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El siguiente es un extracto del texto: Lapassade,G.(1998) Microsociologie de la vie scolaire. Paris:Económica

CAPÍTULO I: SITUACIONES

 

1. La “definición de la situación”

 

La orientación interaccionista en sociología está fundada en la idea de que las situaciones microsociales son construidas por los actores. De allí su fragilidad: toda construcción social supone en efecto, la posibilidad de una deconstrucción.

       A comienzos de este siglo, William Isaac Thomas (1928), quien fue uno de los fundadores de la Escuela sociológica de Chicago, formulaba lo que llegaría a ser una de las nociones fundamentales de la Sociología Interaccionista, su concepto central, el de la definición de la situación.

       Sin embargo, precisa Thomas, “hay siempre rivalidad entre la definición que un individuo produce espontáneamente de una situación y la que la sociedad a la que pertenece pone a su disposición”.

       En efecto, si la definición de la situación se efectúa aquí y ahora, ella implica al mismo tiempo una predefinición social de esta misma situación. Esta relación entre la predefinición de la situación y su definición en tren de hacerse, es un rasgo fundamental de la vida en común.

       El análisis institucional francés lo señala con otras palabras, diciendo lo mismo cuando describe la relación dialéctica entre el instituyente y el instituido[1].

       George-Herbert Mead (1934), que enseñó filosofía y psicología social en Chicago a principios de siglo, fundó el interaccionismo simbólico cuyo proyecto fundamental es ir más allá de la oposición entre la psicología y la sociología. Muestra contra el behaviorismo (conductismo) que el organismo es la fuente misma de sus comportamientos; está situado en un medio pero, por su acción el extrae de él incitaciones, mensajes, significaciones.

      George Canguilhem (1952), enuncia un punto de vista comparable cuando escribe a propósito de la situación del viviente: “no basta que la excitación psíquica sea producida, es necesario que ella sea advertida. Por consecuencia, en tanto que ella actúa sobre el viviente, presupone la orientación de su interés, no procede del objeto sino de él. Es necesario dicho de otro modo para que ella sea eficaz, que sea anticipada por una actitud del sujeto. Si el viviente no busca, no encuentra nada”. Así pues, “entre el viviente y el medio la relación se establece como un debate donde el viviente aporta sus propias normas de apreciación de las situaciones”.

      En el lenguaje interaccionista, las “normas de apreciación” del organismo son descriptas como “perspectivas” de ese organismo sobre las situaciones, y la “apreciación de las situaciónes” se enuncia en términos de “definición de la situación”.

         

2. Los inicios del año escolar y la definición magistral de la situación.

      

       Willard Waller, que aplicó desde 1932 esta noción al estudio de la vida escolar, definió a la escuela como “el sitio donde la gente se reencuentra con el objetivo de dar y recibir la instrucción” (Waller 1932).

El recordó que el maestro debe, si quiere hacer su trabajo, imponer de golpe su propia definición de la situación a sus alumnos: “yo estoy aquí para enseñar, y ustedes están aquí para estudiar”. En efecto, los objetivos de los alumnos, no son necesariamente los suyos cuando, por ejemplo, vienen a la escuela ante todo para encontrar allí a sus amigos, para jugar con ellos, incluso en clase, etc.

       Ellos tienen otra “definición” de la situación, y en consecuencia, la vida escolar implica siempre una posibilidad de conflicto que es preciso saber administrar.

      Los sociólogos interaccionistas de la escuela y Waller principalmente, describen la clase como un campo de batalla donde maestros y alumnos se enfrentan continuamente, donde ponen en acción estrategias de combate, donde pueden también negociar armisticios siempre provisorios.

En este enfrentamiento potencial o efectivo, el maestro será definitivamente vencido si no es capaz de instalar su ley en los primeros encuentros. Éste es un tema fundamental de la microsociología interaccionista, como lo recuerda Abdellatif Elazami (1998), en un estudio dedicado a los comienzos del año escolar, cuando escribe:

       “Se encuentra en los trabajos de los etnógrafos interaccionistas sobre la escuela, en particular los de Stephen Ball (1981), un interés particular por los primeros encuentros escolares. Maestros y alumnos ponen allí a prueba las informaciones que han reunido los unos con otros; los alumnos prueban a sus nuevos maestros.

       David Hargreaves (1975), presenta el ejercicio de la disciplina en la clase como una empresa a largo término que apunta a establecer un corpus de regla detallado.

