CRISIS INTERNA Y AGRESIÓN EXTERNA
Finalizaba el primer cuarto del siglo XVI cuando en el Perú de los
Incas empezaron a circular vagas noticias acerca de la presencia de
gentes extrañas en el continente. Por esos años, postreros del gobierno
de Guayna Cápac, el imperio andino llevaba su dominio desde el Rumichaca
en la frontera colombo-ecuatoriana, hasta el Aconcagua y el país de
los Chiriguanos por el Sur, y de la ceja de selva a las orillas del
mar. Por su dilatada extensión geográfica lejos estaba de haberse
consolidado su dominio.
Merced a una avasalladora conquista militar, en menos de un siglo,
como ya hemos mencionado, los señores orejones del Cuzco, aristocracia
eminentemente guerrera a partir del acceso al poder de Pachacuti,
habían logrado el sometimiento de numerosas naciones que antes se
desarrollaron independientes o interdependientes en un ámbito local
o regional. Y por lógica, los curacas o reyezuelos de esas naciones
aceptaban de mal grado el dominio, proyectando en todo momento la
sublevación con la mira de recuperar la perdida autonomía.
Pero la carencia de unidad nacional era apenas uno de los varios problemas
que enfrentaba el Tahuantinsuyo, por los años en que la mayor potencia
imperialista del orbe, España, extendía sus ambiciones allende los
mares.
Finales del gobierno de Guayna Cápac, decíamos, años en que las revueltas
se hicieron frecuentes en el Imperio de los Incas, razón por la cual
ese gobernante apenas pudo mantener el dominio conquistado por sus
predecesores, sin realizar avances expansionistas de importancia.
A consecuencia de ello, frecuentes fueron también las represiones
sangrientas, sobre todo en el Chinchaysuyo, castigos que resentirían
contra los Incas a muchas de las naciones sometidas y, por desgracia,
en vísperas de la invasión española. Con todo, Guayna Cápac, cuyo
apoyo principal estuvo constituido por la casta militar del imperio,
estableciendo la sede de su gobierno en Tumipampa quiso convertirla
en eje de nuevas conquistas hacia el Norte, hacia esa región con la
que se mantenía hasta entonces sólo relaciones comerciales y de donde,
precisamente, provenía la asombrosa nueva de que extraños seres venían
por el mar.
Relata la crónica occidental que Guayna Cápac llegó a presagiar la
catástrofe del imperio autóctono y su conquista por aquellos; no es
fácil creerlo, teniendo en cuenta que el Inca se consideraba líder
del ejército más poderoso del mundo. Pero lo cierto es que ya en ese
tiempo, los antiguos peruanos recibieron informes precisos acerca
de lo que acontecía más allá de sus fronteras septentrionales.
La muerte de Guayna Cápac, en oscuras circunstancias, provocó el vacío
de poder en el Tahuantinsuyo. La casta militar controlada por la dinastía
de los Hanan Cuzco y por la panaka de Pachacuti, encabezada por Atahuallpa
estacionado por entonces en Quito, se negó a aceptar la proclamación
que se hizo en el Cuzco de Huáscar como Inca con el apoyo de la dinastía
de los Hurin Cuzco y de la casta religiosa. Esto último fue un verdadero
golpe de estado y la pretensión de restaurar los viejos moldes que
habían existido antes de Pachacuti. Devino entonces inminente la guerra
civil, pero ésta aún demoró algunos años, durante los cuales, aparte
de crecer los odios entre las facciones enfrentadas, multiplicándose
a la vez los levantamientos locales, sin que los antiguos peruanos
siquiera lo sospecharan en Europa se firmaba la declaración de guerra
contra ellos.
En efecto, tras conocer detalles acerca de los viajes de exploración
llevados a cabo por algunos de sus audaces súbditos, la corona española,
por Capitulación firmada en Toledo el 26 de julio de 1529, autorizó
a Francisco Pizarro para emprender "el dicho descubrimiento, conquista
y población de la dicha provincia del Perú", nombrándolo "gobernador
y capitán general de toda la dicha provincia del Perú, y tierras y
pueblos que al presente hay".
