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La
Verdad y las Formas Jurídicas
Conferencia
Cuarta (1990)
En la
conferencia anterior procuré mostrar cuáles fueron los mecanismos y los
efectos de la estatización de la justicia penal en la Edad Media. Quisiera que
nos situásemos ahora a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en el
momento en que se constituye lo que, en ésta y la próxima conferencia,
intentaré analizar bajo el nombre de sociedad disciplinaria. La sociedad
contemporánea puede ser denominada -por razones que explicaré- sociedad
disciplinaria. Quisiera mostrar cuáles son las formas de prácticas penales que
caracterizan a esta sociedad, cuáles son las relaciones de poder que subyacen a
estas prácticas penales, y cuáles son las formas de saber, los tipos de
conocimiento, los tipos de sujetos de conocimiento que emergen a partir y en el
espacio de esta sociedad disciplinaria que es la nuestra.
La
formación de la sociedad disciplinaria puede ser caracterizada por la aparición,
a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, de dos hechos contradictorios, o
mejor dicho, de un hecho que tiene dos aspectos, dos lados que son aparentemente
contradictorios: la reforma y reorganización del sistema judicial y penal en
los diferentes países de Europa y el mundo. Esta transformación no presenta
las mismas formas, amplitud y cronología en los diferentes países.
En
Inglaterra, por ejemplo, las formas de la justicia permanecieron relativamente
estables, mientras que el contenido de las leyes, el conjunto de conductas
reprimibles desde el punto de vista penal se modificó profundamente. En el
siglo XVIII había en Inglaterra 313 ó 315 conductas capaces de llevar a
alguien a la horca, al cadalso, 315 delitos que se castigaban con la pena de
muerte. Esto convertía al código, la ley y el sistema penal inglés del siglo
XVIII en uno de los más salvajes y sangrientos que conoce la historia de la
civilización. Esta situación se modificó profundamente a comienzos del siglo
XIX sin que cambiaran sustancialmente las formas y las instituciones judiciales
inglesas. En Francia, por el contrario, se produjeron modificaciones muy
profundas en las instituciones penales manteniendo intacto el contenido de la
ley penal.
¿En
qué consisten estas transformaciones de los sistemas penales? Por una parte, en
una reelaboración teórica de la ley penal que puede encontrarse en Beccaria,
Bentham, Brissot y los legisladores a quienes se debe la redacción del primero
y segundo código penal francés de la época revolucionaria.
El
principio fundamental del sistema teórico de la ley penal definido por estos
autores es que el crimen, en el sentido penal del término o, más técnicamente,
la infracción, no ha de tener en adelante relación alguna con la falta moral o
religiosa. La falta es una infracción a la ley natural, a la ley religiosa, a
la ley moral; por el contrario, el crimen o la infracción penal es la ruptura
con la ley, ley civil explícitamente establecida en el seno de una sociedad por
el lado legislativo del poder político. Para que haya infracción es preciso
que haya también un poder político, una ley, y que esa ley haya sido
efectivamente formulada. Antes de la existencia de la ley no puede haber
infracción. Según estos teóricos, sólo pueden sufrir penalidades las
conductas efectivamente definidas como reprimibles por la ley.
Un
segundo principio es que estas leyes positivas formuladas por el poder político
de una sociedad, para ser consideradas buenas, no deben retranscribir en términos
positivos los contenidos de la ley natural, la ley religiosa o la ley moral. Una
ley penal debe simplemente representar lo que es útil para la sociedad, definir
como reprimible lo que es nocivo, determinando así negativamente lo que es útil.
El
tercer principio se deduce naturalmente de los dos primeros: una definición
cIara y simple del crimen. El crimen no es algo emparentado con el pecado y la
falta, es algo que damnifica a la sociedad, es un daño social, una perturbación,
una incomodidad para el conjunto de la sociedad.
Hay
también, por consiguiente, una nueva definición del criminal: el criminal es
aquél que damnifica, perturba la sociedad. El criminal es el enemigo social.
Esta idea aparece expresada con mucha claridad en todos estos teóricos y también
figura en Rousseau, quien afirma que el criminal es aquel individuo que ha roto
el pacto social. El crimen y la ruptura del pacto social son nociones idénticas,
por lo que bien puede deducirse que el criminal es considerado un enemigo
interno. La idea del criminal como enemigo interno, como aquel individuo que
rompe el pacto que teóricamente había establecido con la sociedad es una
definición nueva y capital en la historia de la teoría del crimen y la
penalidad.
Si el
crimen es un daño social y eI criminal un enemigo de la sociedad, ¿cómo debe
tratar la ley penal al criminal y cómo debe reaccionar frente al crimen? Si el
crimen es una perturbación para la sociedad y nada tiene que ver con la falta,
con la ley divina natural, religiosa, etc., es claro que la ley penal no puede
prescribir una venganza, la redención de un pecado. La ley penal debe permitir
sólo la reparación de la perturbación causada a la sociedad. La ley penal
debe ser concebida de tal manera que el daño causado por el individuo a la
sociedad sea pagado; si esto no fuese posible, es preciso que ese u otro
individuo no puedan jamás repetir el daño que han causado. La ley penal debe
reparar el mal o impedir que se cometan males semejantes contra el cuerpo
social.
