UNAM, SANCTAM, CATHÓLICAM, ET APOSTÓLICAM ECCLESIAM


DÍA 18

 

Consagrado a honrar el séptimo dolor de María

 

 

Oración para todos los días del Mes

¡Oh María! durante el bello Mes que os esta consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén

 

CONSIDERACION

Temerosos los discípulos de que el sagrado cuerpo del Salvador sufriera nuevos ultrajes, si permanecía por más tiempo en la cruz, soli­citaron de Pilatos autorización para bajarlo del suplicio y darle honrosa sepultura. Pilatos consintió sin dificultad en ello; Jesús fue desenclavado de la cruz por manos de sus dis­cípulos.
En este instante redóblanse las penas de María. El mundo iba a devolver a sus brazos maternales los fríos despojos de su adorado Hijo; pero ¡ay! ¡en qué estado le devuelven los hombres a aquel que con tanto gozo conci­biera en sus entrañas! afeado, denegrido, ensangrentado. Era el más hermoso entre los hijos de los hombres; mas ahora apenas con­serva la figura de hombre. ¡Recibe, ¡oh Madre! el triste presente que te da el mundo en pa­go de los beneficios que ha recibido de tu mano. .!

María alza ansiosamente sus brazos para re­cibir al Hijo que hacia tanto tiempo que anhelaba estrechar contra su pecho. Toma en sus manos los clavos ensangrentados, los mira, los besa y los deja silenciosamente al pie de la cruz. Coloca sobre sus rodillas el cuerpo despedazado de Jesús; lo estrecha amorosa­mente en sus brazos; le quita las espinas de su cabeza, como si quisiera de este modo ali­viar los pasados dolores de su hijo ya difunto; contempla, llena de espanto, las profundas heridas que las espinas, los clavos y la lanza habían abierto en su frente, manos y costado -Mézclanse sus rubios cabellos con los ensangrentados de Jesús; empapa con sus lagrimas el exánime cadáver e imprime en él ósculos llenos de amor y de ternura. “Hijo mío, ex­clama, ¿qué ola ha sido ésta que te ha arrebatado violentamente del seno de tu madre? ¿Qué mal has hecho a los hombres que te han puesto en tan lamentable estado? -Responde, Hijo mío, responde por piedad.” -Pero ¡ay! muda esta esa lengua que habló tantas maravi­llas; cárdenos esos labios que pronunciaron tantas palabras de vida, de amor y consue­lo; oscurecidos los ojos que con una sola mirada calmaban las tempestades; heridas las manos que dieron vista a los ciegos, oído a los sordos y vida a los muertos- ¿Qué haré yo sin ti? ¿Quién tendrá piedad de una madre desam­parada? ¡Oh Belén! ¡Oh Nazaret! apartaos de mi memoria, los goces que en días lejanos disfruté en vuestro seno se han convertido en espinas punzadoras...”

De esta suerte se lamentaría la dolorida Ma­dre teniendo en sus brazos el cuerpo de Jesús. ¡Pobre madre! aun le quedaba que apurar otro no menos amargo trago. Los discípulos arrancan de los brazos de María el cuerpo de su Hijo para conducirlo al sepulcro; y ella tie­ne el dolor de seguir hasta la tumba esos res-tos queridos, y después de acariciarlos por última vez ve colocar sobre ellos una pesada losa. No hay nada más cruel para el corazón de una Madre que ver entregar a la tierra el fruto de sus entrañas. ¡Oh, cuanto hubiera dado María por tener el consuelo de ser sepulta­da con Jesús en el sepulcro! - -

En el corazón atribulado de María se levan­taba un pensamiento que hacia aún más penoso su martirio. Ella veía, a través de los si­glos venideros, que los padecimientos y la muerte de Jesús habían de ser ineficaces para un gran número, y que a pesar de los azotes, las espinas y la cruz, multitud de pecadores se habían de condenar. Veía que la pasión de su Hijo no estaba aún terminada y que en la serie de los siglos sus heridas hablan de ser mil y mil veces nuevamente abiertas -No contriste­mos con nuestra ingratitud y con nuestros pe­cados el lacerado corazón de María, que bastante ha padecido ya por nosotros. Ella nos dice amorosamente desde el cielo: Pecadores, volved al corazón herido de mi Jesús. -Venid; contemplad las llagas que en él han abierto vuestros pecados; no renovéis esas llagas, mirad que renováis también mis dolores y que así demostráis sentimientos mas crueles que los de los verdugos. Ellos no lo conocían; pe­ro Vosotros sabéis que es vuestro Dios, vuestro Redentor. Ellos obedecían a las órdenes de jueces inicuos, vosotros obedecéis a vuestras pasiones y a vuestros desordenados deseos. Ellos, en fin, no habían recibido ningún be­neficio de Jesús, pero vosotros habéis sido res­catados con su sangre.