Amparada por la autorización papal, supremo poder espiritual de entonces,
la corona española, proclamando el noble ideal de extender las luces
de la civilización y la fe católica, se había lanzado, a partir del
descubrimiento efectuado por Cristóbal Colón, a la conquista y saqueo
de los pueblos del nuevo continente, anexándolos a su dominio y repartiendo
entre los conquistadores sus tierras y colectividades humanas.
Así de fácil y "legal": por el hecho de no ser cristianos, absurdo
alegato, nuestros ancestros nativos fueron considerados bárbaros y,
por tanto, susceptibles de ser conquistados mediante la guerra. Reyes
y papas, representantes de los poderes supremos temporal y espiritual
en Occidente, invocaron el nombre de su dios para autorizar a los
conquistadores la esclavización de los pobladores de América.
Al respecto, bastará citar lo que la reina de España señaló a Francisco
Pizarro en la mencionada Capitulación de Toledo: En lo que toca
a los indios naborías que teneís... es nuestra voluntad y mandamos
que los tengaís y gobernaís y sirvaís de ellos, y que no os sean quitados
ni removidos por el tiempo que vuestra voluntad fuera.
Merced de tales argucias, teniendo la ambición por motivación principal
y sabiendo que lo de llevar las luces de la civilización occidental
y la evangelización cristiana eran sólo pretextos que quedaban en
el papel para dar apoyo "legal" a la conquista, Pizarro y su gente
se aprestaron a invadir el Perú.
De esa España gobernada por la alianza clero-nobleza no salieron a
la conquista sino las gentes sin fortuna, aunque sus conductores fueron
ciertamente audaces navegantes y valientes guerreros, a quienes apoyó
la incipiente burguesía de sus ciudades, los comerciantes y prestamistas.
Estos últimos fueron los capitalistas de la empresa; el estado actuó
en forma secundaria, aunque a la postre resultó el más beneficiado.
El clero y la nobleza pasarían al Perú sólo después de consolidada
la conquista, luego de que el Estado imperialista español lograra
reprimir los brotes separatistas de los plebeyos conquistadores que
intentaron convertirse en señores feudales americanos. Aunque el feudalismo,
en novísima versión extemporánea, se asentó en la tierra conquistada.
Por ironía del destino, aquel mismo 1529 estallaba en el Perú la trágica
guerra civil entre los Incas, como epílogo de contradicciones de antigua
y nueva data, según hemos ya reseñado. No lo sabían aún los españoles,
pero ese conflicto facilitaría la ejecución de sus planes.
En esas condiciones, la empresa de los invasores no fue tarea muy
difícil. Por ello, con mucha razón admitiría uno de los Pizarro: Si
la tierra no estuviese divisa... no la pudiésemos entrar ni ganar
si no vinieran juntos más de mil españoles a ella.
Porque al momento de desatarse la invasión española, se agudizaban
en el imperio varias contradicciones: Hurin Cuzco contra Hanan Cuzco;
panaka de Pachacuti (nucleada en torno a Atahuallpa) contra panaka
de Túpac Inca Yupanqui (que apoyaba a Huáscar), vale decir Hanan contra
Hanan; aristocracia sacerdotal contra aristocracia guerrera; estado
imperial contra señores locales (Cañaris, Chachapoyas, Huancas, etc.);
estado imperial contra esclavos yanaconas (llamados también mitimaes
forzados); estado imperial contra campesinado hatunruna (vasto sector
perjudicado por la guerra), etc.
En ese momento la contradicción principal se había generado al interior
de la casta de los orejones, pero el proceso subsiguiente de la invasión
española, cuya respuesta fue la guerra de resistencia Incaica, dio
cauce a la agudización de las otras contradicciones, al sublevarse
contra el Tahuantinsuyo varios señores locales y miles de esclavos
yanaconas, en medio de un trastorno total cuyo epílogo fue la destrucción
del estado autónomo y la anexión de su territorio a un imperio extranjero.
