La Iglesia y el Liberalismo
Revista "ROMA", Nº 63-64

ENCÍCLICA IMMORTALE DEI (1/11/1885)
SOBRE LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA DE LOS ESTADOS
LEÓN PP. XIII

RAZÓN Y MATERIA DE LA ENCÍCLICA

   Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, aun dentro del dominio de las cosas caducas y terrenales, tantos y tan señalados bienes, que ni más en número ni mejores en calidad, resultarían, si el primer y principal objeto de su institución fuese asegurar la prosperidad de esta presente vida.

   En efecto, dondequiera que puso la Iglesia el pie, hizo al punto cambiar la faz de las cosas; formó las costumbres con virtudes antes desconocidas, e implantó en la sociedad civil, una nueva cultura, y así los pueblos que la recibieron se destacaron entre los demás por la mansedumbre, la equidad y la gloria de sus empresas

   No obstante, vetusta es y muy anticuada la calumniosa acusación con que afirman que la Iglesia está divorciada de los intereses del Estado y que en nada contribuye a aquel bienestar y esplendor a que toda sociedad bien constituida, por derecho propio y de suyo, aspira.

   Sabemos que ya desde el principio de la Iglesia fueron perseguidos los cristianos, con semejantes y peores calumnias, tanto que, blanco del odio y de la malevolencia, pasaban por enemigos del Imperio; y sabemos también que en aquella época el vulgo, mal aconsejado, se complacía en atribuir al nombre cristiano la culpa de todas las calamidades que afligían a la nación, no echando de ver que quien las infligía era Dios, vengador de los crímenes, que castigaba justamente a los pecadores. La atrocidad de esta calumnia armó no sin motivo, el ingenio y afiló la pluma de SAN AGUSTÍN, el cual, en varias de sus obras, particularmente en la Ciudad de Dios, demostró con tanta claridad la virtud y potencia de la sabiduría cristiana por lo tocante a sus relaciones con la república, que no tanto parece haber hecho cabal apología de la cristiandad de su tiempo, como logrado perpetuo triunfo sobre tan falsas actuaciones.

   No amainó, sin embargo, la tempestad del funesto apetito de tales quejas y falsas acusaciones; antes bien agradó y muchos se empeñaron en buscar la norma constitutiva de la sociedad civil fuera de las doctrinas que aprueba la Iglesia católica. Y aun últimamente, eso que llaman Derecho nuevo, que dicen ser como adquisición perfecta de un siglo moderno, debido al progreso de la libertad, ha comenzado a prevalecer y dominar por todas partes.

   Pero a pesar de tantos ensayos, consta no han encontrado el modo de constituir y gobernar la sociedad, en forma más excelente que la que espontáneamente brota floreciente de la doctrina del Evangelio.

   Juzgamos, pues, de suma importancia y cumple a Nuestro cargo apostólico, comparar con la piedra de toque de la doctrina cristiana las modernas opiniones acerca del Estado civil, y con ello, confiamos que ante el resplandor de la verdad, retrocedan y no subsistan los motivos de error o duda. Todos aprenderán con facilidad cuántos y cuáles sean aquellos capitales preceptos, norma práctica de la vida, que deben seguir y obedecer.

A. DOCTRINA CATÓLICA

I - Acerca de la sociedad civil

   No es difícil averiguar qué fisonomía y estructura revestirá la sociedad civil o política cuando la filosofía cristiana gobierna el Estado.

La constitución de los Estados. El origen divino de la autoridad

   El hombre está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política, porque, no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su ingenio y de su espíritu, dispuso Dios que naciera para la unión y sociedad con sus semejantes, ya sea en la doméstica ya sea en la civil, única capaz de proporcionarle lo que basta a la perfección de la vida. Mas como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer si no hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de hombres una autoridad que la dirija; autoridad, que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza, y por tanto, del mismo Dios, que es su autor.

   De donde también se sigue que el poder público por si propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el propio verdadero y Supremo Señor de las cosas, al cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal punto que, todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro lo reciben sino de Dios, Príncipe Sumo y Soberano de todos. No hay potestad que no emane de Dios (Rom. 13, 1).

Las obligaciones de la autoridad y las diferentes formas de gobierno

   El derecho de soberanía, por otra parte, en razón de sí propio, no está necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno; puédese escoger y tomar legítimamente una u otra forma política con tal que no le falte capacidad de obrar eficazmente el provecho común de todos.

