El comedor de manzanas |
Es
una calle estrecha de edificios no muy altos pero antiguos. Es el puro centro
cansado y viejo de mi ciudad. Las aceras estrechas y las casas se asoman a la
calle agolpadas, como queriendo mirar la vida, como queriendo contemplar la
gente, los coches que antaño fueran de caballos, el correr de la vida y de las
gentes. Las ventanas en formación
una detrás de otra, alineadas,
largas y estrechas. Al fondo la cúpula de la catedral, con su tejado lleno de
musgo siempre verde, siempre gris, siempre marrón. Una fina lluvia y un cielo
gris dejan la cúpula entre neblinas. Los musgos reverdecerán, pasarán de gris
a marrón y serán verdes, verde oscuro. Después volverán a ser siempre gris.
Un estudiante pasea por la calle. Las
manos en los bolsillos y en el brazo
sus apuntes. Un coche pasa y por las ventanillas sale Paul Simon cantando
Graceland. El estudiante mira a las ventanas en formación, alineadas, estrechas
y largas. Una muchacha se asoma, y se esconde, se vuelva asomar. Ahora estoy
fuera, ahora estoy dentro, ahora fuera.
Ella se tumba en la cama y recortado ve
un cuadrado de cielo gris y lluvioso, apenas ve la lluvia pero sabe que está
allí cayendo y mojando la cúpula siempre verde, siempre gris, siempre marrón.
Una golondrina rasga el cielo. Y fugaz y apenas perceptible le hace salir de su
encanto, de su sueño. Es tarde para las golondrinas, se irá pronto y vendrá
cuando el trozo de cielo sea azul. Se levanta y sale afuera, el estudiante
apenas si se ha movido y Paul Simon apenas si ha cantado. Mira dentro y mira
fuera, una sensación cálida le reconforta al ver el cielo y la ciudad gris,
las calles mojadas y la gente con paraguas.
Se vuelve a tumbar y la golondrina pasa, es un rayo negro que rápidamente
desaparece. Cree que la oye piar. Sale afuera,
en su pelo rubio caen gotitas pequeñas de plata, plata que se va,
gotitas de plata que caen, plata que moja las calles, al estudiante y a Paul
Simon. La muchacha se sacude el pelo, se pasa la mano y la plata deja húmedos
sus dedos.
El
estudiante se acaricia el pelo, y... su mano mojada y fría se esconde en el
bolsillo. Mira al cielo, con los ojos entornados ve caer las gotitas de fina
lluvia, lluvia que le moja las manos, el pelo, la cara. Ve la cúpula siempre
gris, siempre verde, siempre marrón. Ve la calle torcer a lo lejos, ve las
casas torcer y perderse al fondo. Justo dónde se unen las aceras, justo donde
aparecen coches, justo donde nace la gente. Mira al cielo y una golondrina lo
surca, rápida huyendo del agua se refugia tras la cúpula, vuelve a aparecer,
vuelve a esconderse. Entonces ve el estudiante a la muchacha. Se esconde, vuelve
a salir y vuelve a esconderse, ella juega, él se para. El agua cae con más
fuerza y una brisa fría le
envuelve el cuerpo.
Ella nota el frío, ahora está dentro,
tumbada en la cama oye cómo caen gotitas de plata, siente que un olor a tierra
mojada le inunda el alma y no oye ni siente nada más. Todo está quieto, ahora
ya ni siquiera caen gotas, solo se oye el respirar... Un instante o una hora qué
más da, una golondrina vuelve a decirle que se oye la lluvia, que se siente el
frío. Sale fuera y el estudiante ha pasado, lo ve de espaldas. Los hombros
encogidos y los apuntes bajo el brazo, se vuelve. Ella se esconde.