       Esto puede tomar varias semanas. Una vez establecidas, estas reglas funcionarán como rutinas y permitirán regir las interacciones profesor/alumnos. Recuerda que los profesores más experimentados insisten sobre el hecho de que un profesor debe, si quiere sobrevivir, definir la situación con sus propios términos, inmediatamente.

       Se trata, no tanto de enunciar leyes que quieran gobernar la clase, si no más bien de una indicación clara según la cual el profesor toma a su cargo la situación”.

 

3. Cómo el alboroto[2] trastorna provisoria o definitivamente la definición magistral de la situación 

 

      Erwin Goffman (1973), analiza el alboroto que interrumpe una representación teatral, cuando un actor se hace silbar y no se logra restablecer el orden en el público: en ese caso escribe Goffman, no es más el actor quien define la situación como pasa normalmente en un teatro, es su público.

      En clase también, el alboroto implica un trastorno de la definición de la situación, al menos pasajero, cuando se trata de un alboroto clásico, en beneficio de los alborotadores y en detrimento del maestro. En el Liceo día a día , Remi Hes (1989), cuenta como, en una clase de la que el se encargó, las alumnas alborotaban a una pasante llamada Catherine:

“A las dos, llego a la clase. Las alumnas están allí reunidos. Ellas me esperan. Catherine también esta allí. Debe hacerse cargo del curso. Ha decidido terminar los ejercicios comenzados el lunes anterior. Las alumnas tienen un aire enervado. Catherine les pregunta si ellas prepararon el ejercicio propuesto. Alguien, parece, no ha hecho ese trabajo. Muy pocos tienen completada la hoja con los ejercicios provista por Catherine. Catherine intenta hacer participar a la clase en la elaboración del programa[3], tema del ejercicio. Gran resistencia de la clase. Ciertas alumnas charlan entre ellas. Catherine demanda silencio repetidas veces. Sin éxito. Sus intervenciones incluso parecen tener el efecto contrario al que ella busca. Siento crecer un alboroto real como no he visto desde hace mucho tiempo: desde que Catherine ha vuelto la espalda las alumnas ríen burlonamente. En lo que a mí concierne, me callo. Tomo notas acerca de lo que pasa.

            Catherine toma conciencia de que hay algo que no funciona normalmente. Avanza hacia las mesas de las alumnas y dice:

       - ¡La organización administrativa no tiene el tono que ustedes quieren!

 Sophie, responde vivamente, con un tono insolente:

       - ¡Una no ha elegido ser secretaria!

 Françoise sofocando una carcajada dice:

-¡Los programas parecen inadecuados!

      

Estamos en 1983, en un liceo de los alrededores del norte de París. Las alumnas consideran que se encuentran en esta fila contra su voluntad: “una no ha elegido ser secretaria”, dicen, haciendo quizás alusión a su origen social que no les ha dejado elegir a donde ir. Además, desvalorizan la enseñanza recibida: “los programas parecen inadecuados”. Lo que legitimaba a la escuela como lugar donde “la instrucción es dada y recibida” se hundió, lo que vuelve más precario la conservación del estado del funcionamiento de la situación pedagógica. Éste funcionamiento no está fundado como otras veces en las rutinas y en la autoridad del que enseña que parece inscribirse en un orden natural; es necesario ahora luchar permanentemente para que la situación no se hunda más.

            Catherine vuelve al pizarrón. Busca proseguir con el ejercicio. Mientras tanto las alumnas hablan en pequeños grupos. La burla se reanuda en toda la clase. Catherine continúa preguntando. Algunas alumnas responden a sus preguntas. Constato que Sophie, Dominique y algunas otras están divididas entre la burla y la participación. Cuando Catherine hace frente a la clase, responden. Si Catherine se vuelve, ríen...

       Ese viernes hubo un fenómeno de grupo que escapaba a las voluntades individuales. La clase estaba cerca de la zozobra”.

       No estamos más en el momento de la primera clase: ya es el mes de febrero. Pero para la pasante, este es el mismo tiempo que el de la “la primera clase”.

       En tal situación, si se produce al comienzo de una enseñanza, el docente acostumbrado sabrá “pasar la esponja” a todo, haciendo comprender que su paciencia tiene límites. Él habrá previsto una réplica provisoria y puntual; encontrará la manera de guardar una tolerancia provisoria y fermentarla, mostrará que en el fondo no va a ceder, que es el quien guía la situación.