De
esta idea se extraen, según estos teóricos, cuatro tipos posibles de castigo.
En primer lugar el castigo expresado en la afirmación: . Es la idea que se
encuentra frecuentemente en estos autores -Beccaria, Bentham, etc.- de que en
realidad el castigo ideal sería simplemente expulsar a las personas,
exiliarlas, destinarlas o deportarlas, es decir, el castigo ideal sería la
deportación.
La
segunda posibilidad es una especie de exclusión. Su mecanismo ya no es la
deportación material, la transferencia fuera del espacio social sino el
aislamiento dentro del espacio moral, psicológico, público, constituido por la
opinión. Es la idea de los castigos al nivel de escándalo, la vergüenza, la
humillación de quien cometió una infracción. Se publica su falta, se muestra
a la persona públicamente, se suscita en el público una reacción de aversión,
desprecio, condena. Esta era la pena. Beccaria y los demás inventaron
mecanismos para provocar vergüenza y humillación.
La
tercera pena es la reparación del daño social, el trabajo forzado, que
consiste en obligar a las personas a realizar una actividad útil para el Estado
o la sociedad de tal manera que el daño causado sea compensado. Tenemos así
una teoría del trabajo forzado.
Por último,
en cuarto lugar, la pena consiste en hacer que el daño no pueda ser cometido
nuevamente, que el individuo en cuestión no pueda volver a tener deseos de
causar un daño a la sociedad semejante al que ha causado, en hacer que le
repugne para siempre el crimen cometido. Y para obtener ese resultado la pena
ideal, la que se ajusta en la medida exacta, es la pena del Talión. Se mata a
quien mató, se confiscan los bienes de quien robó y, para algunos de los teóricos
del siglo XVIII, quien cometió una violación debe sufrir algo semejante.
Henos
aquí, pues con un abanico de penalidades: deportación, trabajo forzado, vergüenza,
escándalo público y pena del Talión, proyectos presentados efectivamente no sólo
por teóricos puros como Beccaria sino también por legisladores como Brissot y
Lepelletier de Saint-Fargeau que participaron en la elaboración del primer Código
Penal Revolucionario. Ya se había avanzado bastante en la organización de la
penalidad centrada en la infracción penal y en la infracción a una ley que
representa la utilidad pública. Todo deriva de esto, incluso el cuadro mismo de
las penalidades y el modo como son aplicadas.
Tenemos
así estos proyectos y textos, e incluso decretos adoptados por las Asambleas.
Pero si observamos lo que realmente ocurrió, cómo funcionó la penalidad
tiempo después, hacia el año 1820, en la época de la Restauración en Francia
y de la Santa Alianza en Europa, notamos que el sistema de penalidades adoptado
por las sociedades industriales en formación, en vías de desarrollo, fue
enteramente diferente del que se había proyectado años antes. No es que la práctica
haya desmentido a la teoría sino que se desvió rápidamente de los principios
teóricos enunciados por Beccaria y Bentham.
Volvamos
al sistema de penalidades. La deportación desapareció muy rápidamente, el
trabajo forzado quedó en general como una pena puramente simbólica de reparación;
los mecanismos de escándalo nunca llegaron a ponerse en práctica; la pena del
Talión desapareció con la misma rapidez y fue denunciada como arcaica por una
sociedad que creía haberse desarrollado suficientemente.
Estos
proyectos muy precisos de penalidad fueron sustituidos por una pena muy curiosa
que apenas había sido mencionada por Beccaria y que Brissot trataba de manera
muy marginal: nos referimos al encarcelamiento, la prisión. La prisión no
pertenece al proyecto teórico de la reforma de la penalidad del siglo XVIII,
surge a comienzos del siglo XIX como una institución de hecho, casi sin
justificación teórica.
No sólo
la prisión, que no estaba prevista en el programa del siglo XVIII y que se
generalizará durante el siglo siguiente, sino también la legislación penal
sufrirá una formidable inflexión en relación con lo que estaba establecido en
la teoría.
En
efecto, desde comienzos del siglo XIX y de manera cada vez más acelerada con el
correr del siglo, la legislación penal se irá desviando de lo que podemos
llamar utilidad social; no intentará señalar aquello que es socialmente útil
sino, por el contrario, tratará de ajustarse al individuo. Puede citarse como
ejemplo las grandes reformas de la legislación penal en Francia y los demás países
europeos entre 1825 y 1850-60, que consisten en la organización de, por así
decirlo, circunstancias atenuantes: la aplicación rigurosa de la ley, tal como
se expone en el Código puede ser modificada por decisión del juez o el jurado
y en función del individuo sometido a juicio. La utilización de las
circunstancias atenuantes que asume paulatinamente una importancia cada vez
mayor falsea considerablemente el principio de una ley universal que representa
únicamente los intereses sociales. Por otra parte, la penalidad del siglo XIX
se propone cada vez menos definir de modo abstracto y general qué es nocivo
para la sociedad, alejar a los individuos dañinos o impedir que reincidan en
sus delitos. De modo cada vez más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene
en vista menos la defensa general de la sociedad que el control y la reforma
psicológica y moral de las actitudes y el comportamiento de los individuos.
