Artículos de opinión por Mario Arvelo Caamaño publicados en el periódico Hoy de Santo Domingo:


La OEA y el escribidor

Por lo que me cuentan, pues vivo a 13,265 kilómetros de Santo Domingo, Mario Vargas Llosa es en estos días uno de los personajes más mentados del quehacer dominicano gracias al éxito de su novela histórica La fiesta del chivo, que por cierto es muy entretenida. La fama del escritor peruano me alegra mucho, pues compartimos un nombre de pila caracterizado por un elegante atractivo y una sutil musicalidad.

Preocupado por la posibilidad de que el amable lector se aburra del presente artículo antes de llegar a su explosivo párrafo final, deseo resaltar que hago una valoración sobre mi controversial tocayo en el marco del libro la primera tierra, el cual será presentado en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra el lunes 10 de julio a las seis de la tarde por el doctor Pedro Catrain, prestigioso abogado y politólogo.

Sin salir de mi entusiasmo por la hábil manera como acabo de obtener publicidad gratuita para la puesta en circulación de mi colección de ensayos, paso a citar de su página 118 la impresión que tengo del autor de Los cuadernos de don Rigoberto. Digo que se trata de un individuo "detestable como pontífice de opiniones baladíes sobre cuestiones de actualidad pero exquisito como escritor de ficción". El propio Vargas Llosa está de acuerdo: respondiendo a preguntas formuladas recientemente por internet, recomendaba a un joven que por igual se sentía desgarrado entre el vigoroso ritmo de sus cuentos y novelas, y el aturdimiento con resaca que producen sus pronunciamientos sobre la vida real, que se abstuviera de leer estos últimos.

Admito la envidia que me dan los novelistas, sobre todos los buenos, quienes son reconocidos como gente inteligente y premiados con fabulosa prosperidad, suerte que me deseo ahora que promuevo mi propia publicación. Me domina, por lo demás, la necesidad existencial de refutar las amarguras recurrentes de quien ya ha reunido los méritos para merecer el Nobel. No condeno todos sus truenos, porque el autor de El pez en el agua a veces canta verdades.

Su más reciente artículo, aparecido en la edición del domingo 11 de los corrientes en El País –periódico madrileño que debe pagarle una pequeña fortuna por sus desahogos semanales, lo cual es otra fuente de irreprimible envidia para el suscrito–, trae una diatriba furibunda contra la Organización de los Estados Americanos. Se trata un tema sobre el cual un servidor, humildísimamente, conoce un poquito, pues laboré por dos años como representante alterno de la misión dominicana ante el organismo hemisférico.

Comencemos por los adjetivos con los cuales el popular vedetto titula su entrega: inútil y perniciosa. Así es la OEA, según el autor de Historia de Mayta. Yo digo que esto es verdad y es mentira. Ahora voy a explicarme, si es que tanto rodeo previo deja espacio.

El autor de Pantaleón y las visitadoras ataca a César Gaviria, expresidente colombiano y secretario general de la OEA, por supuestamente conspirar para obtener la legitimación definitiva del más reciente fujimorazo. Como sabe todo quien lee periódicos, la misión observadora de la OEA denunció que Alberto Fujimori hizo con las elecciones peruanas del 28 de mayo lo que el caudillo dominicano Joaquín Balaguer en 1970 y 1974: robá rselas, imponiéndose como candidato único por medio del fraude y la violencia. Lo menos que el autor de La ciudad y los perros dice de Gaviria es que se trata de "la mediocridad encarnada". Creo que con semejante insulto se ha ganado un enemigo, pero como el autor de La casa verde ya no está en política, quizás la mala voluntad ajena le tiene sin cuidado.

El gran inconveniente de sus audaces afirmaciones es que el autor de Los cachorros reduce a la OEA a verdugo de ocasión para imponer sanciones económicas dirigidas al estrangulamiento de regímenes díscolos, con el fin expreso de hacerlos caer. El ejemplo del aislamiento que puso a la dictadura trujillista al borde del precipicio es un excelente ejemplo. Pero el organismo continental cumple con relativa eficacia numerosas funciones e impulsa valiosas iniciativas en áreas tales como la cooperación multilateral para el desarrollo, la defensa y promoción de los derechos humanos, la homogeneización de normas jurídicas internacionales, la lucha contra el narcotráfico y el comercio ilegal de armamento, el mejoramiento de la administración de justicia, el intercambio cultural, la concesión de becas, la protección de los derechos de los pueblos indígenas, la fijación de estándares para la eventual integración regional y un largo etcétera.

Además, la OEA no es Gaviria, como la ONU no es Kofi Annan. El secretario general es, en ambos casos, un empleado de los gobiernos de los países miembros, y sus funciones están determinadas por la carta constitutiva y por los intereses –consensuados o, en ausencia de acuerdo, mayoritarios– de los Estados representados. Fui testigo presencial, por sólo poner un ejemplo, de un Gaviria frustrado al ver cómo los embajadores de los mismos países que hace unos días en Canadá echaron agua por un tubo al purgante que la OEA preparaba para recetarle al gobierno peruano, aniquilaban su proyecto para fortalecer la seguridad ciudadana en el hemisferio. "No intromisión en los asuntos internos", se desgañtaban, furiosos, los distinguidos embajadores. Sometido al silencio y con la cara al rojo vivo, Gaviria de seguro recordaba, nostálgico, sus días omnímodos de comandante en jefe.