 

EJEMPLO

María, Salud de los enfermos


En 1872 había en una comunidad de Nuestra Señora de los Dolores de la ciudad de Cholón una religiosa que padecía, desde siete años, una parálisis que la colocó al borde del sepul­cro. Rebelde a todos los recursos de la ciencia, los médicos hablan declarado que no les quedaba nada que hacer. La enferma era muy devota de María, y a Ella clamó en el extremo de su aflicción. Una noche se le apareció en sueno la superiora del Convento, que habla muerto hacía algunos meses, y le dijo que quedaría curada de su enfermedad si hacía una peregrinación al santuario de Nues­tra Señora de l'Epine, situado a una jornada del Convento.

La enferma pidió con vivas instancias que se la condujera a este santuario animada de la más segura esperanza de que allí obtuviera su curación. Pero el mal, que cada día tomaba mayores creces, hacía poco menos que imposi­ble la traslación a un lugar tan distante, pues tenía todo un lado del cuerpo sin acción ni movimiento. Pero fue preciso acceder a los reiterados ruegos de la paciente y transportarla con indecible trabajo en un vehículo, acompañada y sostenida de varias personas. Du­rante el trayecto su estado se agravé considerablemente y se redoblaron sus padecimientos hasta el punto de inspirar muy serios temores por su vida. Pero, al fin, venciendo innumera­bles dificultades, llegó al santuario y fue acomodada como mejor se pudo en la capilla de la Santísima Virgen.

El capellán de la comunidad subió al altar para celebrar el santo sacrificio de la misa, después de haber rezado con los circunstantes una parte del Rosario y cantado el Salve Regina. Poco antes de terminar la misa, sintió la enferma una conmoción violenta en toda la parte enferma de su cuerpo, y poniéndose de rodillas por si sola, exhaló un grito de júbilo, diciendo. ¡Estoy sana! En seguida se levantó sin ningún auxilio extraño y fue a arrodillarse a la tarima del altar para dar gracias a su soberana bienhechora. Al verla, todos los circunstantes quedaron estupefactos, y derra­mando lágrimas de ternura y admiración, exclamaban: ¡Milagro, milagro! - El cura, testi­go presencial de aquel prodigio, entonó el Te Deum y levantó un acta que firmaron to­dos los que lo habían presenciado.

La que acababa de tener la dicha de ser objeto de un favor tan especial de la Santísima Virgen fue sacada en triunfo de la Iglesia. Nadie se cansaba de mirarla, como si no pudie­sen dar crédito a sus propios ojos. No fue menos patética la escena al llegar al monas­terio. Todos prorrumpieron en entusiastas aclamaciones, cuando vieron bajar del carrua­je con la firmeza y precipitación de la que nun­ca ha estado enferma, a la que pocas horas antes habían visto partir arrastrándose traba­josamente, como un cuerpo a quien la vida abandona de prisa.

Se dirige en seguida a casa del médico, que pocos días antes la había abandonado, desesperando de su curación. Jamás hombre alguno se hallé más perplejo; y rindiéndose a la evi­dencia declaró que aquella curación instantánea y completa no era obra natural.

¿Con cuánta razón la Iglesia saluda a María con el titulo de Salud de los enfermos? Ella, que tiene siempre remedios divinos para curar las dolencias del alma, los tiene también para poner término a los males del cuerpo que aquejan a sus devotos cuando la invocan con confianza filial.

 

JACULATORIA

 

Haz que en mi alma estén de fijo

Para que siempre llore,

Las llagas del Crucifijo.

 

ORACIÓN

¡Oh María! permíteme que yo pueda acompañarte siempre en tu amarga sole­dad; yo no quiero dejarte sola, quiero unir mis lágrimas a las tuyas para llorar la muerte de mi Redentor. ¡Ah! madre atribu­lada, tú no lloras sólo por la muerte de tu Hijo, que lloras también por mí; porque yo he muerto muchas veces por el pecado y muchas veces he contristado tu corazón de madre con mis ofensas; mil veces he renovado los tormentos de la pasión con mis ingratitudes y he pisoteado la sangre ver­tida por mí en la cruz. Pero tú que eres misericordiosa y compasiva, tú que per­donaste a los verdugos que crucificaron a Jesús, tú que amas a los pecadores con en­trañas de madre, alcánzame la gracia de ser en adelante el compañero de tus dolo­res y de tu soledad, por mi fidelidad y amor a Jesús y por la compasión de sus padecimientos. Haz nacer en mi corazón un horror sincero al pecado que fue la causa de tus dolores y de los de Jesús; que viva siempre arrepentido de todas las culpas con que he manchado mi vida pasada, para que, llorándolas amargamen­te en la tierra, merezca gozar un día de la eterna bienaventuranza. Amén.

 

Oración final para todos los días

 

  ¡Oh María!, .Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios

que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo

ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su

Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los

infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones

rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin,

encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida

y de esperanza para el porvenir. Amén.

 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer una lectura espiritual que nos re­cuerde los padecimientos de Jesús y los dolores de María.
 

2. Rezar una tercera parte del Rosario para honrar esos mismos padecimientos y do­lores.
 

3. Mortificar el sentido del gusto, privándose de comer cosas de puro apetito.


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