Esta es una forma de penalidad totalmente diferente de la prevista en el siglo
XVIII, puesto que el gran principio de la penalidad para Beccaria era que no
habría castigo sin una ley explícita y sin un comportamiento también explícito
que violara esa ley.
Toda
la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen
los individuos está de acuerdo o no con la ley sino más bien al nivel de lo
que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a
punto de hacer.
Así,
la gran noción de la criminología y la penalidad de finales del siglo XIX fue
el escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad. La noción
de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad
al nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de las infracciones
efectivas a una ley también efectiva sino de las virtualidades de
comportamiento que ellas representan.
El último
punto fundamental que la teoría penal cuestiona aún más profundamente que
Beccaria es que, para asegurar el control de los individuos -que no es ya reacción
penal a lo que hacen sino control de su comportamiento en el mismo momento en
que se esboza- la institución penal no puede estar en adelante enteramente en
manos de un poder autónomo, el poder judicial.
Con
ello se llega a cuestionar la gran separación atribuida a Montesquieu -o al
menos formulada por él- entre poder judicial, poder ejecutivo y poder
legislativo. El control de los individuos, esa suerte de control penal punitivo
a nivel de sus virtualidades no puede ser efectuado por la justicia sino por una
serie de poderes laterales, al margen de la justicia, tales como la policía y
toda una red de instituciones de vigilancia y corrección: la policía para la
vigilancia, las instituciones psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas
y pedagógicas para la corrección. Es así que se desarrolla en el siglo XIX
alrededor de la institución judicial y para permitirle asumir la función de
control de los individuos al nivel de su peligrosidad, una gigantesca maquinaria
de instituciones que encuadrarán a éstos a lo largo de su existencia;
instituciones pedagógicas como la escuela, psicológicas o psiquiátricas como
el hospital, el asilo, etc. Esta red de un poder que no es judicial debe desempeñar
una de las funciones que se atribuye la justicia a sí misma en esta etapa:
función que no es ya de castigar las infracciones de los individuos sino de
corregir sus virtuaIidades.
Entramos
así en una edad que yo llamaría de ortopedia social. Se trata de una forma de
poder, un tipo de sociedad que yo llamo sociedad disciplinaria por oposición a
las sociedades estrictamente penales que conocíamos anteriormente. Es la edad
del control social. Entre los teóricos que he citado hay uno que de algún modo
previó y presentó un esquema de esta sociedad de vigilancia, de gran ortopedia
social, me refiero a Jeremías Bentham. Pido disculpas a los historiadores de la
filosofía por esta afirmación pero creo que Bentham es más importante, para
nuestra sociedad, que Kant o Hegel. Nuestras sociedades deberían rendirle un
homenaje, pues fue él quien programó, definió y describió de manera precisa
las formas de poder en que vivimos, presentándolas en un maravilloso y célebre
modelo de esta sociedad de ortopedia generalizada que es el famoso Panóptico,
forma arquitectónica que permite un tipo de poder del espíritu sobre el espíritu,
una especie de institución que vale tanto para las escuelas como para los
hospitales, las prisiones, los reformatorios, los hospicios o las fábricas.
El Panóptico
era un sitio en forma de anillo en medio del cual había un patio con una torre
en el centro. El anillo estaba dividido en pequeñas celdas que daban al
interior y al exterior y en cada una de esas pequeñas celdas había, según los
objetivos de la institución, un niño aprendiendo a escribir, un obrero
trabajando, un prisionero expiando sus culpas, un loco actualizando su locura,
etc. En la torre central había un vigilante y como cada celda daba al mismo
tiempo al exterior y al interior, la mirada del vigilante podía atravesar toda
la celda; en ella no había ningún punto de sombra y, por consiguiente, todo lo
que el individuo hacía estaba expuesto a la mirada de un vigilante que
observaba a través de persianas, postigos semicerrados, de tal modo que podía
ver todo sin que nadie, a su vez, pudiera verlo. Para Bentham, esta pequeña y
maravillosa argucia arquitectónica podía ser empleada como recurso para toda
una serie de instituciones. El Panóptico es la utopía de una sociedad y un
tipo de poder que es, en el fondo la sociedad que actualmente conocemos, utopía
que efectivamente se realizó. Este tipo de poder bien puede recibir el nombre
de panoptismo: vivimos en una sociedad en la que reina el panoptismo.
El
panoptismo es una forma de saber que se apoya ya no sobre una indagación sino
sobre algo totalmente diferente que yo llamaría examen. La indagación era un
procedimiento por el que se procuraba saber lo que había ocurrido. Se trataba
de reactualizar un acontecimiento pasado a través de los testimonios de
personas que, por una razón u otra -por su sabiduría o por el hecho de haber
presenciado el acontecimiento-, se consideraba que eran capaces de saber.
En el
Panóptico se producirá algo totalmente diferente: ya no hay más indagación
sino vigilancia, examen. No se trata de reconstituir un acontecimiento sino
algo, o mejor dicho, se trata de vigilar sin interrupción y totalmente.