Tiene razón el autor de Conversación en la catedral cuando se pregunta para qué diablos sirven las misiones de observación electoral cuando ante hechos de extrema gravedad como los denunciados en el Perú no pasa nada. Pero de allí a descalificar a la OEA como entidad perniciosa, el autor de Los jefes se coloca cerquita de las críticas miopes e ignorantes que el funesto senador estadounidense Jesse Helms lanza sobre la ONU con necedad recurrente.

Ciertamente la OEA tiene muchas oportunidades para mejorar, como dicen los gurús posmodernos. Y al autor de La tía Julia y el escribidor digo que si la lee con calma, verá que la resolución aprobada por la asamblea general de la OEA da margen para que las elecciones peruanas sean puestas bajo el microscopio de Gaviria y del canciller canadiense Lloyd Axworthy, quienes encabezarán una misión especial. Mi sugerencia es que aproveche la inmejorable oportunidad que le da el destino, se monte en un avión y llegue a Lima junto a los enviados de la OEA, para que una vez allí, en el ojo del ciclón, defienda la causa que cree justa. El autor de La guerra del fin del mundo, quien en su juventud fue comunista fervoroso, recordará el sabio consejo de Nicolás Lenin: hay que saber estar en el lugar preciso en el momento oportuno.

[20 de junio de 2000]


De encuestas y resultados

La profusión de encuestas donde los votantes manifestaban su intención de voto saturó al más indiferente de los dominicanos durante la desmesuradamente larga campaña por la presidencia [en República Dominicana], que se extiende innecesariamente por un año. Para subir la temperatura preelectoral a niveles de alarma, numerosas encuestas fueron denunciadas por supuestamente no mostrar la opinión de los potenciales electores sino los intereses particulares de quienes contrataban los onerosos servicios de investigación y difusión.

En cualquier caso las predicciones, fuesen reales o falsas, generaron grandes expectativas. La dificultosa tarea de echar una mirada al futuro –prostituida como arte oculto por charlatanes, clarividentes y astrólogos de pacotilla– se auxilió en esta oportunidad de la estadística, rama de las matemáticas de uso corriente en la preparación de encuestas. Recuerdo vagamente haber tomado una materia sobre estadística como digresión en el marco de mis estudios de ciencias jurídicas, ofrecida nada menos que por un doctor en cálculo, habilidoso manejador de complicados números y becario egresado de prestigiosas universidades del por entonces sólido bloque soviético. La mentablemente no llegué a comprender a cabalidad los vericuetos de tan relevante ciencia y sólo tras obligarme a esfuerzos sofocantes logré una modesta "B".

El párrafo anterior viene a cuento vista la avalancha de críticas que ha caído sobre la mayoría de las firmas encuestadoras, aplastándolas moralmente bajo un manto de vilipendio que toma a partes iguales del sarcasmo, la ironía y la burla. Entiéndase, por favorcito, que no pretendo con esta entrega defender a los magos de la estadística. La verdad es que me tiene sin cuidado la suerte que puedan correr los accionistas de esas empresas, pues no tengo intereses allí: nunca he disfrutado de ingresos que me permitan ascender a la clase empresarial, que ya quisiera.

Mi tesis, que sí me voy a dar el lujo de publicar en la prensa, es muy sencilla: decir que el 16 de mayo se celebró la "verdadera encuesa" es ignorar el hecho de que las encuestas son, como señalan los politólogos, una especie de fotografía. Un cuestionario levantado en enero, febrero, marzo o abril tomando una muestra representativa para proyectar la intención de voto en un certamen a celebrarse uno, dos, tres o cuatro meses más tarde es como sacar fotos de un pelotero corriendo hacia primera base, doblando por segunda y de camino a tercera. Nadie puede saber si el avance concluirá en el plato. Esa última foto –las anteriores son perfectamente válidas para el momento en el cual fueron tomadas–, donde el corredor es esperado por el receptor para ponerle fuera o aparece anotando airoso una carrera, es la que se saca en las urnas. (Me felicito por lo clara que me quedó esta analogía).

Un ejemplo triste: en medio de la crisis de suministro de electricidad que milagrosamente no tumbó al gobierno balaguerista en 1988, un asesor del entonces gobernante le dijo que una encuesta indicaba que si las elecciones se celebrasen ese día, menos del diez por ciento de la población votaría por su permanencia en el poder. Visionario de la aritmética y titán del cinismo, el anciano caudillo recordó a su interlocutor que las elecciones "no son hoy, sino el 16 de mayo de 1990". Lo que la intérlope Junta Central Electoral hizo ese día a las órdenes del presidente-candidato es otro tema.

Volviendo al hilo, que pierdo una y otra vez pensando en abordar en artículo aparte precisamente ese otro tema, afirmo la convicción de que las encuestas que ponían las preferencias porcentuales de los votantes en favor de Hipólito Mejía en el orden de los cuarenta cortos, colocaban a Danilo Medina en los treinta cortos o veinte largos y atribuían a Joaquín Balaguer veinticinco, estaban en lo correcto en cuanto a la intención que habría de traducirse en las papeletas de votación el 16 de mayo.