   Mas en cualquier clase de estado, los gobernantes deben poner totalmente su mira en Dios que es el supremo Gobernador del universo y proponérselo como modelo y norma que seguir en la administración del estado. Pues, así como en las cosas visibles Dios ha creado causas segundas en que es posible vislumbrar de algún modo la naturaleza divina y su acción, y que conducen a aquel fin a que la totalidad de estas cosas tiende, así también Dios ha querido que en la sociedad civil haya una autoridad cuyos depositarios reflejen cierta imagen de la Providencia que Él ejerce sobre el género humano. Pues el gobierno debe ser justo, no como de amo sino casi como de padre, por cuanto el poder que tiene Dios sobre los hombres es justísimo y unido a bondad paternal. La autoridad, empero ha de ejercitarse para bien de los ciudadanos, pues los gobernantes están únicamente en el poder para tutelar la utilidad pública; y de ningún modo ha de otorgarse la autoridad civil para que sirva de provecho a una sola persona o a pocas puesto que fue instituido para el bien común de todos.

Darán cuenta a Dios del abuso del poder

   Pero si los que gobiernan se deslizan al ejercicio injusto del poder; si pecan por brutales o soberbios, si cuidan mal del pueblo, sepan que han de dar estrecha cuenta a Dios; y esta cuenta será tanto más rigurosa, cuanto más sagrado y augusto hubiese sido el cargo, o más alta la dignidad que hayan poseído. Los poderosos serán atormentados poderosamente (Sab. 6, 7).

Deberes de los súbditos

   Con esto se logrará que la majestad del poder esté acompañada de la reverencia honrosa que los ciudadanos de buen grado le prestarán. Y en efecto, una vez convencidos de que los gobernantes poseen una autoridad, dada por Dios, reconocerán estar obligados en deber de justicia a obedecer a los Príncipes, a honrarlos y obsequiarlos, a guardarles fe y lealtad, a la manera que un hijo piadoso se goza en honrar y obedecer a sus padres. Toda alma esté sometida a las potestades superiores (Rom. 13, 1).

   Despreciar, empero, la legítima autoridad quienquiera estuviese revestido de ella, no es más lícito que resistir a la voluntad divina, pues quien a ella resista, se despeñará a su propia ruina. El que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que le resisten, ellos mismos atraen a sí la condenación (Rom. 13,2). Por tanto, sacudir la obediencia y acudir a la sedición, valiéndose de las muchedumbres, es crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino divina.

El culto público, deber de la sociedad para con Dios

   Así constituido el Estado, manifiesto es que él ha de cumplir plenamente las muchas y altísimas obligaciones que lo unen con Dios mediante el culto público. La naturaleza y la razón, que mandan a cada uno de los hombres dar culto a Dios piadosa y santamente, porque estamos bajo su poder, y de Él hemos salido y a Él hemos de volver, imponen la misma ley a la comunidad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor que la congregó, por cuya voluntad se conserva y de cuya bondad recibió la innumerable cantidad de dádivas y gracia que abunda. Por esta razón, así como a nadie es lícito descuidar los propios deberes para con Dios, y el primero de éstos es profesar de palabra y de obra la Religión, no la que a cada uno acomoda, sino la que Dios manda, y la que consta por argumentos ciertos e irrecusables ser la única verdadera, de la misma manera no pueden los estados obrar, sin cometer un crimen, como si Dios no existiese, o sacudiendo la Religión como algo extraño e inútil, o abrazando indiferentemente de las varias existentes la que les pluguiere: antes bien tienen la estricta obligación de escoger aquélla manera y aquel modo para rendir culto a Dios que el mismo Dios ha demostrado ser su voluntad.

Deber religioso de los gobernantes

   Los gobernantes deben tener, pues, como sagrado el nombre de Dios y contar entre sus principales deberes el de abrazar la religión con agrado, ampararla con benevolencia, protegerla con la autoridad y el favor de las leyes; no instituir ni decretar nada que pueda resultar contrario a su incolumidad.

   Esto mismo lo deben también a los súbditos que gobiernan. En efecto, todos los hombres hemos nacido y sido concebidos para cierto fin último y supremo al cual hemos de dirigir todas las aspiraciones y que se halla colocado en los cielos más allá de esta fragilidad y brevedad de la vida.

   Por cuanto, empero, del sumo bien que mencionamos depende la más cabal y perfecta felicidad de los hombres, es de tanto interés para cada uno de ellos que mayor no puede haber. La sociedad civil, pues, constituida para procurar el bien común, debe necesariamente, a fin de favorecer la prosperidad del Estado, promover de tal modo el bien de los ciudadanos que a la consecución y al logro de ese sumo e inconmutable bien, al que por naturaleza tienden, no sólo no cree jamás dificultades sino que proporcione todas las facilidades posibles.

   La principal de todas consiste en hacer lo posible para conservar sagrada e inviolable la religión cuyos deberes unen al hombre con Dios.   