Vigilancia permanente sobre los individuos por alguien que ejerce sobre ellos un
poder -maestro de escuela, jefe de oficina, médico, psiquiatra, director de
prisión- y que, porque ejerce ese poder, tiene la posibilidad no sólo de
vigilar sino también de constituir un saber sobre aquellos a quienes vigila. Es
éste un saber que no se caracteriza ya por determinar si algo ocurrió o no,
sino que ahora trata de verificar si un individuo se conduce o no como debe, si
cumple con las reglas, si progresa o no, etc.. Este nuevo saber no se organiza
en torno a cuestiones tales como ; no se ordena en términos de presencia o
ausencia, existencia o no-existencia, se organiza alrededor de la norma,
establece qué es normal y qué no lo es, qué cosa es incorrecta y qué otra
cosa es correcta, qué se debe o no hacer.
Tenemos así, a diferencia del gran saber de indagación que se organizó en la
Edad Media a partir de la confiscación estatal de la justicia y que consistía
en obtener los instrumentos de reactualización de hechos a través del
testimonio, un nuevo saber totalmente diferente, un saber de vigilancia, de
examen, organizado alrededor de la norma por el control de los individuos
durante toda su existencia. Esta es la base del poder, la forma del saber-poder
que dará lugar ya no a grandes ciencias de observación como en el caso de la
indagación sino a lo que hoy conocemos como ciencias humanas: Psiquiatría,
Psicología, Sociología, etc.. Quisiera analizar ahora cómo se dio este
proceso, cómo se llegó a tener por un lado una determinada teoría penal que
planteaba claramente una cantidad de cosas, y por otro lado una práctica real,
social, que condujo a resultados totalmente diferentes. Tomaré sucesivamente
dos ejemplos que se encuentran entre los más importantes y determinantes de
este proceso: Inglaterra y Francia; dejaré de lado el ejemplo de los Estados
Unidos, que también es importante. Me propongo mostrar cómo en Francia y sobre
todo en Inglaterra existió una serie de mecanismos de control de la población,
control permanente del comportamiento de los individuos. Estos mecanismos se
formaron oscuramente durante el siglo XVIII respondiendo a ciertas necesidades y
fueron asumiendo cada vez más importancia hasta extenderse finalmente a toda la
sociedad y acabar imponiéndose a una práctica penal. Esta nueva teoría no era
capaz de dar cuenta de estos fenómenos de vigilancia nacidos totalmente fuera
de ella y tampoco podía programarlos. Bien puede decirse que la teoría penal
del siglo XVIII ratifica una práctica judicial formada en la Edad Media, la
estatización de la justicia: Beccaria piensa en términos de una justicia
estatizada. Aun cuando fue, en cierto sentido, un gran reformador, no vio cómo
nacían a un lado y fuera de esa justicia estatizada procesos de control que
acabarían siendo el verdadero contenido de la nueva práctica penal.
¿Cuáles
son, de dónde vienen y a qué responden estos mecanismos de control?.
Consideremos el ejemplo de Inglaterra. Desde la segunda mitad del siglo XVIII se
forman, en niveles relativamente bajos de la escala social, grupos espontáneos
de personas que se atribuyen, sin ninguna delegación por parte de un poder
superior, la tarea de mantener el orden y crear, para ellos mismos, nuevos
instrumentos para asegurarlo. Estos grupos proliferaron durante todo el siglo
XVIII. Según un orden cronológico, hubo en primer lugar comunidades religiosas
disidentes del anglicanismo -cuáqueros, metodistas- que se encargaban de
organizar su propia policía. Es así que entre los metodistas, Wesley, por
ejemplo, visitaba las comunidades metodistas en viaje de inspección a la manera
de los obispos de la alta Edad Media. A él se sometían todos los casos de
desorden: embriaguez, adulterio, vagancia, etc. Las sociedades de amigos de
inspiración cuáquera funcionaban de manera semejante. Todas estas sociedades
tenían la doble tarea de vigilar y asistir. Asistían a los que carecían de
medios de subsistencia, a quienes no podían trabajar porque eran muy viejos,
estaban enfermos o padecían una enfermedad mental; pero al mismo tiempo que los
ayudaban se asignaban la posibilidad y el derecho de observar en qué
condiciones era dada la asistencia: observar si el individuo que no trabajaba
estaba efectivamente enfermo, si su pobreza y miseria se debían a libertinaje,
a embriaguez o a vicios diversos. Eran, pues, grupos de vigilancia espontáneos
de origen, funcionamiento e ideología profundamente religiosos.
En
segundo lugar hubo al lado de estas comunidades propiamente religiosas, unas
sociedades relacionadas con ellas aunque se situaban a una cierta distancia. Por
ejemplo, a finales del siglo XVII, en Inglaterra (1692) se fundó una sociedad
llamada curiosamente (del comportamiento, de la conducta). En la época de la
muerte de Guillermo III esta sociedad tenía cien filiales en Inglaterra y diez
en Irlanda, sólo en la ciudad de Dublín. Esta sociedad, que desapareció a
comienzos del siglo XVIII y reapareció bajo la influencia de Wesley en la
segunda mitad del siglo, se proponía reformar las maneras: hacer respetar el
domingo (es en gran parte gracias a la acción de estas grandes sociedades que
debemos el exciting, domingo inglés), impedir el juego, las borracheras,
reprimir la prostitución, el adulterio, las imprecaciones y blasfemias, en
suma, todo aquello que pudiese significar desprecio a Dios. Tratábase, como
dice Wesley en sus sermones, de impedir que la clase más baja y vil se
aprovechara de los jóvenes sin experiencia para arrancarles su dinero.