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MUNDOS ENFRENTADOS
El tercer viaje de Pizarro hacia el Perú, como empezó a llamarse
al país de los Inkas, sería el definitivo. A fines de 1531, un año
después que partiera de Panamá, la hueste española ocupaba la isla
de Puna, frente a Tumbes, iniciando la invasión del Tahuantinsuyo.
A pesar de la realidad caótica, los pueblos peruanos presentarían
resistencia a los españoles desde el momento de su intromisión en
nuestras tierras, resistencia que, si bien improvisada y con poca
organización, no iba a cejar en ningún momento.
Así lo señaló Pedro de Cieza de León, el más veraz de los cronistas,
quien recogiendo versiones así españolas como peruanas escribió: Los
indios de los valles, como entendieran haber poblado su tierra aquellas
gentes, pesóles en gran manera... (y) hubo pláticas secretas entre
ellos para les mover guerra. Punto aparte merece la mención del aparato
bélico que enfrentaron los españoles a los antiguos peruanos. Tremenda
diferencia: ellos trajeron cañones, arcabuces, espadas, picas, lanzas,
ballestas, armaduras; caballería aplastante; perros amaestrados en
la caza de indios, etc.
Y los conquistadores no fueron los 160 que han repetido las versiones
hispanistas, porque con ellos alinearon numeroso contingente de indios
aliados traídos de Centro América, y en tal número que un conquistador
escribió en el istmo de Panamá que esas tierras se despoblaban por
los muchos nativos que se llevaban para el Perú.
Contaron también los españoles con destacamentos de guerreros negros,
hábiles en guerras contra indios. Y por si fuera poco, tuvieron pronto
el auxilio venido por el mar, con lo que la conquista se tornó incontrovertible.
Comprobada la existencia del país del oro, nada hubiera impedido la
conquista del Tahuantinsuyo. Una maquinaria bélica propia de la Europa
Renacentista, enfrentada a una que emergía de la Edad de Piedra, lógicamente
habría de resultar, tarde o temprano, vencedora. Finalmente, cabe
anotar que buena parte de los antiguos peruanos tuvo la desdicha de
considerar dioses a los invasores. Asombrados de verlos salir del
mar, extrañamente vestidos, con poderes que consideraban sobrenaturales,
los creyeron hijos del dios Viracocha. Desde 1528, año en que los
invasores desembarcaron en los poblados costeños del norte peruano,
la versión empezó a circular en el Tahuantinsuyo. Tumbesinos, Tallanes
y Lambayeques, tras ser visitados por los extraños seres barbados,
los vieron desaparecer nuevamente en el mar, tan sorprendentemente
como habían emergido, y admirados los llamaron Viracochas.
Hasta el decadente clero solar cuzqueño llegó a aceptar tal calificación
divina cuando, tres años más tarde, los invasores volvieron anunciando
que, enviados por el supremo dios, venían a apoyar la causa de Huáscar
contra Atahuallpa. Este último, en cambio, jamás creyó en la divinidad
de los invasores; las habladurías de los costeños nunca fueron consideradas
seriamente por su círculo, que desde un principio calificó a los españoles
de ladrones, haraganes y viciosos, disponiéndose a combatirlos, pero
los atahuallpistas tuvieron la fatalidad de menospreciar el poder
bélico del enemigo, y así, queriéndolos encerrar en una trampa, los
dejaron entrar en Cajamarca. Más les hubiera valido destrozarlos en
la cordillera, que bien pudieron hacerlo, como recomendaron algunos
previsores líderes, caso Rumi Ñahui. Porque en noviembre de 1532 la
trampa de Cajamarca se volvió contra ellos, y de la manera más terrible.
Pero no sería fácil para la España de Carlos V sojuzgar al Perú de
los Incas. Cuarenta años de cruenta lucha, entre 1532 y 1572, le serían
necesarios para lograr la conquista total del país de los Incas. Porque
recién con la muerte de Túpac Amaru, el último Inca de la resistencia,
ejecutado bajo la tiranía del virrey Francisco de Toledo, pudieron
decir los españoles que la conquista era un hecho consumado.