       La pasante, al contrario, es inmediatamente desestabilizada y, desde entonces, “sus intervenciones parecen tener el efecto contrario del que ella busca”. Querría a la vez guardar el control de la situación y hacer su trabajo de docente pasante. Pero ella abre una brecha en su dispositivo tratando de moralizar a las alumnas, lo que genera la doble repuesta que quiebra todo: “uno no elige ser secretaria” y “los programas parecen inadecuados”.

       Jean- Louis Derouet (1992), ve en el hundimiento del mito de la igualdad de oportunidades las causas del alboroto descrito por R. Hess. A nivel interno estamos, dice, en una situación que “no es totalmente ordinaria: esta pasante es sin duda inexperimentada, y de todas maneras su status de pasante bajo la responsabilidad de un consejero pedagógico la pone en posición de inferioridad...”

       Y es en efecto una desventaja para esta pasante que querría, en una situación difícil, mantener firme esta situación, que el maestro que tiene esta clase encargada se instale en un rol de observador no intervencionista. Éste último va, por otro lado, a sufrirlo en carne propia, cuando en el recreo, habiendo dejado sus llaves sobre su escritorio, se encontrará al regresar ante una puerta cerrada: los alumnos se han encerrado y le imponen a él también “humillación”, quizás para sancionar su dimisión.

 

 El alboroto de la lechuza:

                                                      

Hoy en día, en ciertos establecimientos, el alboroto ha cambiado de estilo y ha llegado a ser una perturbación casi permanente. Los alumnos hablan algunas veces de “delirio” para calificar tales alborotos. Hervé Hamon y Patrick Rotman (1984), observaron uno de ellos. He aquí lo esencial de su relato:

       “Los chiquillos son incapaces de escuchar. Arlette Iris está obligada a gritar, se dirige a los alumnos por pequeños sectores, por distintos focos de atención. Dos muchachos detrás de mí discuten en voz alta. Cuando Arlette Iris pregunta, los niños levantan bruscamente el dedo: “¡Señora, señora!”. Incluso aquellos de los que se pensaría que no estaban siguiendo la clase.

       Se produce, en este momento, una simulación extraña, menos para dar una buena respuesta que para tomar la palabra. Los niños se pasean para intercambiar el material en un vaivén continuo. Interrogación escrita sobre el vocabulario de un texto. Los alumnos se inclinan sobre sus hojas. Una calma súbita que apacigua, después la campana. Precipitación hacia el corredor.[4]

       Once horas. La continuación. Violento atropello a la entrada. Un muchacho delante de mí imita el ruido de la lechuza en el hueco de sus manos. Se corrige la interrogación escrita. A mi izquierda un grupo de niñas rebeldes discuten y ríen, golpean firmemente los dedos en la mesa. La atención decae. El curso no es seguido por un tercio o un cuarto de los presentes. El ruido crece. Esta vez es un gran desorden. Arlette Iris retoma el ejercicio:

-Tomen sus libros de texto.

       Ella tiene un aire agotado pero muy calmo. Una sesión de adiestramiento. Alaridos a la izquierda. Los niños se burlan desatinadamente de nuestra presencia. Arlette Iris separa dos chicas que hablan ostensiblemente. Todo resulta nulo. La charla retoma un tono más alto por encima de las mesas. Un chiquillo se levanta para segar las fotos de identidad de una muchacha. Adelante dos muchachos se pelean. Un grito:

       -¡Señora, mi libro ha desaparecido!

Un suceso: Lionel pregunta por qué cometió un error. Respuesta de una chica detrás de él:

- Porqué es una falta.

       Arlette iris invita a sus alumnos a copiar la interrogación escrita, pero algo se produce en el patio del cuartel de bomberos, bajo la ventana del colegio. Un tercio de la clase se pone de pie y se concentra en el marco de la ventana. Arlette Iris alcanzando a tres o cuatro:

-¡No se fijen!

Los niños, tranquilos:

-¡Si no éramos nosotros!

       La clase se reanuda. Siempre los gritos de la lechuza. Dos niños en los primeros lugares se divierten moviendo su mesa hasta que ésta se cae. La batahola es ensordecedora.

       Arlette iris pasa de uno a otro, verificando las correcciones. Se presiente el final de la hora. Los alumnos no permanecen ya en sus lugares. Arlette Iris parece estar extenuada:

-¡Pongan sus manos sobre la mesa!

       Ella comienza un ejercicio de respiración. El orden vuelve progresivamente.