El fenómeno que impidió ese resultado de fotografía premonitoria fue que varias encuestas mostraban erróneamente un llamado "empate estadístico" entre los candidatos del PLD (Medina) y del PRSC (Balaguer), al tiempo que otras indicaban una ventaja de este último. Las potenciales consecuencias hicieron sonar sirenas de pavor: que un personaje de tan avanzada edad, deficiencias físicas, sórdido pasado y evidentes signos de senilidad como Balaguer pudiese pasar a una segunda ronda y eventualmente alzarse con el poder, evaporó muchas horas de sueño. Sería el más espectacular y desastroso salto al vacío de la historia nacional. A medida que se acercaba la hora del escrutinio, e incluso con la boleta electoral por delante, viendo la imagen de Balaguer sobre los símbolos de su partido, doscientos mil dominicanos de corriente liberal y progresista originalmente inclinados a sufragar por Medina, cambiaron de opinión y llevaron a Mejía al borde de la mayoría absoluta. El resultado más evidente del proceso es que el gran derrotado fue Joaquín Balaguer, por razones que quedaron claras en 1996, las cuales abordo con detenimiento en varios capítulos de mi libro la primera tierra, que será puesto a circular en el mes de julio.

El resto de lo que pasó luego del 16 de mayo será historia, porque todavía es periodismo: tras barajar fórmulas impracticables por inauditas y condenadas al fracaso, Medina desistió de ejercer su derecho constitucional de participar en la segunda ronda en aplicación de la máxima latina salus populi suprema lex est, es decir, la salud del pueblo es la ley suprema.

Todo lo cual lleva a otras reflexiones, para las cuales el espacio no alcanza: baste decir que el sistema de mayoría absoluta y de doble vuelta debe permanecer para que la presidencia tenga la legitimidad de ser la verdadera expresión de la voluntad popular; las elecciones congresionales no sólo deben con tinuar separadas de las presidenciales sino a su vez ser separadas de las municipales para evitar regresar al caótico y antidemocrático sistema de arrastre; la no reelección en períodos consecutivos debe ser reafirmado como principio intocable hasta el fin de los tiempos; los colegios electorales cerrados deben mantenerse como garantía del concepto de una persona, un voto; y deben tomarse las medidas de lugar, enérgicas y decididas, para que el sufragio del 16 de mayo haya sido el último en el cual se niegue a los dominicanos que residen fuera del país el sagrado derecho al voto.

[29 de mayo de 2000]


Un juez llamado Baltasar

La tradición cristiana cuenta la historia de un trío de "reyes magos" que, vestidos con túnicas hiladas en oro y tocados con turbantes repletos de aderezos, desandaron a lomo de camellos o dromedarios, esto nunca quedó claro, las áridas rutas del poniente guiados por luces celestiales –debidas a una explosión estelar, al paso de un cometa de brillante cola o quizás resultado de alucinaciones inducidas por humaredas de opio, de uso corriente en aquellos tiempos– hasta llegar a una humilde caballeriza de Belén para presentar obsequios a un bebé a quien el Creador encargaría la colosal responsabilidad de redimir a la humanidad.

Como saben los historiadores, en los albores de nuestro calendario hubo una caravana de dignatarios orientales que, fatigando las carreteras romanas, avanzaron en asombrosa procesión hacia el occidente. El curioso desfile, que atrajo muchedumbres incrédulas y permaneció por generaciones en el imaginario popular, se dirigía no a la provincia de Judea sino a Roma. Los viajeros se disponían a rendir tributo al emperador Tiberio, heredero de Augusto y por entonces en la segunda década de su brutal reinado, en momentos en que Jesús de Nazareth, ya adulto, se jugaba la vida denunciando en Jerusalén las fullerías del Sanedrín liderado por el nefasto Caifás.

Juan Bosch, en su Cuento de navidad, explica cómo un tal Santa Claus, San Nicolás, Papá Noel o como se llame, con residencia en el polo norte y cuyas aventuras no aparecen en ninguno de los evangelios, anualmente entrega regalos y golosinas a los niños de los países fríos –presumiblemente bajando por las chimeneas– y el trío de reyes arábigos hace el reparto en los trópicos, quizás porque el trineo del primero no podría deslizarse en ausencia de nieve y las monturas de los segundos no soportarían las ventiscas polares. El barrigudo de blancas barbas y vestimenta escarlata hace sus visitas la madrugada del 25 de diciembre; los niños a quienes les sobra comida tienen por costumbre dejarle galletitas para merendar y un vaso de leche para no atragantarse.

La epopeya de los llamados reyes magos, que aparece en el evangelio de Mateo a título de símbolo, pertenece a una simpática y conveniente asociación de ideas creada alrededor de la Natividad del Redentor varias décadas después de su venida al mundo. La fábula ha servido –junto a la del regordete Santicló– para enriquecer a los comerciantes de juguetes, que de algo tienen que vivir, y para dar alegrías anuales a millones de niños, en ese orden. Cada seis de enero aparecen bajo los arbolitos de navidad regalos en cantidad y calidad supuestamente proporcionales al buen comportamiento exhibido durante el año anterior por el niño de quien se trate, el cual se ocupa de dejar a la vista tres raciones de yerba recién cortada y algo de agua para refrigerio de las bestias de carga. Algunos observadores toman nota de que el valor de lo recibido guarda más estrecha relación con el saldo de las cuentas de banco de los padres y el límite de sus tarjetas de crédito que con la disciplina y calificaciones escolares de sus hijos. En fin, los niños afortunados, es decir, los de fortuna, reciben presentes en ambas fechas. Pero éste es otro tema.