En primer término se dio la heroica lucha de los pueblos de la costa
norte, en especial la de los Tumbesinos y Tallanes desarrollada en
1532, sin injerencia directa de los Incas. Por entonces Atahuallpa
se hallaba en Cajamarca, creyéndose el monarca más poderoso de la
tierra, luego de que su ejército derrotara definitivamente a Huáscar
en las afueras del Cuzco.
Héroes principales de la resistencia en la costa norte fueron los
curacas Chirimasa de Tumbes, los Tallanes Cango e Icotu, y los de
Amotape y La Chira, junto a los cuales ofrendaron sus vidas cientos
de guerreros nativos.
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RESISTENCIA INKAICA ATAHUALLPISTA
La resistencia incaica propiamente dicha tuvo tres fases claramente
definidas. La primera se inició inmediatamente después del asesinato
del Inca Atahuallpa, perpetrado por orden de Pizarro, tras una farsa
de juicio, el 26 de julio de 1533. Atahuallpa, que desde su prisión
ordenara la muerte de Huáscar, fue acusado de tramar un golpe contra
los españoles en Cajamarca, lo cual pudo ser cierto, pues a su muerte
enarbolaron la bandera de la resistencia sus generales Challco Chima
y Apo Quizquiz.
Por esos días, en medio del caos, se acentuó la rebelión de los señores
locales contra el imperio, y los reyezuelos Chimúes, Chachapoyas,
Huancas y Cañaris creyeron ver en los españoles oportunos colaboradores
para recuperar su autonomía de otrora; en consecuencia, no tardaron
en unírseles por oleadas, para luchar aliados contra los incaicos
atahuallpistas, que ocupaban aún gran parte del Tahuantinsuyo.
Se rebelaron también contra el imperio miles de yanaconas del campo,
aprovechando que los orejones centraban toda su atención en la guerra.
Los españoles supieron aprovechar tan favorable coyuntura, proclamando
apoyo a toda rebelión, logrando de esa manera que grandes contingentes
de yanaconas cambiaran el amo nativo por el cristiano.
Así pues, grupos rebeldes, de varias naciones y clases sociales, tomaron
las armas contra los Incas, a su vez enfrentados entre sí. En tan
grave confusión sólo los incaicos atahuallpistas, nucleados en torno
a sus generales Challco Chima, Apo Quizquiz y Rumi Ñahui, tuvieron
plena conciencia de las fatales consecuencias que acarrearía la invasión
española. Y la combatieron heroicamente, sin ningún apoyo. Se batieron
solos contra los españoles; y además de enfrentar a un enemigo muy
superior en número, lo más trágico fue la inferioridad de su aparato
bélico. Ello no obstante, su lucha fue tenaz y bravía; y numerosas
batallas, en el centro y norte del derrumbado imperio, dieron fe de
su abnegada y digna constancia en la defensa del suelo patrio. Sobre
esta historia ha escrito varios libros cumbres Juan José Vega.
En la ruta de Cajamarca al Cuzco, ellos se enfrentaron con suerte
adversa a los españoles. El pacto entre éstos y los incaicos tradicionalistas
quedó bárbaramente sellado en Jaquijaguana, donde para contentar al
entonces joven Manco Inca, Pizarro hizo quemar vivo al general Challco
Chima, que poco antes cayera prisionero ingenuamente.
En noviembre de 1533 Apo Quizquis intentó contener el avance español
sobre el Cuzco y tras ser derrotado en Paruro optó por la retirada
al norte. Por medio de chasquis había tenido noticia de que el general
Rumiñahui combatía por su parte en el septentrión andino a huestes
invasoras recién llegadas. Al cabo, entre 1534 y 1535, tanto Apo Quizquiz
como Rumi Ñahui ofrendaron la vida, ambos cerca de Quito, el primero
asesinado por un orejón contrario a proseguir la resistencia y el
segundo quemado vivo por los españoles. El historiador Andrade Reimiers,
recordando esta tragedia –recuerda el doctor Edmundo Guillén-, dice
que el Quito cristiano surgió sobre las cenizas de estos famosos héroes.