A
finales del siglo XVIII esta sociedad es superada en importancia por otra
inspirada por un obispo y algunos aristócratas de la corte que se llamaba ,
porque había conseguido obtener del rey una proclama para el fomento de la
piedad y la virtud. Esta sociedad se transforma en 1802 y recibe el título
característico de , teniendo por objetivo hacer respetar el domingo, impedir la
circulación de libros licenciosos y obscenos, plantear acciones judiciales
contra la mala literatura y mandar cerrar las casas de juego y prostitución.
Esta sociedad, aun cuando seguía siendo una organización con fines
esencialmente morales y cercana a los grupos religiosos, ya estaba un poco
laicizada.
En
tercer lugar, encontramos en la Inglaterra del siglo XVIII otros grupos más
interesantes e inquietantes: grupos de autodefensa de carácter paramilitar.
Estos grupos surgieron como respuesta a las primeras grandes agitaciones
sociales que no son aún proletarias pero que sí configuran grandes movimientos
políticos y sociales de fuerte connotación religiosa a finales del siglo
XVIII, en particular, el movimiento de los partidarios de Lord Gordon. Los
sectores más acomodados, la aristocracia, la burguesía, se organizan en grupos
de autodefensa y es así que surgen una serie de asociaciones -la , la - espontáneamente,
sin ayuda o con un apoyo lateral del poder. Estas asociaciones tienen por función
hacer que reine el orden político, penal o simplemente el orden, en un barrio,
una ciudad, una región o un condado.
En una última categoría de sociedad están las propiamente económicas. Las
grandes compañías y sociedades comerciales se organizan como policías
privadas para defender su patrimonio, sus stocks, sus mercancías y barcos
anclados en el puerto de Londres contra los amotinadores, el bandidismo y el
pillaje cotidiano de los pequeños ladrones. Estas policías dividían los
barrios de grandes ciudades como Londres o Liverpool en organizaciones privadas.
Las
sociedades de este tipo respondían a una necesidad demográfica o social, la
urbanización, las migraciones masivas provenientes del campo y que
paulatinamente se concentraban en las ciudades; respondían también -y
volveremos sobre este asunto- a una transformación económica importante, una
nueva forma de acumulación de la riqueza: cuando la riqueza comienza a
acumularse en forma de stocks, mercadería almacenada y máquinas, la cuestión
de su vigilancia y seguridad se transforma en un problema insoslayable; respondían
por último, a una nueva situación política. Las revueltas populares que
fueron inicialmente campesinas en los siglos XVI y XVII se convierten ahora en
grandes revueltas urbanas populares, y en seguida, proletarias.
Es
interesante observar la evolución de estas asociaciones espontáneas del siglo
XVIII: vemos un triple desplazamiento a lo largo de esta historia.
Consideremos
el primero de ellos: en un comienzo estos grupos eran provenientes de sectores
populares, de la pequeño-burguesía. Los cuáqueros y metodistas de finales del
siglo XVII y comienzos del XVIII que se organizaban para intentar suprimir los
vicios, reformar las maneras, eran pequeño-burgueses que se agrupaban con el
propósito evidente de hacer que reine el orden entre ellos y a su alrededor.
Pero esta voluntad de hacer reinar el orden era en realidad una forma de escapar
al poder político, pues éste contaba con un instrumento formidable, temible y
sanguinario: su legislación penal. En efecto, se podía ser ahorcado en más de
300 casos, lo cual significa que era muy fácil que la aristocracia o quienes
detentaban el aparato judicial ejercieran terribles presiones sobre las capas
populares. Se comprende por qué los grupos religiosos disidentes intentaban
escapar a un poder judicial tan sanguinario y amenazador.
Para
escapar a la acción de ese poder judicial los individuos se organizaban en
sociedades de reforma moral, prohibían la embriaguez, la prostitución, el robo
y en general todo aquello que pudiese dar pábulo a que el poder atacara al
grupo y lo destruyera, valiéndose de algún pretexto para emplear la fuerza.
Son, pues, más que nada grupos de autodefensa contra el derecho y no tanto
grupos de vigilancia efectiva. El refuerzo de la penalidad autónoma era una
manera de escapar a la penalidad estatal. Ahora bien, en el curso del siglo XVII
esos grupos cambiarán su inserción social y abandonarán paulatinamente su
base popular o pequeño-burguesa hasta que, al final del siglo quedarán
compuestos y/o alentados por personajes de la aristocracia, obispos, duques y
miembros de las clases acomodadas que les darán un nuevo contenido.
