La Iglesia y el Liberalismo
Revista "ROMA", Nº 63-64

ENCÍCLICA "MIRARI VOS" (15- VIII-1832)
SOBRE LOS MALES DE SU TIEMPO y SUS REMEDIOS
GREGORIO PP. XVI 

   Nos apresuramos, Venerables Hermanos, a dirigir os esta carta, testimonio de Nuestra bondad para con vosotros, en un día tan fausto como hoy, en que celebramos la fiesta solemne de la gloriosa Asunción a los cielos de la Santísima Virgen, para que aquella misma a quien tuvimos por Patrona y Salvadora de las más grandes calamidades, Nos asista propicia al escribiros ahora y con su inspiración celestial Nos sugiera los consejos que resulten más saludables para la grey cristiana.

El indiferentismo

   Expondremos ahora otro origen muy prolífico de los males que con dolor sentimos afligir a la Iglesia; Nos referimos al indiferentismo, o sea aquella perversa opinión, que se ha propagado amplísimamente por engaño de los malvados, según la cual puede el alma conseguir la salud eterna profesando cualquier creencia, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y honesto. Pero fácilmente expulsaréis de los pueblos, confiados a vuestros desvelos, este error perniciosísimo, tratándose de una cosa tan clara y completamente evidente. Habiendo recordado el apóstol que uno es Dios, una la fe y uno el bautismo (Efesios, 4, 5), tiemblen los que pretenden que en cualquiera religión hay un camino abierto hacia el puerto de la bienaventuranza, y mediten en su alma las palabras del Salvador que dicen que están contra Cristo los que con Cristo no están (Lucas, 11, 23) y que desparraman, desafortunadamente, los que con El no cosechan, y que por esto perecerán sin duda eternamente los que no poseen la fe católica y la conservan íntegra e inviolada (Símbolo Atanasiano). Oigan a Jerónimo, el cual narra que, estando la Iglesia dividida en tres partes, tenazmente había exclamado, siempre que alguien lo quería llevar a su propio partido: Si alguno se une a la Cátedra de Pedro, ése es mío (9).

   Por otra parte, falsamente alguien acariciaría la idea de que le basta con estar regenerado por el bautismo, pues oportunamente le respondería Agustín : El sarmiento que está separado de la vid tiene la misma forma; pero ¿qué le aprovecha la forma si no vive de la raíz? (10)

La libertad de conciencia

   De esta corruptísima fuente del indiferentismo brota aquella absurda y errónea sentencia, o más bien delirio, de que se debe afirmar y vindicar para cada uno la absoluta libertad de conciencia. Abre camino a este pestilente error aquella plena e inmoderada libertad de opinión que para daño de lo sagrado y profano está tan difundida repitiendo algunos insolentes que aquella libertad de conciencia reporta provecho a la religión. Pero, ¡qué muerte peor hay para el alma que la libertad del error!,  decía ya S. Agustín (11). Porque ciertamente quitado todo freno que retiene a los hombres en la senda de la verdad, y abalanzándose ya su naturaleza hacia el mal, con verdad decimos que está abierto el pozo del abismo (Apoc. 9, 3) del cual vio subir San Juan el humo que oscureció el sol y salir las langostas que invadieron la amplitud de la tierra. Porque de allí nacen la turbación de los ánimos, la corrupción de los jóvenes; de. allí se infiltra en el pueblo el desprecio de las cosas santas y de las leyes más sagradas; de allí, en una palabra, para la república, la peste más grave que cualquiera otra: la experiencia, ya desde la más remota antigüedad, lo ha comprobado en las ciudades que florecieron con las riquezas, el imperio y la gloria y que cayeron con sólo este mal, a saber: la libertad inmoderada de las opiniones, la licencia de los discursos, la avidez de lo nuevo.

La libertad de prensa

   Aquí tiene su lugar aquella pésima y nunca suficientemente execrada y detestada libertad de prensa para la difusión de cualesquiera escritos; libertad que con tanto clamor se atreven algunos a pedir y promover. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al contemplar con que monstruos de doctrinas, o mejor, por qué monstruos de errores nos vemos sepultados, con qué profusión se difunden por doquiera estos errores en innumerable cantidad de libros, folletos y escritos, pequeños ciertamente por su volumen, pero enormes por su malicia, de los que se derrama sobre la faz de la tierra aquella maldición que lloramos.