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LA GUERRA DE RECONQUISTA INKAICA
De 1536 a 1544 se prolongaría la segunda fase de la guerra hispano
incaica. Fue una verdadera guerra de reconquista, como la llama Edmundo
Guillén, y la sostuvieron los núcleos incaicos cuzqueños, incluso
aquellos que en un primer momento prestaron ingenuo apoyo a los españoles.
Muertos los caudillos de la resistencia incaica atahuallpista, dispersos
sus partidarios, los españoles creyeron consolidada la conquista.
Se equivocaron, pues poco tardó Manco Inca en tomar conciencia del
cambio fatal producido en su pretendido imperio, del cual fuera reconocido
Inca por Pizarro cuando era apenas un adolescente. Dos años después
del fatídico pacto de Jaquijaguana, Manco vio con más claridad, al
ser testigo de una situación cada vez peor para los suyos. Y comprendió,
tal vez ya tarde, que había sido vilmente engañado por los que en
1533 se presentaron como sus aliados. Porque tras el aniquilamiento
de la resistencia incaica atahuallpista, los españoles revelaron sus
miras ya sin tapujos. Desapareció el trato amistoso hacia la facción
de orejones que los habían apoyado y fue reemplazado con violaciones,
saqueos, robos, torturas, humillaciones y asesinatos.
Del respeto falaz se paso al vejamen –refiere Juan José Vega-, y del
cinismo a la burla. Y el propio Manco pasó a ser víctima de tales
afrentas. Entonces fue que se arrepintió del grave error de otrora,
reconociendo póstumamente la heroicidad y justa causa de los incaicos
de la facción atahuallpista, a los que tan ciegamente antes combatiera.
Reunió en secreto a los orejones, deplorando ante ellos haber servido
a los españoles en el aniquilamiento de los generales atahuallpistas;
y los exhortó a desatar la guerra total por recuperar la autonomía,
pronunciando un discurso que bien puede inscribirse como el primer
documento de la lucha libertadora del Perú, testimonio que fue publicado
por el cronista español Pedro de Cieza de León. "A Atahuallpa lo
mataron sin razón –dijo-, e hicieron lo mismo de sus capitanes
Challco Chima, Rumi Ñahui, Zopezopahua. También han muerto en Quito,
en fuego, (a Quizquiz y sus camaradas), para que las ánimas
se quemen con los cuerpos y no puedan ir a gozar del cielo. Paréceme
–continuó el Inca- que no será cosa justa ni honesta que tal consintamos,
sino que procuremos con toda determinación morir sin quedar ninguno,
o matar a estos enemigos nuestros tan crueles".
Retomó así Manco Inca los ideales por los que se sacrificaron otros
adalides patriotas entre 1533 y 1534. Libertad o Muerte sería su consigna,
y la habría de cumplir fielmente, junto a Vila Oma, Kusi Titu Wallpa
(Cahuide), Tisoc Inca, Quizu Yupanqui y otros cientos de héroes del
Perú de los Incas. En la nueva actitud de Manco Inca mucho tuvo que
ver la influencia que recibió de Vila Oma, orejón de los Hanan Cuzco,
formado en la corte de Atahuallpa y reconocido por éste como sumo
sacerdote y a la vez principal caudillo militar. Tras un intento fallido,
Manco pudo burlar la vigilancia que sobre él ejercían los españoles,
pasando a Calca donde desató la guerra de reconquista en mayo de 1536.
Por entonces, Francisco Pizarro residía ya en Lima, la flamante capital
de la gobernación española del Perú, habiendo dejado a sus hermanos
al mando del Cuzco, luego de que su socio Diego de Almagro fuera astutamente,
camino de Chile.
A no dudarlo, la guerra de reconquista incaica es uno de los temas
más importantes de la historia de los pueblos andinos. Al respecto,
en el Perú existe importante bibliografía especializada, siendo ya
clásicos los libros de Juan José Vega, Edmundo Guillén Guillén, Rómulo
Cúneo Vidal, Horacio Villanueva Urteaga y Waldemar Espinoza Soriano.