Mira hacia atrás, ve fugaz que la
muchacha desaparece, se gira, quieto espera que ella salga, salga y recoja las
gotitas de plata con su cabello rubio. Por su cara el agua corre, entorna los
ojos, encoge los hombros sintiendo un frío extraño, los hombros fríos, los
brazos fríos y las manos cálidas y húmedas. La muchacha no aparece, se gira y
sigue su camino bajo las gotitas de plata que le mojan la cara. El piar de la
golondrina le hace mirar a la cúpula entre neblinas con su tejado siempre
verde, siempre gris, siempre marrón. Es tarde para las golondrinas, pronto se
irá y regresará cuando la cúpula se quede sin neblinas, cuando la lluvia cese
y el calor vuelva primero tibio y tímido para después aparecer con toda su
grandeza y sin piedad. Se vuelve, se para, sigue buscando a la muchacha esquiva,
mira a las ventanas que como soldados en formación están quietos esperando la
orden de descansar. Sólo son rectángulos negros, oscuros y fríos donde ve
caer gotas y gotas de fina lluvia. De pronto un pelo rubio aparece. Él está
fuera y el pelo dentro tras la negra ventana que le protege. Muchas gotas de
lluvia le impiden ver que hay tras el rectángulo negro. Se imagina a la
muchacha, pero sólo es una visión, una ilusión, pálpito nacido de un pelo
rubio y mojado. Su corazón late fuerte, y de pronto se serena es de nuevo un
rectángulo negro lo que ve. No hay nada más.
La muchacha
se asoma y entra rápidamente, tan fugaz como el vuelo de la golondrina
que se irá dentro de poco. Ve al estudiante buscando entre los soldados negros
y fríos, su corazón late fuerte y se serena al esconderse. Paul Simon pasa
justo debajo de su ventana, oye fuerte y claro su voz, pero no oye ni la lluvia
caer, ni las gotitas de plata sobre los cristales, ni el bullicio de la calle.
Se aleja Paul Simon, tuerce en la esquina y su voz enmudece. De pronto las
gotitas de plata golpean los cristales, el bullicio inunda su habitación y un
claxon le hace sacudir su cabeza.
Al oír el claxon mira hacia atrás, ve
un coche delante de un paso de cebra. A punto de dejar la calle con los
edificios viejos y no muy altos de ventanas negras. A punto de esconderse por
donde aparecen los coches, por donde las aceras se unen, la cúpula ya es
historia, el recodo de la calle le hace torcer y dejar atrás a la muchacha de
pelo rubio que apenas vio. El frío y la lluvia se hacen más intensos y
apresura el paso, casi corre dejando atrás a la formación de ventanas que
nunca se rebela. El estudiante se pierde al fondo donde la calle tuerce.
El bullicio sigue, siguen otros coches,
otras personas, siguen otros paraguas, sigue la fina lluvia y las gotitas de
plata siguen cayendo en el pelo rubio. Sigue la cúpula al fondo con su tejado
siempre verde, siempre gris, siempre marrón. Pasará el tiempo y las
golondrinas rayarán de negro el cielo, el cielo dejará de ser gris y la lluvia
cesará. Un sol aparecerá y las casas se tornarán rojizas al atardecer, nuevos
coches pasarán, nuevas gentes, cruzarán la calle, quizá alguien busque entre
los rectángulos negros algún pelo rubio, quizá alguien se fije en la cúpula
del fondo. Quizá un pelo rubio se vuelva a mojar con gotitas de plata, quizá
regrese Paul Simon, quizá no.
Los soldados en formación, negros
altos y estrechos quedarán, quedarán las aceras que se juntan al final donde
la calle tuerce, quedarán adoquines, quedarán las casas al fondo donde nacen
los coches, donde aparece la gente, donde tuerce la calle y la cúpula se
esconde.
No
podía dejar de sentir temor, el tren poco a poco se acercaba a la estación y
pronto me bajaría con mi pequeña maleta vieja, casi rota y casi vacía. Una
vez en el andén sólo me quedaba ir a casa de mi cuñada, estaba cerca de la
estación, así que lo mejor sería ir andando para sentir el airecito fresco de
la mañana en la cara. Estaba convencido de que mi vida cambiaría, no porque yo
quisiera que cambiase, más bien sería el correr de la vida o lo inevitable.
Tenía miedo a cómo me acogería mi cuñada, viuda desde hacía mucho tiempo.
Una mujer solitaria, extraña y de la que todos pensábamos que moriría de pena
al enviudar.