-Escribí, le dice a un chiquillo.

-¡Yo no quiero ensuciar mi hoja, señora!

Otro alboroto. Tiempo muerto. Y la campana. En la puerta se pelean por ganar un cuarto de segundo hacia la salida. Arlette Iris se apoya en su escritorio. Está cansada”.

Hamon y Rotman comentan esta escena que “no tiene nada de excepcional, de exótico ni de exagerado”, pero que “es vivida por un gran número de docentes”. Luego “el fenómeno más sorprendente de éste alboroto es la ausencia total de agresividad en contra del profesor. En el ejemplo, Arlette Iris es probablemente la docente más querida por los picarones que pueblan su clase”.

            Luego:“es cierto, en todo caso, que contrariamente al alboroto de antaño, el jaleo actual tiene un destinatario preciso. Los alumnos se revelan contra una obligación, contra un lugar, contra un discurso: el conflicto expulsa al que enseña, lo sobrepasa, lo sumerge”.

       Luego: “los profesores son percibidos menos como seres singulares, dignos de amor y de odio que como los engranajes que impulsan un sistema desagradable. Esto significa que la excepción a esta regla es ordinariamente muy intensa. A priori, no se tiene nada contra el profesor; pero si interviene un proceso pasional...” .

 

Tres tipos de alboroto:

 

En la actualidad se puede, partiendo de un estudio de Jacques Testanière (1967), y completándolo, distinguir tres grandes formas, o tipos, de alborotos que corresponden a tres tipos de sociedades.

      El alboroto tradicional era esencialmente lúdico y tomaba como blanco temporario, preferentemente, a los miembros de la institución pedagógica, fragilizados por su status (por ejemplo, profesores cargados de materias, considerados secundarios por los alumnos) o por su poca experiencia de su vida escolar, o aún por ciertos estigmas que podrían caracterizarlos y debilitarlos. Éste alboroto no estallaba en todo momento. Intervenía de manera tajante en relación al orden habitual de la clase y constituía así una suerte de trastorno lúdico muy pasajero de la situación pedagógica habitual. Estas manifestaciones se desarrollaban según un calendario comparable a aquél, tradicional  también de las fiestas anuales.

      El alboroto anómico, aparecido históricamente después del precedente, era el efecto de una suerte de decisión interna del grupo escolar, debido a la llegada en gran número de una clase de alumnos que no habían tenido acceso hasta aquí, salvo excepciones, a los establecimientos de enseñanza secundaria. Su arribo a éstos establecimientos, junto a ciertas prácticas selectivas del sistema, había creado las condiciones de la desviación[5] anómica, éste último término reenvía a un debilitamiento de las normas que había alcanzado el conjunto de la sociedad antes de fragilizar las normas constitutivas del sistema escolar tradicional. Los alborotos “anómicos”, no rechazan la institución escolar en su conjunto: intentan aprovecharse de ella, crean posibilidades de inserción social en una sociedad donde el paro forzoso no era aún un problema esencial.

      Propongo, finalmente, llamar alboroto endémico y paroxístico a una forma de alboroto de la cual Testanière no se había ocupado, con su causa y razón: cuando publicó su tipología de los dos alborotos (tradicional y anómico), éste nuevo alboroto no existía aún probablemente. Como lo muestra el alboroto de la lechuza, su característica principal es impedir de manera casi permanente, la comunicación en la clase.

       Éste es un mal crónico y relativamente indiferenciado; ataca y corroe permanentemente los dispositivos institucionales así como las capacidades de resistencia y de trabajo de los docentes. Es el complemento de los accesos de violencia paroxística. Éste alboroto endémico suspende el funcionamiento del sistema entre dos explosiones.

      Hace su aparición cuando los jóvenes quieren considerar, por ejemplo, para retomar la expresión de uno de ellos, que los liceos profesionales donde ellos se encuentran a menudo después de haber fracasado en otros lados, son las “fábricas de desocupados”. Al mismo tiempo, como decía otro joven en el curso de una emisión de televisión dedicada a la violencia en las escuelas, “él, creó un mundo aparte con sus reglas y trasladó sus reglas a las instituciones”.

       Ésta última fórmula, enunciada por un joven que proviene de ése “mundo aparte” al que conoce desde dentro, es completamente remarcable: su autor supone en efecto que una sociedad, o una contrasociedad, está constituida dentro de ciertos conjuntos urbanos, formula en otros términos la teoría de la sociedad dual que nos aparece, a nosotros que la observamos desde el exterior, pero también a ese joven que la ve desde el interior, como un “mundo” que se cierra sobre si mismo.