Ellos han reconstruido en extenso el decurso de ese movimiento en
sus varias etapas. Sus libros y ensayos constituyen aportes significativos
y trascendentales.
Pero ellos mismos también han señalado reiteradamente que queda aún
mucho por investigar y esclarecer, pues el material documental, publicado
e inédito, dista mucho de haber sido revisado y cotejado del todo.
Por lo demás, desde diversas ópticas siempre podrán encontrarse capítulos
aún ignorados o poco esclarecidos. Por ello, las crónicas clásicas
seguirán mereciendo especial atención, como también las colecciones
documentales que hace ya mucho editaran publicistas de la talla de
José Toribio Medina, Roberto Levillier y Raúl Porras Barrenechea.
Pero si bien es cierto que la guerra de Manco Inca contra los conquistadores
españoles ha sido descrita en detalle por connotados historiadores,
ella no se refleja con la importancia que debiera en los textos oficiales
de difusión masiva, consecuencia derivada de programas educativos
cuyos contenidos debieran ser reformulados.
En esa gesta épica la historiografía reconoce como momentos cumbres,
el cerco del Cuzco, la campaña sobre Lima y la retirada a Vilcabamba.
Pero poco ha reparado en que paralelamente al estadillo de la rebelión
en el Cuzco, la región meridional del otrora floreciente Imperio de
los Incas fue también conmovida. A la luz de la investigación documental
debe concluirse en que no se trató de sucesos aislados, sino que estuvieron
concatenados con el magno proyecto de reconquista.
Porque el primer objetivo de Manco Inca fue dividir a los españoles
que ocupaban el Perú. Estos tenían ya sus propias contradicciones
(almagristas contra pizarristas/ conquistadores ricos contra conquistadores
pobres), pero el propósito era distanciarlos físicamente. Así fue
que los voceros de la resistencia nativa propalaron la versión de
que Chile era otro Perú, esto es, que contenía similares riquezas
en metales preciosos. Con ello motivaron la ambición de uno de los
caudillos españoles, Diego de Almagro, quien se propuso marchar a
la conquista de Chiri, como se llamaba a esa región del sur para llegar
a la cual, por la ruta Incaica del sureste, preciso era atravesar
gélidas cordilleras. De allí el nombre Chiri, equivalente a frío.
Francisco Pizarro, el otro caudillo español, dio crédito a esa versión
toda vez que anhelaba alejar del Perú a su socio y rival, razón por
la cual auspició con vehemencia su marcha hacia Chile. Lejos estaban
de suponer ambos jefes hispanos, que una vez distanciados físicamente
Manco Inca desataría la guerra contra ellos.
Existen pruebas documentales de que Manco Inca se fijó como uno de
sus principales objetivos aniquilar a los que iban con Almagro. Pudo
ello hacerse en la ruta de Charcas, como al parecer lo proyectó Vila
Oma. Pero luego se optó por intentarlo en Chile, donde actuaría como
principal conspirador el famoso intérprete Felipillo.
Así pues, en el original plan de Manco Inca se proyectó abrir tres
frentes de guerra: atacar el Cuzco que por esos días custodiaban los
hermanos de Francisco Pizarro; enviar una expedición al mando del
general Quizu Yupanqui sobre Lima, la flamante capital de la emergente
gobernación española del Perú, donde residía Francisco Pizarro; y
desatar la resistencia nativa contra el ejército de Diego de Almagro,
en su marcha a Chile por la ruta de Bolivia y Argentina.
Bien se sabe que el asedio al Cuzco fracasó tras varios combates en
Sacsahuaman, debiendo retirarse Manco Inca primero a Ollantaytambo
y después a la agreste región montañosa de Vilcabamba. Quizu Yupanqui,
por su parte, si bien derrotó en la sierra central a varias columnas
enemigas, y estuvo a un paso de tomar Lima, sucumbió finalmente ante
el crecido número de sus adversarios, pues Francisco Pizarro recibió
apoyo no sólo de las guarniciones españolas del norte del Perú, como
San Miguel de Piura y Chachapoyas, sino también de otras posesiones
hispanas de América.