Ahora y, sin saber muy bien las razones, hemos decidido compartir casa; me traslado de ciudad, dejo atrás pocos recuerdos, apenas amigos, queridas soledades y a mi madre a la que cada año le seguiré llevando una ramita florecida de manzano. Los manzanos florecen conspicuos en la misma fecha en la que murió mi madre y ella fue la que me enseñó a amar a las manzanas; no he amado a otra cosa en mi vida, ni falta que me ha hecho.
El
tren se paró con un chirrido largo y una breve sacudida. Cuando salté al andén,
los altavoces aún estaban anunciando su llegada: se encuentra estacionado en vía
dos tren procedente... me dirigí a la salida, con la cabeza baja, muy baja,
casi gacha. Miraba al suelo, a los papeles y a las colillas, mis pies aparecían
alternantes ante mis ojos... tropecé con un joven con una enorme mochila, así
que decidí alzar la cabeza y buscar la puerta de salida; fue cuando me di
cuenta que la estación estaba llena de gente, gente que salía, gente que
entraba, gente que esperaba, gente y más gente, gente leyendo el periódico,
gente fumando, gente pidiendo... gente y más gente... tardé en alcanzar la
salida y cuando lo hice, mucha más gente lo hizo a la vez que yo... sudaba, me
faltaba el aire, me sentí rojo como un tomate, oía golpear al corazón y noté
que la maleta en la mano me pesaba, me pesaba tanto que sentía que el brazo no
podía más, sentía que la mano se abría lentamente y el asa se deslizaba
despacio, muy despacio por la palma sudorosa; el sol me dio en la cara, di unos
pasos, miré hacia atrás y un abanico de gente salía por la puerta, gente que
apresuradamente se alejaba de la angosta puerta. El aire de la mañana no era
tan fresco como había imaginado y el sol calentaba bastante -quizás se
adelante la floración del manzano-, pensé.
Minutos después doblaba una esquina y ya mejor, no sentía el peso de mi
vacía maleta así que inspiré profundamente queriendo coger todo el aire que
cupiera en mis pulmones, quise impregnarme de la mañana, y oler ese sol que
calentaba y esa nueva ciudad. Solté el aire lentamente para darme fuerzas y fue
cuando me di cuenta que lo que olía no era el sol, ni la nueva cuidad. Lo que
me hizo inspirar fue un agradable olorcillo a tarta de manzana, vi
un bar y entré. El olor a café y a tabaco no lograban enmascarar el delicioso
aroma a tarta recién hecha. Un buen trozo de pastel tibio, casi media tarta me
sirvió el camarero, extrañado de que lo comiera sólo sin acompañarlo de un
café con leche, extrañado también de la enorme porción que le pedí. La comí
y comencé a sentirme mucho mejor a pesar de que la tarta de manzana no era gran
cosa, valía poco; apenas me instale en la nueva casa me haré una tarta en
condiciones, cómo Dios manda. Pagué la tarta, un poco cara, y salí del bar,
enfilé la calle y respiré profundamente de nuevo, el olor a tarta ya no era
tan delicioso, se notaba artificial...
Me
gustan las manzanas, las como a todas horas, en tarta, crudas, cocidas, en
compota, asadas, ensalada de manzanas, zumo de manzana, fritas, puré de
manzana, licor de manzana... me gustan desde siempre, comencé a comerlas desde
pequeño y no veo razón para dejar de comerlas, tomo cualquier variedad: Golden
delicious, Starking, Granny Smith, Red Chef, Reineta... cualquier variedad y de
cualquier forma crudas o cocinadas; así que supongo que mi cuñada aceptará
que sólo coma manzanas, es mi manía y quiero que me la respete, simplemente.
Con estos pensamientos en la cabeza iba paseando, despacio como si no tuviera
prisa, seguía calle abajo y dentro de poco encontraría una plazuéla, allí
debo tomar la calle de la derecha y en el número 74 está el piso de mi cuñada.
