A Júpiter se le puede considerar una estrella a medias, o bien un sol que no llegó a nacer por raquitismo. Pese a que no brilla, su gran masa, 318 veces mayor que la Tierra, le hace emitir energía infrarroja desde su interior a causa de la enorme gravedad. El planeta más grande del Sistema Solar es también el que establece las diferencias entre las dos clases de mundos que hay en la familia del Sol: por un lado están los denominados planetas terrestres, que además del nuestro son Mercurio, Venus y Marte. Por otro, los planetas de tipo joviano, que son el propio Júpiter, Saturno Urano y Neptuno. Aquellos se caracterizan por su estructura sólida; éstos por su naturaleza fundamentalmente gaseosa, con capas de decenas de miles de kilómetros que los envuelven y esconden un núcleo sólido mucho más pequeño.

Es el cuarto astro del firmamento en orden de importancia luminosa (recordamos: 1º el Sol; 2º la Luna; 3º Venus), ya que es bastante más brillante que la más brillante de las estrellas (Sirius), durante varios meses todos los años y su magnitud alcanza –2,8. Es un gran globo algo achatado, con 142 796 km de diámetro ecuatorial y 133 100 km de diámetro polar; esa diferencia de casi 10 000 km se aprecia bien con cualquier telescopio. Tiene un periodo de rotación mucho más rápido que la Tierra, ya que da una vuelta sobre su propio eje en menos de 10 horas. Dada su distancia media al Sol de 780 millones de km, el periodo orbital dura casi 12 años.

Este planeta, es –por su gigantesco tamaño- el más agradecido para la observación telescópica, ya que 50 aumentos nos bastarán para apreciar sus aspectos más destacados. Con unos simples prismáticos fijados a un trípode ya podremos apreciar su forma esférica y ver a sus lados a los cuatro satélites principales, que descubrió Galileo: Io, Europa, Ganímedes y Calisto. Con un pequeño telescopio se advierten con facilidad los más importantes trazos de la capa nubosa que envuelve el planeta; son trazos mucho más contrastados que los de Marte y, por tanto, su observación, inicialmente, no es difícil. Es más, se recomienda que el aficionado debutante, después de dedicar su atención a la Luna, dirija su nuevo y reluciente telescopio a Júpiter o Saturno al objeto de seguir un aprendizaje progresivo, sin saltos que puedan desilusionarle.

Características:

Júpiter está envuelto en una atmósfera gaseosa de unos 1000 km de profundidad. Nubes de diferentes composiciones se forman en los distintos niveles, dependiendo de la temperatura y de la presión. El 90 % de la atmósfera es de hidrógeno, y el 4,5 % de helio; el resto está integrado por metano, amoniaco, etano, acetileno, vapor de agua y otros elementos en menor cantidad. Por debajo de las nubes no hay una superficie sólida, sino hidrógeno y helio comprimidos en líquidos por su gran fuerza gravitatoria. En lo hondo de esta capa, donde el hidrógeno líquido actúa como metal fundido, la convección produce un intenso campo magnético que se extiende por el espacio hasta millones de kilómetros. En su centro se cree que hay un pequeño núcleo sólido.

La imagen que de Júpiter ofrece cualquier telescopio es amarillenta, con un disco surcado de formaciones nubosas en forma de bandas de tonalidad marronácea orientadas paralelamente al ecuador. Esto se debe, a la rápida rotación de Júpiter. En las franjas más ligeras, el gas asciende desde el interior cálido y se condensa para formar nubes de gran altitud. Las nubes más oscuras, las que forman bandas, se crean a menores altitudes. Los colores de las bandas varían del rojo y el pardo al azul. De entre todas las bandas (en la nomenclatura habitual se cuentan nueve, aunque algunas, a veces, aparecen desdobladas) hay dos, próximas al ecuador, que destacan mucho más y que, en consecuencia son de muy fácil visión.