Se
produce así un desplazamiento social que indica claramente cómo la empresa de
reforma moral deja de ser una autodefensa penal para convertirse en un refuerzo
del poder de la autoridad penal misma. Junto al temible instrumento penal que ya
posee, el poder colocará a estos instrumentos de presión y control. Se trata,
en alguna medida, de un mecanismo de estatización de los grupos de control. El
segundo desplazamiento consiste en lo siguiente: mientras que en un comienzo el
grupo trataba de hacer reinar un orden moral diferente de la ley que permitiese
a los individuos escapar a sus efectos, a finales del siglo XVIII estos mismos
grupos -controlados y animados ahora por aristócratas y personas de elevada
posición social- se dan como objetivo esencial obtener del poder político
nuevas leyes que ratificaran ese esfuerzo moral. Se produce así un
desplazamiento de moralidad y penalidad.
En tercer lugar puede decirse que a partir de este momento el control moral
pasará a ser ejercido por las clases más altas, por los detentadores del
poder, sobre las capas más bajas y pobres, los sectores populares. Se convierte
así en un instrumento de poder de las clases ricas sobre las clases pobres, de
quienes explotan sobre quienes son explotados, lo que confiere una nueva
polaridad política y social a estas instancias de control. Citaré un texto que
data de 1804, hacia el final de esa evolución que intento exponer, texto
escrito por un obispo llamado Watson que predicaba ante la :
.
Imposible
ser más claro: las leyes son buenas, buenas para los pobres; desgraciadamente
los pobres escapan a las leyes, lo cual es realmente detestable. Los ricos también
escapan a las leyes, aunque esto no tiene la menor importancia puesto que las
leyes no fueron hechas para ellos. No obstante lo malo de esto es que los pobres
siguen el ejemplo de los ricos y no respetan las leyes. Por consiguiente, el
obispo Watson se siente en la obligación de decir a los ricos:
En
esta estatización progresiva, en este desplazamiento de las instancias de
control que pasan de las manos de la pequeña burguesía que intenta escapar al
poder a las del grupo social que detenta efectivamente el poder, en toda esta
evolución, podemos observar cómo se introduce y se difunde en un sistema penal
estatizado -el cual ignoraba por completo la moral y pretendía cortar los lazos
con la moralidad y la religión- una moralidad de origen religioso. La ideología
religiosa, surgida y fomentada en los grupos cuáqueros, y metodistas en la
Inglaterra del siglo XVII, viene ahora a despuntar en el otro polo, el otro
extremo de la escala social, del lado del poder, como instrumento de control de
arriba a abajo. Autodefensa en el siglo XVII, instrumento de poder a comienzos
del siglo XIX: este es el proceso que observamos en Inglaterra.
En
Francia se da un proceso bastante diferente debido a que, por ser un país de
monarquía absoluta, poseía un fuerte aparato estatal que la Inglaterra del
siglo XVIII ya no tenía porque había sido ya debilitado por la revolución
burguesa del siglo XVII. Inglaterra se había liberado de la monarquía absoluta
salteándose esa etapa que dura en Francia unos ciento cincuenta años.
El
aparato de Estado se apoyaba en Francia en un doble instrumento: un instrumento
judicial clásico -los parlamentos, las cortes, etc.- y un instrumento
para-judicial -la policía- cuya invención debemos al Estado francés. La policía
francesa estaba compuesta por los magistrados de policía, el cuerpo de la policía
montada, y los tenientes de policía; estaba dotada de instrumentos arquitectónicos
tales como la Bastilla, Bicêtre, las grandes Prisiones, etc.; y tenía también
sus aspectos institucionales como las curiosas lettres-de-cachet.
La
lettre-de-cachet no era una ley o un decreto sino una orden del rey referida a
una persona a título individual, por la que se le obligaba a hacer alguna cosa.
Podía darse el caso, por ejemplo, de que una persona se viera obligada a
casarse en virtud de una lettre-de-cachet, pero en la mayoría de las veces su
función principal consistía en servir de instrumento de castigo.
Por
medio de una lettre-de-cachet se podía arrestar a una persona, privarle de
alguna función, etc., por lo que bien puede decirse que era uno de los grandes
instrumentos de poder de la monarquía absoluta. Las lettres-de-cachet han sido
objeto de múltiples estudios en Francia y ha llegado a ser muy común
considerarIas como algo temible, representación de la arbitrariedad real por
antonomasia que cae sobre un individuo como un rayo. Pero es preciso ser más
prudente y reconocer que no funcionaron sólo de esta forma. Y así como vimos
que las sociedades de moralidad podían actuar como una manera de escapar al
derecho, observamos también con respecto a estas curiosas disposiciones un
juego bastante curioso.
