Los
imbéciles
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Yo no sé si será
por esto de los años o porque siempre he contenido la
mala leche y ya estoy harta, pero es que no aguanto a los imbéciles.
Claro que no es algo que me venga de ahora, ya hace muchos años,
mi cuñado Leocadio se pensaba que yo era bastante tonta
porque cuando él hablaba me quedaba mirándole
sin decir ni mu, pero es que mientras el soltaba una tontería
tras otra yo me imaginaba que se le caía un yunque en
la cabeza, o que lo fulminaba un rayo.
Pues ahora, me pasa casi todos
los días, pero la situación me preocupa porque
despierta mi violencia. Cuando tengo que aplastarme contra la
pared de estas estrechas calles toledanas para evitar que un
motorista atropelle mis ancianos huesos tengo que retener las
ganas de extender la mano según pasa el energúmeno
y soltarle un bofetón de 250 centímetros cúbicos.
Cuando el pescadero me da una lubina que debió morder
el anzuelo en tiempos de Herodes y cree que no me voy a dar
cuenta por las cataratas que tengo, en mi cabeza aparece la
imagen del muy ladrón, y de su boca sobresale lo que
queda del pez espada que le he hecho tragar. Y así todo
el día.
Puede parecer una nimiedad, pero
cuando una tiene mi edad y le ocurren estas cosas, se preocupa,
no sea cosa del Alzemaier ese y esté enferma, pero digo
yo que a lo mejor es simplemente mala leche o que una ya no
tiene edad para aguantar tanta tontería. Si por algo
cuando llegamos a la vejez nos desaparece la fuerza física...
Por si acaso, mis hijos me han
quitado el bastón con el que el otro día intenté
acertar en la cabeza al repartidor del supermercado por traerme
los productos estropeados al tardar un día con el pedido.
Los chicos me han dicho que me conviene forzar un poco más
las piernas y no volverme comodona. Yo, por mi parte, le he
quitado el tirachinas al hijo de los vecinos y voy a ver si
veo al chico ese tan majo del coche rojo que toca el claxon
cada vez que me ve para reirse cuando me sobresalto.
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