       Al igual que Hamon y Rotman, Patrick Boumard y Jean-Françoise Marchat (1993), consideran que el alboroto endémico y paroxístico no es verdaderamente un alboroto, puesto que aquí se cambia de registro, se quita la dimensión lúdica y ritual de los alborotos precedentes para entrar en las nuevas formas de perturbación del orden escolar.

 


CAPÍTULO II: PERSPECTIVAS (pág. 18 a 25)

 

La noción de perspectiva pertenece al vocabulario del interaccionismo simbólico y de la fenomenología social donde designa una representación “en situación”; la perspectiva está en relación reflexiva con la definición de la situación, de la cual ella es a la vez productora y producida.(Berthier 1996).

       Es inherente a las interacciones entre los actores: estas interacciones suponen siempre, en efecto, una apreciación del otro, contienen una suerte de evaluación permanente del otro, siempre en situación.

 

1.     Las perspectivas de los maestros

   

Ciertos investigadores han estudiado las perspectivas de los maestros acerca de la enseñanza, otros se han interesado por la manera en que los docentes categorizan a sus alumnos o en su punto de vista sobre la desviación[6] escolar.

 

    Las concepciones que los maestros tienen acerca de los alumnos y de la enseñanza

         

Esland (1971) describió dos paradigmas:

·          el paradigma que él llama “psicométrico” que es, más o menos, el de la escuela tradicional;

·          el paradigma que él llama “fenomenológico” que será el de la escuela nueva.

Éstos dos paradigmas implican dos concepciones diferentes del saber y del mundo. Conducen a realidades totalmente distintas para los maestros y para los alumnos:

·          el paradigma psicométrico está fundado en la idea de que los alumnos tienen capacidades limitadas y de que no son llevados a estudiar espontáneamente. Ésta convicción conduce a poner el acento sobre el control, la disciplina, los exámenes;

·          el paradigma “fenomenológico”, por el contrario, considera al estudio como un proceso, al conocimiento como una construcción, y al niño como un ser portador de capacidades ilimitadas. La tarea del maestro es entonces descubrir los marcos de referencia de los alumnos y cómo aprenden. La enseñanza aquí, está centrada sobre el alumno.

Pero los maestros no están jamás totalmente en un paradigma o en otro.

Hammersley(1977)propone una tipología más detallada fundada en la representación que tienen los maestros de su rol, en su conceptualización de la acción de los alumnos y del conocimiento. Construye con estos parámetros otra tipología con cuatro tipos de enseñanza:

·          la enseñanza basada en la disciplina (paradigma psicométrico de Esland);

·          la enseñanza programada que implica un autoritarismo de los maestros pero en base a un método (y no a un corpus de conocimientos);

·          la enseñanza progresiva, que tiende a tomar en cuenta el aprendizaje espontáneo;

·          el no intervencionismo radical, que no concuerda con un rol docente específico y que ve al estudio como una producción (y no una reproducción).

Pero se ha señalado la oposición entre la doctrina progresista de la escuela centrada en el niño y la realidad de lo que pasa en las salas de clase, donde las circunstancias pueden obligar a los maestros a actuar, en la práctica, contra sus convicciones ideológicas.

 

    La tipificación:

       Los maestros clasifican a sus alumnos según categorías, las más simples de las cuales oponen los “buenos” a los “malos”. Ellos los juzgan y los clasifican en función de los objetivos oficiales de la escuela, es decir de sus performances escolares. A éste criterio se ajusta el de la disciplina.

   ¿Cómo se efectúa la tipificación magistral de los alumnos?

   Según Hargreaves, Hester y Mellor (1975):

·          en una primera fase llamada de especulación las “primeras impresiones” de los maestros sobre los alumnos comienzan a emerger: es entonces cuando son tomados en cuenta las apariencias, el respeto o no de la disciplina. El maestro puede apoyarse, además, en lo que él puede saber a propósito de la familia de sus alumnos e informarse, consultando en expedientes, legajos y en algunos colegios, sobre su escolaridad anterior, etc;

·          en una segunda fase llamada de elaboración, el docente entra verdaderamente en un proceso de tipificación: se apoya en lo adquirido en la fase precedente, ahora va a verificar sus primeras impresiones;

·          finalmente, en la fase llamada de estabilización el docente se instala en una percepción definitiva de sus alumnos, en adelante clasificados según los tipos elaborados en el curso de las fases precedentes.