Al
examinar las lettres-de-cachet enviadas por el rey en cantidad bastante elevada
notamos que, en la mayoría de los casos, no era él quien tomaba la decisión
de mandarlas. Procedía a veces como en los restantes asuntos de Estado, pero en
la mayoría de ellas, decenas de millares de lettres-de-cachet enviadas por la
monarquía, eran en realidad solicitadas por diversos individuos: maridos
ultrajados por sus esposas, padres de familia descontentos con sus hijos,
familias que querían librarse de un sujeto, comunidades religiosas perturbadas
por la acción de un individuo, comunas molestas con el cura de la localidad,
etcétera. Todos estos pequeños grupos de individuos pedían una
lettre-de-cachet al intendente del rey, éste llevaba a cabo una indagación
para saber si el pedido estaba o no justificado y si el resultado era positivo,
escribía al ministro del gabinete real encargado de la materia solicitándole
una lettre-de-cachet para arrestar a una mujer que engaña a su marido, un hijo
que es muy gastador, una hija que se ha prostituido o al cura de la ciudad que
no muestra buena conducta ante los feligreses. La lettre-de-cachet se presenta
pues, bajo su aspecto de instrumento terrible de la arbitrariedad real,
investida de una especie de contrapoder, un poder que viene de abajo y que
permite a grupos, comunidades, familias o individuos ejercer un poder sobre
alguien. Eran instrumentos de control en alguna medida espontáneos, que la
sociedad, la comunidad, ejercía sobre sí misma. La lettre-de-cachet era por
consiguiente una forma de reglamentar la moralidad cotidiana de la vida social,
una manera que tenían los grupo -familiares, religiosos, parroquiales,
regionaIes, locales- de asegurar su propio mecanismo policial y su propio orden.
Si nos
detenemos en las conductas que suscitaban el pedido de lettre-de-cachet y que se
sancionaban por medio de éstas, distinguimos tres categorías:
En
primer lugar lo que podríamos denominar conductas de inmoralidad -libertinaje,
adulterio, sodomía, alcoholismo, etc.-. Estas conductas provocaban de parte de
las familias y las comunidades un pedido de lettre-de-cachet que era
inmediatamente aceptado. Tenemos aquí, por consiguiente, la represión moral.
En
segundo lugar están las lettres-de-cachet enviadas para sancionar conductas
religiosas juzgadas peIigrosas y disidentes; en esta categoría se clasificaba a
los hechiceros que tiempo hacía habían dejado de morir en la hoguera.
En
tercer lugar es interesante notar que en el siglo XVIII las lettres-de-cachet
fueron utilizadas algunas veces en casos de conflictos laborales. Cuando los
empleadores, patrones o maestros no estaban satisfechos del trabajo de sus
aprendices y obreros en las corporaciones, podían desprenderse de ellos despidiéndoles
o, rara vez, solicitando una lettre-de-cachet.
La
primera huelga de la historia de Francia fue la de los relojeros, en 1724. Los
patrones relojeros reaccionaron detectando a quienes aparecían como líderes
del movimiento de fuerza y solicitando en seguida una lettre-de-cachet que les
fue concedida poco después. Tiempo después el ministro del rey quiso anular la
lettre-de-cachet y poner en libertad a los obreros huelguistas pero la misma
corporación de los relojeros solicitó al rey que no se liberara a los obreros
y se mantuviera la vigencia de la lettre-de-cachet. Este es un típico ejemplo
de cómo los controles sociales, que no se relacionan ya con la religión o la
moralidad sino con problemas laborales, se ejercen desde abajo y a través del
sistema de lettres-de-cachet sobre la naciente población obrera.
Cuando
la lettre-de-cachet era punitiva resultaba en la prisión del individuo. Es
interesante señalar que la prisión no era una pena propia del sistema penal de
los siglos XVII y XVIII. Los juristas son muy claros con respecto a esto,
afirman que cuando la ley sanciona a alguien el castigo será la condena a
muerte, a ser quemado, descuartizado, marcado, desterrado, al pago de una multa;
la prisión no es nunca un castigo. La prisión, que se convertirá en el gran
castigo del siglo XIX tiene su origen precisamente en esta práctica
para-judicial de la lettre-de-cachett, utilización del poder real por el poder
espontáneo de los grupos. El individuo que era objeto de una lettre-de-cachet
no moría en la horca, ni era marcado y tampoco tenía que pagar una multa, se
lo colocaba en prisión y debía permanecer en ella por un tiempo que no se
fijaba previamente. Rara vez la lettre-de-cachet establecía que alguien debía
permanecer en prisión por un período determinado, digamos, seis meses o un año.
En general estipulaba que el individuo debía quedar bajo arresto hasta nueva
orden y ésta sólo se dictaba cuando la persona que había pedido la
lettre-de-cachet afirmaba que el individuo en prisión se había corregido. La
idea de colocar a una persona en prisión para corregirla y mantenerla
encarcelada hasta que se corrija, idea paradójica, bizarra, sin fundamento o
justificación alguna al nivel del comportamiento humano, se origina
precisamente en esta práctica.
Aparece
también la idea de una penalidad que no tiene por función el responder a una
infracción sino corregir el comportamiento de los individuos, sus actitudes,
sus disposiciones, el peligro que significa su conducta virtual. Esta forma de
penalidad aplicada a las virtualidades de los individuos, penalidad que procura
corregirlos por medio de la reclusión y la internación, no pertenece en
realidad al universo del Derecho, no nace de la teoría jurídica del crimen ni
se deriva de los grandes reformadores como Beccaria. La idea de una penalidad
que intenta corregir metiendo en prisión a la gente es una idea policial,
nacida paralelamente a la justicia, fuera de ella, en una práctica de los
controles sociales o en un sistema de intercambio entre la demanda del grupo y
el ejercicio del poder.
Completados
estos dos análisis quisiera ahora extraer algunas conclusiones provisorias que
intentaré utilizar en la próxima conferencia.