Lo relevante en el contexto del presente artículo es que desde España llega a Latinoamérica un rey mago posmoderno para dar generosos obsequios a niños y adultos, e incluso a buen número de jóvenes ya fallecidos, por lo general en circunstancias violentas a manos de victimarios protegidos por diversos mantos de impunidad. Proféticamente bautizado con el nombre de uno de los adoradores de Jesús o de Tiberio, realmente poco importa, el juez Baltasar Garzón reescribe la historia con su poderoso bolígrafo, firmando órdenes internacionales de búsqueda y captura contra los más conspicuos genocidas de nuestro subcontinente.

Cabe señalar que en el magistrado más famoso del globo pueden observarse luces y sombras; entre las primeras, voluntad inexorable, enérgica determinación, convicción incorruptible y blindaje testicular. Las segundas incluyen un pasado de altibajos, ambiciones desbocadas, un poquito de envidia y algún que otro resentimiento, particularmente para con Felipe González. Esta enemistad se remonta al proceso electoral de 1993, cuando el entonces presidente del gobierno español buscaba un cuarto período al frente del ejecutivo. Condenado a la derrota por todas las encuestas, desmentidas en un artículo bajo mi firma publicado en estas páginas el 2 de junio de ese año, la víspera del escrutinio, el presidente invitó a Garzón a pedir licencia en la Audiencia Nacional para ser candidato a diputado en la lista del Partido Socialista Obrero Español. Garzón aceptó, apareciendo como segundo de la boleta madrileña, encabezada por el propio líder.

Reelecto en el poder burlando todos los pronósticos –salvo el del suscrito–, González designó a Garzón como encargado de la ofensiva contra el narcotráfico. Un año más tarde, frustrado por su escasa influencia sobre el jefe del gobierno y anuladas sus esperanzas de ser nombrado ministro del interior, cargo desde el cual aspiraba saltar a la vicepresidencia y desde allí a la cumbre del poder, Garzón presentó renuncia al Congreso y regresó al poder Judicial. Desde entonces viene tratando infructuosamente de procesar al expresidente, retirado de la política partidaria desde 1996; apenas en noviembre pasado el magistrado recibió una urticante reprimenda del Tribunal Supremo al pretender revivir el tema de la vinculación de González con la guerra sucia librada contra el terrorismo vasco en los años ochenta. Varios procesos ya han demostrado la absoluta inocencia del gigante socialdemócrata.

En cualquier caso, el juez español cuenta como medalla suprema en su palmarés el arresto en Londres del exdictador chileno Augusto Pinochet, quien aguarda ser extraditado a España para responder por los crímenes cometidos durante su usurpación del poder. Otros cuarenta y ocho oficiales chilenos han sido requeridos por Garzón para establecer responsabilidades en la desaparición de las 3,197 víctimas que cuantifican los reportes oficiales, cifra que asciende a nueve mil según organizaciones internacionales de promoción y defensa de derechos humanos. Al otro lado de los Andes, noventa y ocho oficiales argentinos comprometidos con la represión de 1976-1983 han sido citados a comparecer por ante el vigoroso magistrado, interesado en esclarecer la suerte de algunas de las treinta mil víctimas de la tiranía.

Las diligencias de Garzón han abierto las puertas a procesos como los de los jueces argentinos Adolfo Bagnasco, encargado de resolver el espantoso expediente del robo de los hijos e hijas de mujeres desaparecidas durante el régimen militar, y el de Claudio Bonadía, quien investiga las complejidades de la Operación Cóndor, tropas de Luzbel que enarbolando negros pendones enlutaron a millones, persiguiendo implacablemente a los disidentes a través de las fronteras del cono sur en la época cuando la mayor parte de sudamérica era gobernada por el fascismo. Gracias al juez español, se ha producido un antes y después en la lucha por la justicia: la cultura de la impunidad se resquebraja y comienza a caer con estrépito de terremoto sobre las cabezas de sus cínicos beneficiarios.

Desesperadas solicitudes de que se respeten las jurisdicciones nacionales se estrellan con uno de los escasos puntos luminosos de la globalización: los crímenes contra la humanidad nunca prescriben y pueden ser juzgados en todo lugar por cualquier tribunal, principio consagrado por los juicios de Nuremberg al término de la segunda guerra mundial. Discutir la idoneidad de que estas iniciativas sean lanzadas desde España –puesta en entredicho por haber aplicado borrón y cuenta nueva a los abusos de derechos humanos del franquismo– es irrelevante: la autoridad de Garzón viene de las convenciones internacionales sobre la materia. Por lo demás, el rey mago del siglo veinte ha tomado la vanguardia, pero magistrados de todos los países pueden y deben unirse a la causa de hacer pagar deudas a quienes abusaron de su poder para aterrorizar, encarcelar, torturar y asesinar.

A lo largo de Latinoamérica, los responsables de violaciones a los derechos humanos han cancelado reservaciones de pasajes aéreos, suspendido vacaciones, optado por tratamientos médicos en la clínica del barrio y renunciado a visitar colegas extranjeros curtidos en las artes de atormentar jóvenes amarrados. Hasta hace poco paseando su arrogancia, los verdugos se refugian en el anonimato, bajan la voz, se practican cirugías plásticas y guardaditos en sus casas rezan en vano para que les sean concedidos el perdón y el olvido que no brindaron a sus perseguidos.

Desde que Garzón comenzó a mostrar la tinta candente de su bolígrafo, todos los días impares son Navidad y todos los días pares son de Reyes.