ENCÍCLICA "QUANTA CURA" (8-XII-1864)
CONDENACIÓN DE LOS ERRORES MODERNOS
PIO PP. IX

Tradición de la Iglesia frente al error

   Todos saben, todos ven y vosotros como nadie, Venerables Hermanos, sabéis y veis con cuánta solicitud, y pastoral vigilancia los Pontífices Romanos, Nuestros predecesores, han llenado el ministerio y han cumplido con el deber, que les fue confiado por el mismo Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, de apacentar a los corderos y a las ovejas; de tal suerte, que nunca han cesado de alimentar cuidadosamente con las palabras de la fe, de imbuir en la doctrina de salvación a todo el rebaño del Señor, apartándole de los pastos envenenados. Y en efecto, Nuestros mismos predecesores, guardadores y vindicadores de la augusta religión católica, de la verdad y de la justicia, llenos de solicitud por la salvación de las almas, nada han apetecido nunca tanto, como el descubrir, y condenar con sus sapientísimas Letras y Constituciones todas las herejías y todos los errores que, contrarios a Nuestra fe divina, a la doctrina de la Iglesia católica, a la honestidad de las costumbres y a la salvación eterna de las almas, excitaron frecuentemente violentas tempestades, cubriendo lamentablemente de luto la república cristiana y civil.

   Por eso, los mismos predecesores Nuestros, con vigor apostólico, se opusieron constantemente a las pérfidas maquinaciones de los malvados que, semejantes a las olas del mar enfurecido, arrojan las espumas de sus confusiones; y prometiendo la libertad, bien que ellos sean esclavos de la corrupción, se han esforzado, por medio de máximas falsas y por medio de perniciosísimos escritos, por arrancar los fundamentos de la Religión católica y de la sociedad civil; tratando de hacer desaparecer toda virtud y justicia, de depravar todos los corazones y entendimientos, de apartar de las rectas normas morales a los incautos, especialmente a la inexperta juventud corrompiéndola miserablemente, con el fin de llevarla a las redes del error, y de arrancarla del seno de la Iglesia Católica.

El Papa sigue el ejemplo de sus predecesores. - La Iglesia vigila

   Como vosotros bien lo sabéis, Venerables Hermanos, apenas Nos, por un secreto designio de la Divina Providencia, pero sin mérito alguno Nuestro, fuimos elevados a esta Cátedra de Pedro; al ver, con el corazón desgarrado por el dolor la horrible tempestad desatada por tantas opiniones perversas, así como los males gravísimos, y nunca bastante llorados, atraídos sobre el pueblo católico por tantos errores; en cumplimiento de Nuestro apostólico ministerio, e imitando los ilustres ejemplos de Nuestros Predecesores, levantamos Nuestra voz, y por medio de varias Cartas encíclicas, Alocuciones, Consistorios, así como por otros Documentos apostólicos, hemos condenado los errores principales de Nuestra tan triste época. Al mismo tiempo, hemos excitado vuestra admirable vigilancia pastoral, y con todo Nuestro poder advertimos y exhortamos a Nuestros carísimos hijos para que abominen tan horrendas doctrinas y no se contagien de ellas. Particularmente en Nuestra primera Encíclica, del 9 de noviembre de 1846 a vosotros dirigida (12), y en las dos Alocuciones consistoriales (13), del 9 de diciembre de 1854 y del 9 de junio de 1862, Nos hemos condenado las monstruosas opiniones que, con gran daño de las almas y detrimento de la misma sociedad civil, dominan señaladamente a nuestra época; errores de los cuales derivan todos los demás y que no sólo tratan de arruinar la Iglesia católica, su saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino también a la misma eterna ley natural grabada por Dios en todos los corazones y aun la recta razón. 

Los nuevos errores requieren nuevo celo

   Sin embargo, bien que Nos no hayamos descuidado el proscribir y condenar frecuentemente estos tan graves errores, la causa de la Iglesia católica y la salvación de las almas que Dios Nos ha confiado, y aun el mismo bien común demandan imperiosamente, que Nos de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para que condenéis todas las opiniones que hayan salido de los mismos errores como de su fuente natural. Estas opiniones falsas y perversas, deben ser tanto más detestadas cuanto que su objeto principal es impedir y aun suprimir el poder saludable que hasta el final de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica por institución y mandato de su divino Fundador, así sobre los hombres en particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos; errores que tratan, igualmente, de destruir la unión y la mutua concordia entre el Sacerdocio y el Imperio, siempre tan beneficiosa para la Iglesia y para el Estado.(14)

El naturalismo  

   En efecto, os es perfectamente conocido, Venerables Hermanos, que hoy no faltan hombres que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar que el mejor orden de la sociedad pública y el progreso civil demandan imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin que tenga en cuenta la Religión, como si esta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera Religión y las falsas. Además, contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que el mejor gobierno es aquel en el que no se reconoce al poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija; y como consecuencia de esta idea absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, delirio(15) a saber: que la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad, ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma

Libertad de perdición

   Ahora bien: al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que  proclaman  la libertad de la perdición(16), y que, si se permite siempre la plena manifestación de las opiniones humanas, nunca faltarán hombres, que se atrevan a resistir a la Verdad, y a poner su confianza en la verbosidad de la sabiduría humana; vanidad en extremo perjudicial, y que la fe y la sabiduría cristiana deben evitar cuidadosamente, con arreglo a la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo(17).