La tipificación no es una creación ex nihilo[7]. Cada alumno es percibido al mismo tiempo a partir de las informaciones de las que dispone el profesor y de la idea que éste se hace del alumno ideal.

 

   El efecto Pygmalión:

       El docente tiene al principio una visión general sobre el alumno; predice en seguida que su escolaridad será buena y su actitud va a estar determinada por su predicción; el comportamiento del alumno se va a ajustar al del docente.

   Robert Rosenthal y Léonore Jacobson (1992), han dirigido a ese tema una investigación presentada por Patrick Gossling (1992) como sigue: “en una escuela pública elemental, el 20% de los alumnos son presentados a los maestros como habiendo obtenido notas particularmente elevadas en el momento de la realización de una prueba de nivel intelectual, al fin del año precedente. De hecho, éstos alumnos han sido elegidos al azar entre el total del alumnado. Además, los maestros no deben comunicar esos datos ni a los alumnos ni a las familias. Al fin del año escolar se realiza al conjunto de los alumnos una prueba de nivel intelectual para medir sus progresos. Los resultados muestran un progreso claramente más elevado de los alumnos presentados al principio como más inteligentes”.

   La idea que el maestro tiene del alumno ejerce de éste modo una influencia notable sobre el comportamiento del alumno y sobre sus resultados.

 

    El etiquetado[8]:

El hecho de comprobar que Juan acaba de mentir no es del todo la misma cosa que afirmar que es un mentiroso. En el primer caso, en efecto uno se limita a comprobar lo puntual “Juan ha mentido”, cuando en el segundo se atribuye a Juan el estigma de mentiroso, se lo etiqueta como tal...

       En un ensayo sobre “los incidentes perturbadores”, Woods (1990) refiere un recuerdo que parece ilustrar el proceso. Se trata de un alumno que era “inteligente, vivo”, y que participaba algunas veces de los alborotos sin que por lo mismo sea instalado en una conducta desviada fija. Un día este alumno, se burlaba de un profesor gritando públicamente, en su presencia su sobrenombre, ese profesor, a su criterio, lo había castigado en forma exagerada: lo había golpeado. Éste alumno fue excluido un poco más tarde, por el mismo motivo, de una fiesta escolar. Entonces “se había emborrachado con las cervezas de su padre, después lanzado simbólicamente algunos ladrillos a los vidrios del hall de la escuela. De alumno turbulento pero inofensivo, había llegado a ser delincuente”.

   Resumimos el proceso de etiquetaje con sus eventuales consecuencias:

·          un alumno comete un acto desviado: miente. El docente transforma este acto episódico en un atributo sustancial y permanente de éste alumno: “¡es un mentiroso!”;

·          éste etiquetaje corre el riesgo de poner al alumno en problemas y de empujarlo, en efecto, a acomodarse de manera permanente a ésta definición otorgada a su identidad. Es lo que sugiere Jean Genet cuando escribe: “decían, cuando era niño, que yo era un ladrón y yo llegué a ser un ladrón”.

Éste ejemplo ilustra el pasaje de una desviación primaria (la que “no tiene más que implicaciones marginales sobre la estructura psíquica del individuo”) a una desviación secundaria, que es una reacción que conduce, por una especie de espiral, a cometer actos cada vez más desviantes, de tal suerte que “las causas originales ceden el paso y el fenómeno central se vuelve entonces el de las reacciones de la sociedad que tienden a desaprobar, degradar y aislar al individuo”. (Lemert 1977)

 

  “Provocadores” y “aisladores” de desviaciones

       En un estudio ya citado, Hardgreaves, Hester y Mellor oponen los docentes “provocadores de desviación” y los que serán, en cambio, “aisladores de desviación”.

       Yo mismo he podido observar los efectos de la provocación de desviación durante una experiencia respecto a un grupo de jóvenes junto a los cuales realicé la observación participante activa. Había obtenido para ellos un local que la universidad había puesto a su disposición. Yo participaba de sus actividades encontrando para ellos algunas veces ocasiones de conciertos y otras manifestaciones.