Si se presta atención a la imagen dada por un telescopio, se verá que las dos bandas nubosas mencionadas (bandas ecuatoriales) no son estrictamente uniformes, sino que tienen irregularidades, tanto de intensidad como de estructura. Y se verá que, paralelas a estas, hay otras bandas más tenues a uno y otro lado hasta confundirse con las zonas polares de tonalidad grisácea y uniforme. Entre las bandas y dentro de ellas se produce una serie de fenómenos de permanencia variable que son consecuencia de la particular meteorología joviana.

El más conocido de estos fenómenos es la Mancha Roja, observada desde 1831, denominada así porque aparece como una formación nubosa ovalada de un tono rojizo situada en la Zona Tropical Sur, es decir, entre el ecuador y la región polar Sur. Es como el núcleo de un permanente y gran ciclón cuyas corrientes periféricas interaccionan con las de las bandas nubosas circundantes, ocasionándoles constantes cambios de aspecto. La misma Mancha Roja es, asimismo, variable, siendo más visible en unas temporadas que en otras. Buena parte de los cambios se producen debido a las diferencias de rotación: las zonas ecuatoriales (denominadas “Sistema I”) tienen un periodo de rotación de 9h 50m 30s, mientras que las zonas tropicales (“Sistema II”) lo tienen de 9h 55m 41s. Esta diferencia puede ser advertida sin dificultad por cualquier aficionado que observe Júpiter con cierta asiduidad tomando nota de la situación de los distintos detalles visibles.

El estudio de las formaciones nubosas de Júpiter por parte de los aficionados sigue teniendo hoy día una considerable grado de interés, pese a que diversas estaciones automáticas las han fotografiado repetidamente muy de cerca y pese a que el Telescopio Espacial Hubble proporciona imágenes con gran detalle. La razón está en que ninguno de estos ingenios está continuamente vigilando Júpiter y que, si se produce algún cambio rápido e imprevisto en sus estructuras nubosas, son generalmente los aficionados quiénes primero lo advierten. Una prueba de ello es que después que la sonda Galileo enviara en 1997 extraordinarias imágenes de tres estructuras ciclónicas en forma de óvalos blancos que eran permanentes en la atmósfera joviana desde 1938, han tenido que ser observadores aficionados los que a comienzos de 1998 hayan lanzado la “alarma” de que uno de los óvalos ha desaparecido. Sólo un análisis paciente y prolongado –lo que únicamente puede hacerse desde la Tierra- da cuenta de las evoluciones que se producen con periodos de meses o de largos años que caracterizan a diversas formaciones del planeta. El estudio de esta información estadística obtenida durante mucho tiempo puede ayudar sin duda a la formulación de modelos más o menos verosímiles sobre las causas de tan peculiares comportamientos.

Finalmente debe mencionarse la existencia de un débil anillo de partículas en torno al planeta de unos 100 000 km de anchura, emulando, aunque con mucha menor categoría, al extraordinario sistema de anillos que caracteriza a Saturno. El anillo joviano fue descubierto casualmente por la estación Voyager I cuando se disponía a fotografiar uno de los más próximos satélites; los observatorios terrestres no pueden llegar a percibirlo, salvo el Telescopio Espacial Hubble.

Satélites de Júpiter:

Los 16 satélites conocidos de Júpiter se clasifican en tres grupos: los ocho más internos, incluidas las cuatro lunas de Galileo que tienen órbitas circulares en el plano ecuatorial del planeta; los cuatro centrales, que tienen órbitas elípticas inclinadas unos 25 a 30º con respecto al ecuador de Júpiter; y los cuatro más externos que tienen orbitas elípticas y retrógradas (de este a oeste). Los dos últimos son probablemente asteroides capturados. A excepción de las lunas de Galileo, los satélites son pequeños y tenues