En la ruta a Chile se verificó también la resistencia nativa, hasta
que finalmente Almagro descubrió e hizo prisionero a quien en secreto
la generaba, Felipillo. Éste había sido convenientemente aleccionado
por Vila Oma y al optar por la causa patriota quiso tal vez enmendar
su conducta de otrora, cuando sirviera a Pizarro contra Atahuallpa.
Lo cierto es que en 1536 Felipillo murió en la hoguera, a las faldas
del Aconcagua.
Desde Vilcabamba Manco Inca atacó de continuo a los españoles que
viajaban entre Lima y Cuzco, razón por la cual en 1539 hubo de fundarse
entre ambas la ciudad de San Juan de la Frontera de Huamanga. Para
entonces, las contradicciones entre los conquistadores habían originado
ya las llamadas guerras civiles, en las cuales se verían también envueltas
las poblaciones nativas.
Por desgracia, las contradicciones internas prosiguieron, afluyendo,
entre otras, la subyacente que siempre había existido entre príncipes
de madres Incaicas y príncipes de madres provincianas. Se entiende
así el por qué las crónicas mencionaron constantemente que Manco fue
combatido por sus propios hermanos. El caso más notorio fue el de
Paullo Topa, hijo de Guayna Cápac en una princesa de Huaylas.
Atendiendo a las tradicionales normas incaicas, Paullo nunca hubiera
podido ceñir la mascaypacha, por ser príncipe de madre provinciana,
pues ese derecho era exclusivo de los príncipes de ascendencia incaica
por vía paterna y materna, como fue el caso de Manco Inca. Pero en
medio del trastorno provocado por la conquista española, Paullo rompió
con la tradición, logrando que Almagro, a quien sirvió esforzadamente,
lo proclamase nuevo Inca. En los tiempos posteriores, personajes descendientes
de ambas ramas reclamarían el derecho de ser reconocidos como Incas.
Pese a sus encomiables esfuerzos, Manco no pudo lograr la unidad nacional:
y tal como había sucedido en la primera fase, ésta siguió enfrentando
a hermanos de raza y cultura. .Con Paullo Inca se alinearon los príncipes
semicuzqueños -si bien no todos-; y también combatieron a Manco, entre
otras naciones, las de los Huancas, Chachapoyas y Cañaris, además
de algunos grupos Yungas.
El soporte principal del movimiento de reconquista fue el Cuzco y
la región que alcanzó plenamente la influencia incaica: aquella ceñida
por los ríos Vilcanota y Apurímac. Pero la guerra se extendió de Quito
a Tucumán, aunque sin mando único, a causa de insalvables rivalidades.
Por otro lado, es justo reconocer que varias naciones selváticas,
hasta entonces autónomas, se solidarizaron con la causa de Manco y
lo sostuvieron en la última etapa de su lucha.
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GUERRAS CIVILES ENTRE LOS CONQUISTADORES
Paralelamente se agravaron por aquellos años las contradicciones
entre los conquistadores. En la batalla de Las Salinas, el 6 de abril
de 1538, el ejército pizarrista derrotó al de Almagro, quien poco
después fue ejecutado. Tres años después el hijo mestizo de Almagro,
llamado también Diego, acaudilló en Lima un golpe de estado que terminó
con la vida de Francisco Pizarro.
Dicho enfrentamiento dio pretexto a la corona española para intervenir
directamente en los asuntos del Perú. Y vino aquí, con título de gobernador,
el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, cuyo ejército derrotó al almagrista
en la batalla de Chupas, el 16 de setiembre de 1542. Almagro el Mozo
y varios de sus partidarios fueron ejecutados, huyendo unos pocos
que hallaron asilo en Vilcabamba. Ciertamente, Manco no fue ajeno
en ningún momento a las luchas entre los españoles. Entabló relaciones
con el joven Almagro y acordó apoyarlo en su lucha contra Vaca de
Castro; pero éste descubrió esa comunicación y precipitó la batalla
antes de que pudieran unirse. Se entiende así que Manco acogiera en
su reducto a los sobrevivientes de Chupas. A la postre ello le iba
a resultar fatal. La intervención de la corona española en el Perú
se acentuó en 1542, al crearse el virreinato y dictarse las Nuevas
Leyes de Indias. Se arguyó que éstas amenguarían el maltrato de las
poblaciones nativas americanas, varias de las cuales fueron exterminadas.