Trataba de fijarme en la calle, de observar la gente, el tráfico, los
comercios, en definitiva la vida que transcurre, para disipar mis temores pero
las manzanas me rondaban en la cabeza: ¿podré encontrar aquí algún huerto
para ver los manzanos en flor?, ¿cómo serán aquí las fruterías?, ¿cuánto
tiempo pasará hasta que me haga con una frutería de confianza?. Me esforcé en
observar los edificios, las calles adyacentes, la gente, las madres que llevaban
a los niños al colegio, quería ver el transcurrir diario y cotidiano y así
poco a poco entre los gritos de los niños, el tráfico y los edificios las
manzanas volaron de mi cabeza y mis preocupaciones se diluyeron.
La
plazuéla era bonita, tenía árboles y un jardín pequeño en el centro, por la
mañana estaba muy animada y un olorcillo a café me llenó gratamente mi nariz;
pasé por la puerta de un bar. Torcí a la derecha y ya estaba en la calle de mi
cuñada, observé los números, iba por la acera de los impares así que busqué
un semáforo para cruzar pero crucé según venía, no pasaba ningún coche y
aproveché, el número 74 quedaba como a diez portales subiendo una pequeña
cuestecita. El corazón se quería salir del pecho.
El
piso de mi cuñada era amplio, antiguo y quizá necesitado de reforma, pero la
impresión general era de que se trataba de un piso confortable, luminoso y con
habitaciones grandes. Mi habitación estaba al fondo del pasillo, era grande y
con una enorme ventana que daba a la calle, al asomarme vi la plazuéla; mi cuñada
me dijo que me había instalado una mesa y una silla, se lo agradecí y estaba
seguro que pasaría muchas horas en la habitación, sentado en la mesa leyendo o
con cualquiera de mis aficiones. El piso tenía dos habitaciones más, la de mi
cuñada que quedaba junto a la mía y otra habitación más pequeña
que era la de los invitados, aunque normalmente se usaba para planchar. El salón
era amplio, amueblado con gusto y un ventanal grande por el que entraba el sol
durante toda la mañana. La cocina tenía un horno maravilloso, allí se podrían
asar unas manzanas estupendas, fue lo primero que pensé en cuanto lo vi.
Los
primeros días en casa fueron más fáciles de lo que yo esperaba. Podía comer
todas las manzanas que quisiera y el desayuno era lo mejor, cuando me levantaba
ya estaba preparado, un buen vaso de zumo de manzana y un trocito de tarta. La
comida del mediodía era la más abundante, una ensalada de manzanas acompañando
a un plato único con una magnífica guarnición de manzanas y el postre
manzanas ora confitadas ora al natural. La cena era más frugal un puré de
manzanas y manzanas asadas. Durante esos primeros días comía casi cinco kilos
de manzanas, me sentía como en mi propia casa, a gusto y feliz. Las charlas con
mi cuñada eran animosas, versaban sobre cualquier tema y eran especialmente
interesantes durante las comidas. Mi cuñada tenía gran facilidad de palabra y
era muy buena tertuliana, rebosaba cultura y con ella se podía dialogar de
cualquier tema, mostraba un sentido común fuera de lo normal y una lógica
aplastante cuando se trataban temas conflictivos. Ella encontraba normal mi
alimentación, decía que mi hermano ya le comentó mi manía y le pareció
rara.
Los
días transcurrían apaciblemente, yo me encontraba contento y con el absoluto
convencimiento de haber tomado la decisión acertada. El cambio de ciudad, ya a
mis años, me había sentado divinamente y me convencí que nada mejor podía
haberme pasado. Me gustaba pasear tranquilamente, era una ciudad con muchos árboles
y sus sombras refrescaban bastante el ambiente, mi cuñada se encargaba de la
compra y encontraba siempre las mejores manzanas. Manzanas grandes, firmes,
dulces y con muy buena coloración. Manzanas de todas las variedades y hasta
ahora nadie como ella las preparaba, cocinaba y presentaba con tan buen gusto.
Vivía feliz.