[13 de febrero de 2000]


Las personas del siglo y del milenio

A pesar de que al siglo veinte le falta un año para concluir (ver el artículo El inicio del tercer milenio publicado en estas páginas bajo mi firma el 5 de marzo de 1990 y reproducido el 16 de diciembre de 1999), listas con los personajes más destacados y los acontecimientos más importantes de la centuria y del último millar de años aparecen en periódicos y revistas de todo el globo. Contra el error de creer que estamos en el umbral de un nuevo milenio supuestamente iniciado el pasado primero de enero –que para completar el círculo de felicidad planetaria resulta ser el cumpleaños del suscrito– es inútil oponer argumentos: no hay más remedio que saltar al poderoso tren que todo lo arrasa a su paso demoledor. Así que aquí va mi lista.

Comencemos por el vigésimo siglo, el cual terminará dentro de doce meses sin que alcance tiempo para que nuevos sucesos o individuos puedan impactar al planeta de manera tal que ejercicios como el que me dispongo a hacer en las próximas líneas quede como ejemplo de impaciente imprudencia. Lo único que alteraría este análisis, invalidándolo por prematuro, es la segunda venida de Nuestro Señor. Jesús de Nazareth es, después de todo, el personaje más relevante del primer milenio, tal como Alejandro de Macedonia, llamado magno o el grande, es la indiscutida figura cimera de los primeros mil años de antes de Cristo. En cualquier caso, el nacimiento del hijo de María en Belén de Judea es el acontecimiento que da origen al calendario que utilizamos: quizás su nueva encarnación, anunciada y esperada por los practicantes de varias religiones, dará inicio a una nueva Era Cristiana.

Ciertamente nuestro siglo, llamado anticipadamente el de "la técnica", ha ascendido al nivel del de "la tecnología". La que lleva noventa y nueve años cumplidos es la centuria de los inventos y la modernización acelerada del mundo; la gran tragedia es que las comodidades del progreso se encuentran desigualmente distribuidas, pero este es otro tema. El que transcurre ha sido un siglo de construcción de naciones y destrucción de mitos, de nacimiento y muerte de ideologías, de avances sociales y consolidación de criterios mínimos de gobernabilidad y convivencia, de glorias y heroísmos asombrosos, pero también de guerras y hambrunas, de mezquindades y canalladas, de tragedias y calamidades. Sobre todo, ha sido el siglo de las conflagraciones: dos guerras han enfrentado, como ninguna en el pasado, a naciones enteras en campos de batalla de todo el orbe. Otras han sido ubicadas en geografías limitadas, de resultados no menos aberrantes por la ambición de los líderes, la furia de los combatientes y el fragor de sus fusiles y cañones.

Librada entre el otoño de 1939 y el verano de 1945, la segunda guerra mundial puede ser, como de hecho lo es, reducida a cifras de espanto: más de sesenta millones de muertos, miles de ciudades arrasadas, trescientos millones de desplazados, casi un centenar de naciones arruinadas e incontables vidas destruidas por la temporal apertura de una sucursal del infierno en La Tierra. Sin embargo, lo peor de la contienda bélica no es lo que ocurrió sino lo pudo haber sucedido de la lucha haber tomado un derrotero distinto. Si las tropas al mando de Adolf Hitler se hubiesen impuesto a la coalición aliada encabezada por Estados Unidos y la Unión Soviética, con el Reino Unido y Francia como socios menores, se hubiese producido el fin de la historia y de las civilizaciones.

Las políticas de exclusión racial, social, política, religiosa, cultural y de género practicadas por el fascismo allí donde impuso por la fuerza su dominio, permiten suponer lo que hubiese sucedido a la humanidad de Hitler haber logrado el triunfo sobre el ejército rojo luego de lanzar la invasión de Rusia: un eje universal controlando toda Europa desde el Atlántico y el Mediterráneo hasta los Urales, el Asia hasta los océanos Pacífico por el oriente y el Indico por el sur, así como el Africa, entonces caótico mosaico colonial. Ese monstruo de dimensión apocalíptica engulliría en breve al continente americano en la ofensiva final de su cabalgata relámpago de conquista y opresión. El imperio nazi hubiese esclavizado a la humanidad, suprimiendo las libertades individuales y colectivas, decretando el fin de la autodeterminación de los pueblos, sometiendo a todas las naciones a las cadenas de la intolerancia, a la oscuridad de la caverna, a la mordaza de la ignorancia y a los abusos de la tiranía.

La derrota del fascismo, es decir, la victoria de la raza humana y la salvación del mundo, se la debemos a dos héroes: el presidente estadounidense Franklyn Delano Roosevelt y el líder soviético José Stalin. El primero, nacido en 1882, alcanzó el mando en medio de la más grave crisis económica de su país –la gran depresión– el mismo año que Hitler llegaba al poder en Alemania, comprendiendo que sólo un agresivo programa de gasto público en educación, salud, infraestructura, producción agrícola y diversificación industrial podía poner a Estados Unidos en condiciones de enfrentar la creciente amenaza nazi. El segundo, quien vio la luz en 1879 con el nombre Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, no dudó en utilizar la violencia para reprimir a los elementos que en la compleja diversidad soviética pretendían desatar una nueva guerra civil, con lo cual unificó al país y lo preparó para la inevitable invasión hitleriana, la cual había logrado posponer mediante la brillante jugada de dividirse Polonia con el dictador alemán.

