de que, lo mismo de día que de noche, pudieses jugar, mientras estuviese abierto el casino. En cuanto a mí, para quien el bacarrá no posee ningún interés, fui dejado solo conmigo mismo en la puerta. Te negabas a discutir, ni siquiera cinco minutos, la situación a la que tú y tu padre me habiaís llevado. Mi tarea se reducía simplemente a pagar tus gastos de hotel y tus pérdidas. La más leve alusión a la desgracia que me esperaba era considerada como un engorro. Una nueva marca de champaña que te recomendaban tenía para tí mayor interés. A nuestro regreso a Londres, aquellos amigos que realmente deseaban mi bien, me suplicaron que marchase al extranjero y que no iniciase un proceso imposible. Los acusaste de tener bajas intenciones por darme semejante consejo, y a mí, de cobarde por oírlos. Me obligaste a quedarme y a alardear de descaro, en lo posible, ante el Tribunal, con absurdos y estúpidos perjurios. Y al final, naturalmente fui detenido, y tu padre se convirtió en el héroe del día.

Mucho más aún: tu noble familia figura ahora figura ahora, lo cual resulta bastante cómico, entre los inmortales. Pues merced a esa risible consecuencia, que se diría es un exponente gótico de la Historia y que ha servido para convertir a Clío en la menos seria de todas las Musas, tu padre será recordado como uno de los seres ejemplares más puramente intencionados de la literatura moralizadora; tú tendrás un puesto junto al niño Samuel, mientras que yo me encuentro hundido en el más espeso fango, situado entre los célebres Gilles de Retz y el Marqués de Sade.

Es indiscutible que yo hubiera debido apartarme de ti, sacudirte de mi vida, como se sacude a la polilla de un traje. Esquilo, en una de sus más maravillosas tragedias, nos narra esa historia del poderoso señor que criaba un cachorro de león en su morada. Teníale el animal un verdadero cariño, pues acudía en cuanto le llamaba, y se rozaba mimoso contra él cuando quería comer. Pero, al crecer, la fiera reveló su verdadera naturaleza, destrozando a su amo y devastando su casa y todo cuanto este poseía. Y yo comprendo que fui como aquél joven noble. Aunque mi pecado no consistió en no haberme apartado de ti, sino en haberlo hecho con demasiada frecuencia.

Si no recuerdo mal, ponía yo fin a nuestra amistad cada tres meses con regularidad. Y cada vez que lo hice lograste, por medio de súplicas, telegramas, cartas, intervención de tus amigos y de los míos, etc., persuadirme para que te autorizase a volver.

Cuando, a fines de marzo de 1893, te marchaste de mi casa de Torquay, tu despedida en la noche anterior a tu partida fue de tal modo indigna, que tomé la firme resolución de no volver a dirigirte la palabra ni consentir jamás en lo sucesivo, bajo pretexto alguno, que estuvieses a mi lado. Por cartas y por telegramas desde Bristol, me suplicaste que te perdonase, que fuese a reunirme contigo, que olvidase lo sucedido. Uno de tus profesores (Campbell Dogson) de la Universidad, que se encontraba allí, me confesó que con mucha frecuencia no se te podía considerar responsable de tus actos ni de tus palabras, y que esta opinión era la de casi todos los estudiantes del Colegio Magdalen. Accedí a ir a reunirme contigo, y, como es natural, te perdoné . Durante nuestro viaje a Londres me rogaste encarecidamente que te acompañase al Hotel Savoy, visita que había de ser verdaderamente funesta para mí. Pasados tres meses, en junio, nos encontrábamos en Goring. Varios conocidos tuyos de Oxford vinieron a pasar con nosotros los días del week-end. La mañana del lunes, cuando se marchaban, armaste un escándalo tan atroz y desconsiderado que te aseguré que era indispensable nuestra separación. Recuerdo muy bien que, estando en aquél terreno de croquet, bordeado de césped, te demostré que nos amargábamos mútuamente la existencia, que trastornabas por completo la mía, que tampoco yo te hacía felíz evidentemente, y que lo más sensato que podíamos hacer era despedirnos definitivamente y separarnos por completo. Te fuiste a almorzar muy ofendido y dejaste al camarero una carta para mí llena de insultos, encargando que me la entregase después de haberte marchado. No habían transcurrido tres días cuando me suplicabas humildemente, desde Londres, en un telegrama, que volviera a perdonarte y que te permitiese volver junto a mí.

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La fuente documental del texto se la debemos a la paciente labor de Julio Gómez de la Serna, wildeano laborioso que entregó su trabajo a la Editorial Aguilar, quién publicó en un sólo tomo, en 1943, y después en 1967, las "Obras Completas" de Oscar Wilde. Madrid, España. Págs.1155 a 1254.

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