A
media mañana llegaba mi cuñada del mercado. Yo la esperaba ansioso y ella traía
mis manzanas; me las enseñaba con alegría, como cuando se encuentra algo que
se busca desde hace mucho tiempo, me las mostraba con satisfacción al igual que
un cazador o un pescador enseña su presa. Las tomaba en la mano y me las
mostraba, me explicaba porqué había elegido esa fruta y porqué no otra. Nunca
me comentaba si le era difícil encontrar
tal variedad de manzanas, yo nunca se lo pregunté porque para mí nunca lo fue,
aunque he de reconocer que mi cuñada me superaba, encontraba las mejores
manzanas que jamás habían visto mis ojos. Algunos días, los pocos, iba yo a
comprar las manzanas y a pesar de ir a las mismas fruterías y al mercado que
iba mi cuñada no encontraba los magníficos ejemplares con los que me
deleitaba, se notaba que ella tenía el mismo don que mi madre y que yo había
heredado pero en grado sumo; sólo así se explica que sobre las manzanas ella
hubiera aprendido en muy poco tiempo lo que a mí me costó años. Ese don
permite amar a la manzana, alimentare de ella no es más que un ritual, algo que
te hace sentirte bien contigo mismo; ese don te permite encontrar las manzanas
donde nadie las ve, es un don divino que hace que encuentres las mejores piezas
y que las degustes con devoción. A parte de mi madre y de mí mismo, claro está,
no conocía a nadie más que tuviera ese don, y curiosamente ni a mi madre ni a
mi cuñada las vi jamás comer una manzana, sin embargo nadie como ellas eran
capaces de elegir la mejor fruta.
Los
días pasaban felices, pero no sé bien cuando comenzó a asaltarme una duda,
una duda que al principio sólo me molestó y apenas le di importancia, pero
poco a poco fue royéndome las entrañas y al cabo de quince días no me dejaba
vivir en paz: tenía la sensación de que la cantidad de manzanas que últimamente
compraba mi cuñada era menor que hace unas semanas. Un día cuando ella no
estaba en casa pesé la compra diaria, el peso no podía mentir: la compra era
de 4 kilos 250 gramos. Los casi cinco kilos se habían convertido en poco más
de cuatro. Ese día durante la comida hablé poco, realmente estaba disgustado,
la conversación de mi cuñada era anodina y sin interés alguno para mí. Mis
pensamientos estaban en los cuatro kilos 250 gramos, estaban en que a partir de
ahora tendría que pesar la compra regularmente y estaban en mi madre, ella jamás
me hubiera hecho algo así.
Habían
pasado dos meses desde la primera vez que pesé la compra y desde entonces no
había notado sisa alguna, así que todo volvía otra vez a ser cómo antes,
salvo en las charlas de sobremesa, sobre todo en la de la cena, era una charla
breve, apenas sin importancia y sin profundidad. No llegaba a entender del todo
a mi cuñada, esa sintonía que en un principio se estableció entre los dos,
parecía que se incrementaba pero en cambio cada día eran menos las palabras
que cruzábamos, de hecho ya no había charlas, ya no había debates profundos e
interesantes, fue entonces cuando me di cuenta que los debates profundos y los
temas interesantes se establecían con la mirada, con gestos apenas perceptibles
de los ojos; fue entonces cuando me di cuenta que los cuatro kilos 250 gramos se
habían convertido en 2 kilos 750 gramos, ya apenas si comía manzanas. Una
semana después las conversaciones entre nosotros no eran más que miradas, las
palabras quedaban reducidas hasta tal punto que podían pasarse dos y tres días
sin salir de nuestras bocas.
Hace
poco menos de una semana pesé la compra. Aterrado comprobé que apenas llegaban
al kilo las manzanas que había en la bolsa. Esta situación no puede seguir, le
diré a mi cuñada que o compra más manzanas o me largaré por donde vine, y lo
diré con todas y cada una de las palabras, nada de miradas que lo dicen todo y
que en el fondo no dicen nada. En la comida callé, ni mi cuñada ni yo fuimos
capaces de levantar la vista de los platos. Por la noche la cena fue muy frugal
y ligera pero la “mousse” que mi cuñada había preparado era el plato más
exquisito que jamás hubiera probado.
Al
día siguiente en la compra no había manzanas. Por la noche después de cenar
mi cuñada y yo nos fuimos juntos a dormir.