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Este artículo fué publicado en el diario La Nación el 15 de Noviembre de 2004
Los aprendizajes después de Carmen de Patagones
Por Mariano Narodowski
La tragedia de Carmen de Patagones, en la que un alumno mató a tres de sus compañeros dentro de un aula, sirvió para que se registre masivamente un fenómeno que ya lleva varios años: la generalización de la violencia en las escuelas y la aparición de formas incontrolables.

Si hace unas décadas preocupaba el castigo corporal de los docentes a los alumnos, ahora el uso de la fuerza se extendió hacia los alumnos aumentando la crueldad.

La muerte de una profesora a manos de un alumno en el contexto de un examen, a fines de 2000, en la habitualmente tranquila y apacible ciudad de Olavarría, fue una señal que no fue advertida seriamente por los responsables de la educación.

Los hechos de Carmen de Patagones son ineludibles. De nada sirven las excusas.

El impacto de esta tragedia en el sistema educativo muestra que estas nuevas formas de violencia escolar son más que el efecto de la violencia social en la escuela.

Las causas no se encuentran ni en la violencia en las discotecas, ni en los estadios de fútbol, ni en el cantante de moda.

El problema es que las escuelas presentan dificultades para inhibir la generación y la reproducción de violencia, conteniendo y brindando un rumbo adecuado a los conflictos y las tensiones que se generan.

Las culpas

Además, no parece acertado acusar a las familias y transferirles todas las culpas.

Aun en los casos en los que la familia sea promotora de violencia, la escuela no puede dejar de hacerse cargo en beneficio de los niños y los jóvenes.

También es errado afirmar que la violencia escolar es un producto de la tenencia de armas de fuego. Si bien no existen estadísticas oficiales sobre el tema, los medios de comunicación muestran que el uso de armas de fuego es minoritario y que se recurre usualmente a cuchillos de cocina, palos, piedras o cualquier elemento que se encuentre en una escuela.

Las armas de fuego agravan el cuadro, pero poner el énfasis en ellas constituye otra excusa para no buscar lo que la escuela puede hacer para mejorar.

La violencia escolar es el efecto de conflictos que pueden ser externos a la escuela, pero que si la escuela no los procesa en clave pedagógica termina por agravarlos.

La solución sólo es posible con la participación de todos en un proyecto educativo común, pero liderado por los educadores en una nueva alianza con las familias.

La escuela no es un asunto de jueces, policías o políticos: son los educadores, junto a padres y alumnos, los que deben proponer y llevar adelante las formas en que la escuela debe realizar su tarea, construyendo y compartiendo saberes y valores.

El Estado apoyará a las comunidades educativas en lo que ellas requieran.

Afirmar que la violencia escolar es el reflejo de una sociedad en crisis constituye una conclusión que, por obvia, termina siendo improductiva y se asemeja a una coartada para no cambiar.

Al igual que la pobreza o la inseguridad, la violencia escolar no es una maldición que debamos soportar, sino que es una dificultad que puede ser superada si desde las más altas esferas de decisión hasta los educadores, cada uno desde su lugar, nos hacemos cargo.

El autor es director del área de Educación de la Universidad Torcuato Di Tella


 
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