Estos dos colosos, los redentores del siglo veinte, dirigieron desde Washington y Moscú la contraofensiva aliada, mantuvieron a todo precio la imprescindible estabilidad en sus países, convocaron la participación militante de todas las fuerzas antifascistas coaligándolas bajo la más noble de las causas, actuaron con resuelta decisión, valor espartano y energía inagotable, e hicieron todos los sacrificios necesarios para llevar adelante la defensa de la humanidad. Por estas razones Roosevelt y Stalin, fallecidos en 1945 y 1953 respectivamente, son los personajes de mayor significación de la centuria.

Por otro lado, el análisis del milenio obliga a consideraciones cuyos detalles exceden el espacio de que dispone el presente artículo. Baste decir que el tipógrafo o imprenta con caracteres móviles, inventado en 1440 por Johannes Gensfleisch, llamado Gutenberg, marca el punto donde la historia universal ha dado su salto más prodigioso: la Biblia latina, una de cuyas dos copias existentes tuve oportunidad de contemplar en el museo de la Biblioteca del Congreso en Washington, hizo célebre al impresor alemán nativo de Mainz. Con ella, el monopolio elitista del conocimiento y la información –hasta entonces propiedad exclusiva de la aristocracia y del clero– quedó anulado, verificándose el conjunto de cambios que pondría fin al oscurantismo feudal y daría paso a la ilustración y a la especialización del trabajo, eventualmente creando el capitalismo. A consecuencia de la imprenta de Gutenberg, invento tan importante como la escritura –la cual en ausencia de masificación era el más perfecto método de opresión política y social–, se crearon las bases que eventualmente producirían la democratización del saber y la libertad en el intercambio de ideas, estimulando el desarrollo de las artes, las ciencias y la educación, dando origen a una nueva civilización, precisamente la que Hitler estuvo tan cerca de enviar a la noche de los tiempos.

Las listas con los personajes más sobresalientes del siglo veintiuno y las centurias que le sigan hasta completar el tercer milenio deberán ser redactadas y analizadas por personas pendientes de nacer. Sólo me queda desear que en ellas aparezcan mujeres y, mejor todavía, mujeres que hayan nacido y hecho sus aportes en países de lo que hoy se llama tercer mundo.

[9 de enero de 2000]


La resurrección de Portillo

El primero de mayo de 1997 los ciudadanos de las islas británicas recibieron la mejor noticia desde que poco más de medio siglo atrás, el 7 de mayo de 1945, se enteraron de que el alto mando alemán firmaba en la ciudad francesa Reims su capitulación incondicional, reconociendo la victoria aliada y poniendo fin a la segunda guerra mundial en Europa. Apropiadamente en el Día Internacional del Trabajo, el Partido Laborista regresaba al poder político tras casi dos décadas de gobiernos conservadores liderados sucesivamente por Margaret Thatcher y John Major. Bajo las orientaciones del carismático Tony Blair, el llamado nuevo laborismo propuso al electorado, hastiado de un caótico parlamento de derechas, un modelo socialdemócrata de "tercera vía" entre el feroz capitalismo globalista y la escuela estatista de los sesenta y los setenta. Con Blair a la vanguardia, la izquierda británica arrasó las urnas, enviando al basurero de los recuerdos que no sirven para nada a Major, entonces ocupante del número diez de Downing Street, residencia oficial del jefe del gobierno.

Durante aquella luminosa jornada, que abrió las compuertas de una avalancha de favor popular que actualmente coloca a gobiernos progresistas en doce de los quince Estados de la Unión Europea, cayeron todos los altares del Partido Conservador, incluyendo el asiento del suburbio norlondinense de Finchley representado por la ahora baronesa Thatcher –estos días ocupadísima en defender al monstruo chileno y en procurar no ser sometida ella misma a la justicia por los crímenes de guerra ordenados durante la conflagración por las islas Malvinas– durante 32 años, incluyendo los once de su funesto mandato. Otro de los distritos anulados del mapa político conservador por el maremoto laborista fue el de Enfield Southgate, ocupado por uno de los portaestandartes de la ultraderecha: Michael Portillo, entonces miembro del gabinete.

Nieto de españoles, Portillo llegó a la Cámara de los Comunes en 1983 con apenas 30 años de edad y embriagado de ambición. Protegido por Thatcher, quien le hizo ministro de Transporte y de Asuntos Municipales, y luego por Major, a quien sirvió en las carteras de Finanzas, de Empleo y de Defensa, el enérgico y elocuente diputado fue ascendiendo con velocidad de vértigo en la jerarquía partidaria. Sin embargo, las semillas de su primera muerte, de la que resucitó el mes pasado, estaban sembradas y comenzaban a germinar.

En 1993, el presidente estadounidense Bill Clinton intentó cumplir su promesa de campaña de levantar las restricciones a los homosexuales para servir en las fuerzas armadas; los opositores a su iniciativa impusieron retorcidos argumentos y bloquearon al mandatario, quien tuvo que conformarse con una posición intermedia: sacar de los formularios de ingreso a los institutos castrenses la pregunta sobre las preferencias sexuales de los interesados en la vida militar, la llamada política de "No preguntar, no decir". En el Reino Unido las cosas sucedieron de otro modo: el parlamento se pronunció en contra de cualquier relajamiento de la prohibición de los homosexuales entrar a los cuarteles, con el voto militante de Portillo, quien como ministro del área advirtió que vetaría cualquier concesión. Hasta aquí todo bien: no se espera que un político conservador apoye este tipo de causa. Pero es que Portillo tenía lo que en la jerga política angloparlante se ha dado llamar "un esqueleto en el guardarropa".