       Un día yo me había visto excepcionalmente obligado a criticarlos en público por su retraso a una cita con los responsables de una organización, que venían a comprometerlos para animar un concierto de rap. Algunos instantes después, volviendo al local que les había facilitado y que  acababan de abandonar, lo encontré saqueado pero de manera relativamente ligera: el contenido del extinguidor de incendio había sido derribado al suelo, graffitis, uno de los cuales me involucraba directamente, se exponían en los muros y los cuadros habían sido desgarrados. Los estragos eran sin embargo limitados y el material de empadronamiento, puesto a su disposición por la universidad, estaba intacto.

           Comprendí el mensaje: había cometido un error criticándolos en público, diciéndoles claramente que no se comportaban como profesionales cuando estos jóvenes eran extremadamente sensibles a todo lo que podía poner en cuestión su imagen. Ellos volvieron el día siguiente, se hizo la paz y todo fue reparado.

       Yo había provocado el incidente sin ubicarme, por lo mismo, me parece, entre los provocadores sistemáticos de desviación. Me esforzaba por limitar, en la vida cotidiana, la propensión se estos jóvenes hacia la desviación juvenil y todo marchaba bien, sin incidentes excepto el que acabo de describir.

       Un poco más tarde, dos de los jóvenes fueron excluidos de su Liceo Profesional y pude encontrar para ellos contratos de calificación permitiéndoles proseguir sus estudios en una modalidad[9] comercial.

       Su pasantía práctica (su tiempo de prueba)se realizaba en la universidad, en una pequeña cantina administrada por una cooperativa estudiantil.

       Pero algunos conflictos enfrentaron a estos dos estudiantes y sus amigos con los responsables de la cooperativa que quería imponerles nuevas normas de funcionamiento; pues estos jóvenes habían auto-administrado su local en la universidad y no veían la necesidad de aplicar nuevas reglas.

       Todo esto terminó por alterarse y las degradaciones simbólicas comenzaron a multiplicarse. Se encontraron dispersos alrededor de la cantina los sandwiches que no habían sido vendidos con colillas de cigarrillo en el interior. Luego el conjunto del material de equipamiento desapareció en una sola noche. Las sospechas cayeron al instante sobre los dos pasantes y su entorno, y, algunos días más tarde, esta experiencia terminó definitivamente.

       Fue precisamente en aquel momento, por otro lado, que el ministro de educación y de cultura propuso dotar a la universidad de un café musical en el marco de un plan cuadrienal. Pero hacía falta el acuerdo del Consejo de Administración y ese Consejo, cuando fue consultado, el 2 de julio de 1992, no dio su consentimiento. Lo que había pasado con el café musical provisorio había horrorizado a los bien pensantes de nuestra universidad que no desperdiciaban jamás, sin embargo, la ocasión para hacer bellos discursos sobre “la apertura”.

       Dos de los otros jóvenes del mismo grupo habían encontrado, poco tiempo antes, un pequeño empleo en la misma universidad. Pero un día cambiaron la cerradura de una sala-armario vacía: estaban convencidos de que no servía para nada y proponían hacer allí un lugar para ellos y sus amigos.

       Pronto se descubrió el asunto y el secretario general los convocó para un encuentro público de explicaciones en el curso del cual los acusó públicamente de preparar un golpe, quizás un robo. Uno de ellos, que consideraba que estaban siendo acusados y humillados injustamente, se volvió violento y amenazó al administrador; fue necesario separarlos.

       Naturalmente, pronto perdió su precario empleo y volvió a estar desempleado. Ahora bien, es evidente, me parece, que en este caso como en el precedente, había, de parte del secretario general, una especie de provocación para la desviación, fundada probablemente en una visión demasiado pesimista de los jóvenes salidos de la inmigración y en una hostilidad, sentida desde el principio, con respecto a ellos. Se tiende a considerarlos, demasiado a menudo, como desviados incorregibles y hasta delincuentes, algo que puede contribuir a empujarlos, finalmente, hacia la delincuencia efectiva.

       Estos ejemplos pueden ayudarnos a comprender cómo los adultos se vuelven muchas veces provocadores de desviación y cómo, a partir de incidentes puntuales, ciertos testigos de estos incidentes fueron llevados a cristalizar como rasgos de carácter lo que, en realidad, está lejos de ser fijado como desviación definitivamente estabilizada.  

       Por el contrario, los aisladores de la desviación  ven a estos jóvenes de otro modo. Piensan que no son necesariamente malos y que el autoritarismo no es quizás la mejor manera de trabajar con ellos.