II - ACERCA DE LA SOCIEDAD RELIGIOSA

El origen divino de la sociedad religiosa

   Cuál sea la verdadera Religión lo ve sin dificultad quien proceda con juicio prudente y sincero, pues consta mediante tantas y tan preclaras pruebas, como son la verdad y cumplimiento de las profecías, la frecuencia de los milagros, la rápida propagación de la fe a través de ambientes enemigos y de obstáculos humanamente insuperables, el testimonio sublime de los mártires y otras mil, que la única Religión verdadera es la que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia, para que la conservase y dilatase en todo el universo.

   Porque el unigénito Hijo de Dios fundó en la tierra una sociedad llamada la Iglesia, transmitiéndole aquella propia excelsa misión divina que Él en persona había recibido del Padre, encargándole que la continuase en todos tiempos. Como el Padre me envió, así también yo os envío (Juan 20, 21). Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta que se acabe el mundo (Mat. 28, 20). Y así como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (Juan 10, 10); del mismo modo, la Iglesia tiene como fin propio la eterna salvación de las almas, por esta razón su naturaleza es tal que tiende a abarcar a todos los hombres sin que la limiten ni el espacio ni el tiempo. Predicad el Evangelio a toda la criatura (Marc. 16, 15).

Su gobierno

   A esta multitud tan inmensa de hombres, asignó el mismo Dios Prelados para que con potestad la gobernasen y quiso que uno solo fuese el Jefe de todos, y fuese juntamente para todos el máximo e infalible Maestro de la verdad, a quien entregó las llaves del reino de los cielos. Te daré las llaves del reino de los cielos (Mat. 16, 19). Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas (Juan 21, 16-17). Yo he rogado por ti, para que no falle ni desfallezca tu fe (Luc. 22, 32).

Caracteres de la Iglesia. Su independencia de la sociedad civil

   Esta sociedad, pues, aunque integrada por hombres no de otro modo que la comunidad civil, con todo, atendiendo el fin a que mira y los medios de que se vale para lograrlo, es sobrenatural y espiritual, y por consiguiente se distingue y se diferencia de la política; y lo que es de la mayor importancia, completa en su género y perfecta jurídicamente, como que posee en sí misma y por sí propia, merced a la voluntad y gracia de su Fundador, todos los elementos y facultades necesarios a su integridad y acción. Y como el fin a que tiende la Iglesia es por mucho el más noble, de igual modo, su potestad aventaja en mucho cualquier otra, ni puede en manera alguna ser inferior al poder del Estado ni estarle de ninguna manera subordinado.

   Y en efecto, Jesucristo otorgó a sus Apóstoles autoridad libérrima sobre las cosas sagradas, juntamente, con la facultad verdadera de legislar, y con el doble poder emergente de esta facultad, conviene a saber: el de juzgar y el de imponer penas. Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes... enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado (Mat. 28, 18-20). Y en otra parte: Si no los oyere, dilo a la Iglesia (Mat. 18, 17). Y todavía: Teniendo a la mano el poder para castigar toda desobediencia (II Cor. 10, 6). Y aún más: Empleé yo con severidad la autoridad que Dios me dio para edificación, y no para destrucción (II Cor. 13,10). No es, por lo tanto la sociedad civil, sino la Iglesia, quien ha de guiar los hombres a la patria celestial; a la Iglesia ha dado Dios el oficio de conocer y decidir en materia de Religión; de enseñar a todas las naciones y ensanchar cuanto pudiere los límites del nombre cristiano; en una palabra, de administrar según su propio criterio, libremente y sin trabas los intereses cristianos.

Reivindicación de sus derechos

   Pues esta autoridad, de suyo absoluta y perfectamente autónoma que filósofos lisonjeros del poder secular impugnan desde hace mucho tiempo, la Iglesia no ha cesado nunca de reivindicarla para sí, ni de ejercerla públicamente. Los primeros en luchar por ella eran los Apóstoles; y por esta causa, a los Príncipes de la Sinagoga, que les prohibían propagar la doctrina evangélica, respondían constantes: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres (Act. 5, 20). Esta misma autoridad cuidaron de conservar en su oportunidad los Santos Padres con razones por demás convincentes; y los Romanos Pontífices, con invicta constancia, jamás cesaron de reivindicarla contra todos los impugnadores.

   Hay más, los mismos príncipes y soberanos de los Estados ratificaron y de hecho admitieron la autoridad de la Iglesia, dado que han solido tratar con ella como supremo poder legítimo al firmar convenios y negociar con ella, al enviarle embajadores y recibir los suyos y al mantener otras relaciones mutuas oficiales.

   Y se ha de reconocer una singular disposición de la providencia de Dios, de que esta misma potestad de la Iglesia estuviera dotada del principado civil, como de óptima garantía de su libertad.

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