Los rumores de que la estrella de los tories había cometido indiscreciones homosexuales en el pasado se comentaba a media voz en los pasillos del parlamento; la prensa amarilla se mostraba cautelosa ante la posibilidad de cuantiosas demandas por la dificultad de aportar pruebas de tan escandaloso comportamiento por parte de un diputado, ministro del gobierno por demás. Sin embargo, los hechos tomaron giros inesperados luego de la derrota electoral de su partido y el retiro a vida privada de Portillo, quien –vencido estrechamente en 1997 por el abiertamente homosexual candidato laborista Stephen Twigg– intuía su alejamiento de Westminster sería sólo temporal.

En efecto, a principios de 1999 Portillo decidió admitir los frenéticos amores homosexuales que disfrutó en sus años de universidad, calculando que en los tres largos años hasta la nueva convocatoria a elecciones generales podría trabajar en la recomposición de su imagen para eventualmente regresar al parlamento. Las acusaciones de hipocresía ensordecieron al público, listo para enterrar al exdiputado en el panteón de los fracasados. Sin embargo, el destino hizo una de sus sorpresivas cabriolas: Alan Clark, el mítico diputado conservador –de independencia absoluta en un sistema donde la lealtad partidaria casi nunca admite disidencia–, murió repentinamente el 7 de septiembre.

Clark representaba el distrito de Kensington y Chelsea, uno de los bastiones del partido de Benjamin Disraeli y Winston Churchill. Portillo no se quedó de brazos cruzados ante la inmejorable oportunidad, a pesar de la demoledora confesión que acababa de hacer: decidió apostar por su regreso inmediato a los bancos del parlamento. Ganador por abrumadora mayoría en las primarias de su partido el 2 de noviembre, resultó vencedor en la elección especial convocada el día 25 del mismo mes para llenar la vacante dejada por Clark, con poco menos de dos terceras partes del electorado votando a su favor, en un distrito que los tories jamás han perdido.

El liderazgo conservador, abandonado apenas horas después del cierre de las urnas en aquel primero de mayo por el derrotado Major, fue a dar a manos de William Hague. El especial sistema político británico prevé que el líder de la oposición forme un "gabinete en la sombra", compuesto por los hombres y mujeres que le acompañarán al gobierno de su partido quedar en mayoría parlamentaria en los próximos comicios. Desde ya se desatan las presiones para que Hague, notorio por su falta de carisma, llame a Portillo –con quien comparte un desfasado euroescepticismo– a unirse a su equipo. Los celos causan síntomas de malestar entre los más cercanos al débil líder de la desacreditada derecha británica.

Luego de las elecciones congresionales y municipales de 1994 en Estados Unidos, publiqué en estas páginas un análisis sobre la asombrosa resurrección política del demócrata Marion Barry, quien en su tercer período como alcalde de Washington fue filmado fumando crack, una variedad de cocaína, en compañía de una prostituta en un hotel de la capital estadounidense. Condenado a pena de cárcel, Barry fue indultado luego de dos años de reclusión, volviendo de inmediato a la política activa. Elegido regidor del ayuntamiento capitalino, el líder negro lanzó una nueva campaña para la alcaldía, resultando electo por cuarta vez al frente de la ciudad. La resurrección del exministro inglés debe ser colocada junto a la de Barry, en niveles de campeonato mundial, particularmente porque el fenómeno Portillo aún no termina: el alcalde demócrata decidió no presentarse a la reelección y se retiró a la vida privada en enero de este año. El nuevo representante de los once mil aristócratas de Kensington y Chelsea apenas inicia su regreso.

La presente legislatura británica está en el tercer año de un quinquenio que concluye el primero de mayo de 2002, fecha límite para convocar elecciones, que pueden ser adelantadas por el primer ministro en coordinación con la corona. A menos que ocurra un cataclismo de dimensiones bíblicas, Blair y sus nuevos laboristas deberán retener la mayoría absoluta en el parlamento, con lo cual la cabeza de Hague rodará como balón de fútbol y la posición de líder conservador será puesta en bandeja para suculenta cena del resurrecto Portillo. Y hasta ahí llegará su suerte.

Michael Portillo es y será diputado, ha sido ministro y en su vejez ingresará a la Cámara de los Lores –si no es que Blair consigue reformar la Carta Magna y eliminar ese hemiciclo parasitario y anacrónico– o bien recibirá un título nobiliario de duque, conde o caballero. Pero Michael Portillo, para bien del Reino Unido, nunca será primer ministro.

[6 de diciembre de 1999]


Mi encuentro con Chávez

El novelista australiano Morris West apuntó que la trascendencia de un individuo en los equívocos vericuetos de la Historia –así, con mayúscula– depende de una ecuación que toma en cuenta el grado con el cual fue querido por quienes siguieron sus pasos y la ira que sus planteamientos, sus propuestas y sus brazos extendidos provocaron entre quienes le detestaron. En los convulsos momentos que nos toca vivir, un hijo del continente latinoamericano es protagonista, con vocación de trascender, en las crónicas de actualidad política global.