       Se encuentra esta dicotomía que opone los provocadores  y los aisladores de desviación en las nociones de “coerción” y de “incorporación”:

·          Las escuelas “coercitivas” están caracterizadas por una represión draconiana de la desviación y no intentan en absoluto hacer participar a los padres en la gestión de los conflictos eventuales;

·          En las escuelas llamadas “incorporativas”, por el contrario, se esfuerzan por estimular a los alumnos para comprometerlos en las relaciones de confianza con sus docentes y se desarrolla un clima escolar de tolerancia y apoyo.

 

Las prácticas docentes y administrativas que pueden ayudar a producir la desviación de alumnos son llamadas “internas” a la escuela por oposición a los “factores externos”, tales como la familia, la vecindad, el barrio, la pertenencia de clase. Se ha presentado como un efecto de establecimiento la producción interna de la desviación escolar.

 

       2.Las “perspectivas” de los alumnos

 

Suzanne Mollo ( 1970) ha interrogado a alumnos de clases tradicionales, por un lado y a alumnos de clases nuevas, por el otro, para estudiar sus representaciones del maestro ideal.

       En las clases tradicionales el retrato del maestro deseado por los alumnos es un poco matizado, pero exigente: el maestro ideal debe “ser gentil”, “un poco severo pero no demasiado”. Más que la capacidad, los alumnos aprecian en sus docentes el sentido del humor y el carácter jovial. La justicia, cuando es explicitada, consiste sobre todo en “no castigar a toda la clase cuando no todos son responsables” y “no tener favoritos”. El maestro debe “hacerse respetar, castigar a aquellos que fastidian a los demás”... Estos alumnos desean que el maestro asegure un mínimo de orden y de disciplina en el seno de la sociedad escolar. Finalmente, aprecian también en sus maestros las pruebas de superioridad intelectual.

       Las expectativas de los alumnos de las clases nuevas no parecen muy diferentes: insisten en la gentileza, el saber-hacer, y los estímulos para el trabajo. La gentileza va a la par con la ausencia de reprimendas y castigos... “hacer callar a los otros... tratar de hacerse obedecer... hacerse respetar” están entre las atribuciones del maestro.

       Algunos estudios de la escuela dirigidos por etnógrafos ingleses mostraron que, para los alumnos analizados en el curso de estas investigaciones, el buen docente, es el que es capaz de dominarse, de establecer con los alumnos relaciones cálidas, de ser equitativo, de tratar a sus alumnos con respeto, de tolerar cierto grado de libertad. Los mismos alumnos reprochan a ciertos docentes ser inhumanos, altaneros, de tomar su rol al pie de la letra, y de comportarse como “robots minuteros”, de tratarlos “como una especie inferior” o incluso “como seres anónimos”(lo que quizás es vivido por estos alumnos como un golpe a su identidad), de ser débiles, injustos. Estos alumnos denuncian castigos desproporcionados en relación a la falta cometida, humillaciones, etc.

Otros alumnos han dado una lista de las conductas negativas de los docentes con respecto a ellos: “me golpea los nervios, ser fastidioso, tratarme como un chiquillo, ser un marrano, conducirse como si jamás hubiera sido joven, negarse a explicar...”

Un estudio relativo a la vida y las actividades de una banda de jóvenes negros en un contexto escolar (Werthman 1963)mostró que en ellos, la autoridad magistral descansaba en cuatro criterios:

·          Sus profesores no tenían derecho, decían, de castigar automáticamente ciertos comportamientos tales como hablar con el vecino, mascar chicle, pero podían tener, sin embargo, buenas razones para prohibirlos;

·          Las cuestiones de raza, de vestimenta, de corte de pelo y las capacidades intelectuales debían permanecer fuera de la jurisdicción del profesor;

·          Eran extremadamente sensibles al estilo de la autoridad magistral: sentían una autoridad cortante y sin matices como insultante y degradante.

·          Los maestros, finalmente, debían ser equitativos en la calificación. 

                                    

 




[1] Términos franceses: “instituant” e “institué”. (NdT)

[2] Término francés: “chahut”, tiene además, en español,  las siguientes acepciones: ruido, algazara, barullo, escándalo. (NdT)

[3] Término francés: “planning”, programas, planes de estudio. (NdT)

[4] Respeto el estilo telegráfico del autor. (NdT)

[5] Noción proveniente de la Psicología: conducta que se aparta de las normas sociales. (NdT)

[6] término francés: “déviance” (NdT)

[7] locución latina: desde/ de  la nada. (NdT)

[8] Término francés: étiquetage (NdT)

[9] Término francés: filière (NdT)

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