Sus cuatro principales satélites son: Io, Europa, Ganímedes y Calisto. No están nunca quietos; como sea que los planos de sus órbitas son casi coincidentes con el plano ecuatorial de Júpiter, dan lugar a frecuentes fenómenos no exentos de cierta espectacularidad y fáciles de ver con telescopios de aficionado: eclipses, ocultaciones, tránsitos y pasos de sombras. Cuando un satélite entra en el cono de sombra de Júpiter, desaparece casi súbitamente al dejar de recibir la luz del Sol estando, por tanto, eclipsado. Cuando se sitúa detrás del disco del planeta, sin estar en la zona de sombra, es cuando tiene lugar la ocultación. El paso de un satélite por delante de Júpiter se denomina tránsito, lo cual, generalmente, va acompañado por el paso de su sombra por encima del globo del planeta en forma de un pequeño punto negro que se desplaza de un borde a otro en el transcurso de unas pocas horas.

Io, el satélite galileano más interno, es de tamaño similar a la Luna, con sus 3 630 km de diámetro. Cuando la estación Voyager I se le acercó en marzo de 1979, transmitió a la Tierra unas imágenes que revelaron la presencia de volcanes intensamente activos y de una superficie afectada, en su totalidad, por esa constante vulcanológica. Todo Io se halla cubierto de lava –fundamentalmente azufre- con grandes calderas en estado magmático de cuyo interior surgen, frecuentemente, poderosas erupciones de gases.

La importancia que tuvo tal descubrimiento es mayor de lo que podría suponerse a primera vista: Io ha resultado ser un astro cuya corteza aún no se halla totalmente solidificada; en ella se producen constantemente explosiones, cráteres, calderas y ríos de lava que inundan las depresiones. Toda esa fenomenología es la que, se supone, originó la primitiva orografía de los planetas pequeños y de los satélites, con la diferencia de que en estos el periodo activo concluyó hace ya varios miles de millones de años. Io representa, por lo tanto, el paso intermedio en el periodo de formación de los astros secundarios de nuestro Sistema Solar.

Por otra parte, los otros tres grandes satélites de Júpiter tienen una estructura totalmente distinta y mucho más común a los otros satélites de los planetas gigantes. Destaca en ellos la presencia de hielo de agua en abundancia, especialmente en Europa con 3 140 km de diámetro, en el que se llega a suponer que en su subsuelo incluso podría haber agua en estado líquido.

Ganímedes –5 260 km- es el mayor satélite del Sistema Solar y es mayor que Mercurio. Su superficie compleja y parcialmente salpicada de cráteres y con gran actividad volcánica, tiene manchas oscuras y surcos más claros.

La más externa de las cuatro lunas es Calisto –4 800 km de diámetro-, cuya oscura superficie está recubierta de cráteres de impacto que alcanzan hasta 600 km de diámetro.

Los demás satélites de Júpiter son meros asteroides captados por su intensa fuerza gravitatoria, entre ellas Almatea, descubierta en 1892 por Edward Emerson Barnard. La mayor parte de los demás satélites, de tamaño muy pequeño, han sido hallados en las últimas décadas por las sondas espaciales y su escaso brillo los deja fuera del alcance de los telescopios. Su sugestivos nombres son Himalia, Elara, Pasiphae, Tebe, Leda, Adrastea, Ananke, Sinope, Metis, Lisitea y Carmen.

Marte no es el único lugar donde la ciencia busca otras formas de vida en el Sistema Solar. Además del planeta rojo, Europa y Titán, dos satélites de Júpiter y Saturno, respectivamente, son candidatos a este privilegio y han despertado un notable interés entre los astrónomos. Precisamente el reciente periplo de la nave Galileo al universo en miniatura que representa el sistema de Júpiter y sus lunas le ha permitido a Europa rivalizar en protagonismo con el mismísimo Marte. Las imágenes que muestran la superficie de Europa con fragmentos de hielo, de una notable semejanza a la de los icebergs terrestres, flotando sobre lo que parece un océano suponen un panorama insólito en la historia de las investigaciones espaciales.

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