Fidel Castro, el latinoamericano universal, acaba de llegar a los 73 años de edad: muchos para quien ha trillado una existencia plagada de sobresaltos. El sacrificio ritual del presidente, secreto del renovado éxito del sistema presidencialista mexicano, según señala Mario Vargas Llosa en sus memorias inconclusas recogidas bajo el título El pez en el agua, impide que la estatura hercúlea de un gigante como Lázaro Cárdenas pueda ser superada por líderes contemporáneos. Jacobo árbenz fue derrocado del poder en Guatemala hace este mes 45 otoños. Omar Torrijos desapareció sobre las selvas panameñas víctima de un atentado cuyos pormenores se resisten a salir a luz veinte años después. Juan Domingo Perón está desde hace décadas en los altares de la sorpresa, la maniobra y la supervivencia de la política como oficio. La memoria luminosa de Salvador Allende apenas comienza a ser sacada de los baúles del olvido gracias al confinamiento del monstruo chileno en una residencia londinense. El liderazgo moral y político de nuestro pedazo de universo comienza a tener un nombre.

Hugo Chávez es, para unos, poco más que antiguo presidiario. Para otros, irredento comandante de tropas. Para los menos, demagogo de frágiles barricadas. Para los conservadores, el enemigo público número uno. Para los progresistas, una especie de Mesías posmoderno. Para los defensores del establecimiento, un peligro aterrador. Para las masas venezolanas, las que en este momento determinan su relevancia, el otrora soldado de boina roja y arrojo temerario es la encarnación del líder a cuyo paso arrollador hay que votar siempre "sí".

El pasado mes de octubre coincidí en Tokio con el presidente venezolano en el marco de la gira que le lleva alrededor del orbe para defender la legitimidad de los cambios radicales que ha acaudillado en su país y que, con mal disimulados delirios de visionario, aspira a exportar al resto de Latinoamérica.

Verme de frente al hombre que purgó pena de cárcel por intentar subvertir la democracia venezolana fue una experiencia que sólo puede ser valorada al ponerla en paralelo con el encuentro con un mandatario que se atrevió a jurar el cargo de presidente –al cual fue elegido por sobre la alianza militante de todos sus opositores– denunciando la "moribunda" Constitución de un Estado invertebrado donde como en pocos ha sido válida la sentencia de que para que todo siga igual algo debe cambiar. ¿O estamos ante un orden de cosas donde la resistencia al cambio ha provocado la puesta de cabeza de todos los esquemas, creando un Chávez como de la misma forma un sistema vecino, corrompido hasta la médula, creó un Castro?

Le pedí al presidente venezolano que resumiera en una frase cuál había sido la impresión memorable que guardaría del Japón, extraordinario país de milenaria cultura. Me contestó con dos palabras: su emperador. Me obligaba a indagar sobre el proceso intelectual que le había llevado a contestar de tal manera. Político de cuerpo entero, respondió cumpliendo el objetivo de su periplo por el planeta: "En la audiencia que me concedió, Su Majestad (Akihito, el emperador Heisei, es decir, de la era consagrada a la paz y la prosperidad) me preguntó por qué, siendo Venezuela un país inmensamente rico, tenía tantos pobres".

Venezuela, desde donde el libertador Simón Bolívar, luego de liberarla, dio la independencia de España a Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú, es uno de los Estados más prósperos del mundo gracias a la generosidad con que el Creador premió sus tierras, en particular sembrándolas de petróleo. Sin embargo, cuatro de cinco venezolanos se encuentra por debajo de la línea de la miseria absoluta, según datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, a consecuencia de la nefasta distribución de sus recursos, que se quedan en unas cuantas manos coronadas de garras. La respuesta de tal ignominia, según Chávez expresó al jefe del Estado japonés, hay que encontrarla en la casta de ladrones que Lucifer envió a apropiarse de la factura petrolera, de los diamantes, del oro, del hierro, del níquel, del plomo, del acero, de la bauxita, del café y del cacao con que fuerzas más benévolas habían regalado a su pueblo.

Chávez es exactamente como sus entrevistadores lo han retratado: de estatura mediana, anchos hombros, ojos penetrantes, sonrisa fácil, pelo ensortijado y espíritu indómito. Una corriente de fuerza vital fluye incansable por todos los poros de su piel, la absoluta seguridad en sus convicciones y en su visión para el futuro de Venezuela y del llamado tercer mundo desbordan sus palabras, y el palpitar de su voluntad es transmisible a su interlocutor con la misma potencia que las aguas del salto ángel se estrellan contra las rocas mudas de las altiplanicies de la Gran Sabana.

La Asamblea Nacional Constituyente, un organismo colegiado expresamente creado por la avalancha chavecista para, por mandato popular, redactar una nueva Constitución para la cuna de Bolívar, está próxima a concluir sus trabajos. El proyecto de Carta Magna será sometido a referendo el próximo 15 de diciembre, en un nuevo ejercicio de democracia directa que ratificará la guerra que los venezolanos han declarado a un pasado de corrupción desbocada que les ha sumido en el horror de la pobreza moral y material, a pesar de la asombrosa riqueza de sus recursos naturales.

Hugo Chávez, quien enfrenta graves peligros al oponerse con decisión espartana al sistema que ha empobrecido a su país, en abierto desafío a los poderosos intereses que, insaciables, se han lucrado de la miseria de todo un pueblo, promete ser instrumento de la Historia –de nuevo con mayúscula– para, más temprano que tarde, aportar a la tarea del desarrollo integral latinoamericano.

Ojalá le alcancen las fuerzas. Y la suerte.

[10 de noviembre de 1999]


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