Los
datos del problema son los siguientes: ¿cómo fue que el conjunto teórico de
las reflexiones sobre el derecho penal que hubiera debido conducir a
determinadas conclusiones quedó de hecho desordenado y encubierto por una práctica
penal totalmente diferente que tuvo su propia elaboración teórica en el siglo
XIX, cuando se retomó la teoría del castigo, la criminología? ¿Cómo pudo
olvidarse la gran lección de Beccaria, relegada y finalmente oscurecida por una
práctica de la penalidad totalmente diferente basada en los comportamientos y
virtua-lidades individuales dirigida a corregir a los individuos? En mi opinión,
el origen de esto se encuentra en una práctica extra-penal. En Inglaterra los
grupos, para escapar al derecho penal, crearon para sí mismos unos instrumentos
de control que fueron finalmente confiscados por el poder central. En Francia,
donde la estructura del poder político era diferente, los instrumentos
estatales establecidos en el siglo XVII por el poder real para controlar a la
aristocracia, la burguesía y los rebeldes fueron empleados de abajo hacia
arriba por los grupos sociales.
Es
entonces que se plantea la cuestión de saber por qué se da este movimiento de
grupos de control, la cuestión de saber a qué respondían estos grupos. Hemos
visto a qué necesidades originarias respondían pero, ¿por qué razón
tuvieron ese destino, por qué se desviaron, por qué el poder o quienes lo
detentaban retomaron estos mecanismos de control que estaban situados en el
nivel más bajo de la población?
Para
comprender esto es preciso considerar un fenómeno importante: la nueva forma
que asume la producción. En el origen de este proceso que he venido analizando
está el hecho de que en la Inglaterra de finales del siglo XVlII -mucho más
que en Francia- se da una creciente inversión dirigida a acumular un capital
que no es ya pura y simplemente monetario. La riqueza de los siglos XVI y XVII
se componía esencialmente de fortuna o tierras, especie monetaria o,
eventualmente, letras de cambio que los individuos podían negociar. En el siglo
XVIII aparece una forma de riqueza que se invierte en un nuevo tipo de
materialidad que no es ya monetaria: mercancías, stocks, máquinas, oficinas,
materias primas, mercancías en tránsito y expedición. El nacimiento del
capitalismo, la transformación y aceleración de su proceso de asentamiento se
traducirá en este nuevo modo de invertir materialmente las fortunas. Ahora
bien, estas fortunas compuestas de stocks, materias primas, objetos importados,
máquinas, oficinas, está directamente expuesta a la depredación. Los sectores
pobres de la población, gentes sin trabajo, tienen ahora una especie de
contacto directo, físico, con la riqueza. A finales del siglo XVIII el robo de
los barcos, el pillaje de almacenes y las depredaciones en las oficinas se hacen
muy comunes en Inglaterra, y justamente el gran problema del poder en esta época
es instaurar mecanismos de control que permitan la protección de esta nueva
forma material de la fortuna. Se comprende por qué el creador de la policía en
Inglaterra, Colquhoun, era un individuo que había comenzado siendo comerciante
y después encargado de organizar un sistema para vigilar ]as mercaderías
almacenadas en los docks de Londres para una compañía de navegación. La policía
de Londres nació de la necesidad de proteger los docks, los almacenes y los depósitos.
Esta es la primera razón, mucho más fuerte en Inglaterra que en Francia, de la
aparición de una necesidad absoluta de este control. En otras palabras, a esto
se debe que este control que funcionaba con bases casi populares, fuese en
determinado momento tomado desde arriba. La segunda razón es que la propiedad
rural, tanto en Francia como en Inglaterra, cambiará igualmente de forma con la
multiplicación de las pequeñas propiedades como producto de la división y
delimitación de las grandes extensiones de tierras. Los espacios desiertos
desaparecen a partir de esta época y paulatinamente dejan de existir también
las tierras sin cultivar y las tierras comunes de las que todos pueden vivir; al
dividirse y fragmentarse las propiedades, los terrenos se cierran y los
propietarios de estos terrenos se ven expuestos a depredaciones. Sobre todo
entre los franceses se dará una suerte de idea fija: el temor al pillaje
campesino, a la acción de los vagabundos y los trabajadores agrícolas que, en
la miseria, desocupados, viviendo como pueden, roban caballos, frutas,
legumbres, etc. Uno de los grandes problemas de la Revolución Francesa fue el
hacer que desapareciera este tipo de rapiñas campesinas. Las grandes revueltas
políticas de la segunda parte de la Revolución Francesa en la Vendée y la
Provenza fueron de algún modo el resultado del malestar de los pequeños
campesinos y trabajadores agrícolas que no encontraban en este nuevo sistema de
división de la propiedad, los medios de existencia que poseían en el régimen
de grandes latifundios.
En
consecuencia, puede decirse que la nueva distribución espacial y social de la
riqueza industrial y agrícola hizo necesarios nuevos controles sociales a
finales del siglo XVIII.
Los
nuevos sistemas de control social establecidos por el poder, la clase industrial
y propietaria, se tomaron de los controles de origen popular o semipopular y se
organizaron en una versión autoritaria y estatal.
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