   Y como allí donde la Religión se halle desterrada de la sociedad civil y se rechace la doctrina y autoridad de la revelación divina, se oscurece y aun se pierde la verdadera noción de la justicia y del derecho, en cuyo lugar triunfan la fuerza y la violencia, claramente se ve por qué causa ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo cualquiera, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por sólo haberse consumado, tienen ya valor de derecho.  

   Mas ¿quién no ve, quién no siente claramente que una sociedad, sustraída a las leyes de la Religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu, sirviendo tan solo a sus propios placeres e intereses? He aquí por qué esos hombres, con odio verdaderamente cruel, persiguen a las Órdenes religiosas, sin tener en cuenta los inmensos servicios hechos por ellas a la Religión, a  la sociedad humana y a las letras; he aquí, por qué desvarían contra ellas, diciendo, que no tienen ninguna razón legítima para existir, haciéndose así eco de los errores de los herejes. Como lo enseñó con tanta verdad Nuestro Predecesor, Pío VI de feliz memoria, la abolición de las Órdenes religiosas hiere al estado que hace profesión pública de seguir los consejos evangélicos; ofende a una manera de vivir recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente, ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por Dios (18)

   Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los fieles la facultad de "hacer limosna en público, por motivos de cristiana caridad", y que debe "abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las obras serviles, para cumplir con el culto divino"; todo bajo el pretexto falacísimo de que esa facultad y esa ley se hallan en oposición a los postulados de la mejor economía política. 

El comunismo y el socialismo

   No contentos con desterrar a la Religión de la pública sociedad, quieren también arrancarla de la misma vida familiar. Enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y  del socialismo, afirman que la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la educación. Para esos hombres falacísimos, el objeto principal de estas máximas impías y maquinaciones, es eliminar la saludable doctrina y la instrucción y educación de la juventud, para así manchar y depravar míseramente las tiernas y dúctiles almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y con toda clase de vicios. 

   En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir todos los derechos divinos y humanos, han dirigido siempre sus criminales proyectos, su actividad y esfuerzo a engañar y pervertir a la inexperta juventud, como Nos lo hemos insinuado más arriba, porque en la corrupción de ésta ponen toda su esperanza. Esta es la razón por qué el clero secular y regular, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han merecido en todos los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos históricos, así en el orden religioso como en el civil y literario, es por su parte objeto de las más atroces persecuciones; y dicen, que siendo el clero enemigo del saber, de la civilización y del progreso debe ser apartado de toda ingerencia en la instrucción de la juventud.

La Iglesia y el poder civil

   Otros, hay que, renovando los errores, tantas veces condenados, de los innovadores, se atreven a decir, con desvergüenza suma, que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que le otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior. En efecto, no se avergüenzan de afirmar que las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, a menos que sean promulgadas por la autoridad civil; que los documentos y los decretos de los Romanos Pontífices, aun los tocantes a la Iglesia, necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del asentimiento, del poder civil; que las Constituciones apostólicas (19) por las que se condenan las sociedades secretas sea que exijan o no en ellas el juramento de guardar  el secreto, y en las que se anatematiza a los fautores o adeptos de ellas, no tienen fuerza alguna en aquellos países donde son toleradas por la autoridad civil; que la excomunión lanzada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontífices contra los invasores y usurpadores de los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en una confusión del orden espiritual con el civil y político, y que no tiene otra finalidad que promover intereses mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que obligue a las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho a castigar con penas temporales a los que violan sus leyes; que es conforme a la Sagrada Teología y a los principios del Derecho público que la propiedad de los bienes poseídos por las Iglesias, Órdenes religiosas y otros lugares piadosos, ha de atribuirse y vindicarse para la autoridad civil. 

   No se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independientemente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil.

   No podemos tampoco pasar en silencio la audacia de aquellos que, no pudiendo tolerar los principios de la sana doctrina, pretenden que en cuanto a los juicios de la Sede Apostólica y a sus decretos que tengan por objeto el bien general de la Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no toquen a los dogmas de la fe y de las costumbres, se les puede negar asentimiento y obediencia, sin pecado y sin ningún quebranto de la profesión de católico. Esta pretensión es tan contraria al dogma católico de la plena potestad divinamente dada por el mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice para apacentar, regir y gobernar la Iglesia, que no hay quien no lo vea y entienda clara y abiertamente.

Condena de los errores

   En medio de esta tan grande perversidad de opiniones depravadas, Nos, con plena conciencia de Nuestra misión apostólica, y llenos de solicitud por nuestra santa Religión, por la sana doctrina y por la salvación de las almas cuya guarda se nos ha confiado de lo Alto, y por el mismo bien de la sociedad humana, hemos creído deber Nuestro levantar de nuevo Nuestra voz apostólica. En consecuencia, todas y cada una de las perversas opiniones y doctrinas que van señaladas detalladamente en las presentes Letras, Nos las reprobamos con Nuestra autoridad apostólica las proscribimos las condenamos; y queremos y mandamos que todas ellas sean tenidas por los hijos de la Iglesia como reprobadas, proscritas y condenadas.

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