Pero en realidad la corona quiso con ello asumir el control de la
colonia, para lo cual le era de necesidad acabar con los conquistadores.
Estos, por mercedes otorgadas por sus jefes a través de encomiendas,
se habían repartido tierras y hombres, convirtiéndose en poderosos
señores feudales.
En tales circunstancias el primer virrey del Perú, Blasco Núñez de
Vela, pretendió aplicar las Nuevas Leyes, generando la oposición de
los encomenderos, que se declararon en abierta rebelión acaudillados
por Gonzalo Pizarro. Pese a todo el virrey instaló en Lima la Real
Audiencia, cuyos miembros terminaron derrocándolo, temerosos de la
creciente fuerza que Gonzalo reunió en su marcha del Cuzco a la capital,
donde entró apoteósicamente el 28 de octubre de 1544.
Fue por entonces que los almagristas refugiados en Vilcabamba, en
circunstancias nada precisas, asesinaron arteramente a Manco Inca.
Refiere Edmundo Guillén que procedieron así los asesinos para granjearse
simpatías entre los partidarios de Gonzalo en el Cuzco. Sea como fuere,
la conmoción fue tremenda y frustró los planes del Inca por capturar
el Cuzco, hacia donde mandara una vanguardia a órdenes del capitán
Puma Supa. Mencionaremos aparte lo que sucedió luego en Vilcabamba.
Retomando el hilo de nuestro relato, diremos que ante el avance gonzalista
y carente de apoyo en la capital, el virrey huyó por mar al norte,
desembarcando en Quito y siguiendo por tierra hasta Popayán. Allí
reorganizó sus fuerzas apoyado por auxilios llegados desde varias
regiones del Perú y otras posesiones americanas. Así fortalecido contramarchó
a Quito, en cuyas afueras enfrentó con adversa suerte al ejército
rebelde, el 18 de enero de 1546. Fue degollado en el propio campo
de batalla y Gonzalo quedó entonces como nuevo gobernador del Perú.
Para entonces, ya la corona española había reaccionado, enviando al
Perú con amplios poderes al licenciado Pedro Gasca, a quien se facultó
para mandar en el Perú como el propio emperador. Promesas de nuevos
dones, como también amenazas, provocaron la defección en las filas
rebeldes. Los más poderosos encomenderos no tardaron en marchar al
encuentro de Gasca, que a su llegada a Panamá tomó el control de la
armada y muy pronto se hizo de un considerable ejército.
Ante ello Gonzalo abandonó Lima, encaminándose al Cuzco por la vía
de Arequipa. Perdió en el trayecto la mitad de su ejército, por deserciones,
no obstante lo cual fue apoteósico su recibimiento en la otrora capital
imperial.
Resaltó sobre todo el apoyo que le dieron muchos líderes nativos,
razón por la cual su lugarteniente Francisco de Carvajal le propuso
tomar por esposa a una princesa incaica y proclamarse rey del Perú.
De haberlo aceptado, el Perú hubiese sido independiente desde 1547,
gobernado por un linaje de mestizos.
Ello no ocurrió y Gonzalo acudió a su cita final en Jaquijaguana,
el 9 de abril de 1548. No hubo allí batalla propiamente dicha, sino
deserción en masa. Apenas murieron tres realistas y quince rebeldes,
pero la represión posterior fue terrible. Gonzalo y sus principales
capitanes fueron ejecutados, dictándose prisión y destierro para sus
demás seguidores.
Gasca hizo en Guaynarímac un nuevo reparto del Perú, pero poco duró
en el gobierno, pues la corona había decidido ya fortalecer el virreinato.
Quedaron en el Perú muchos españoles descontentos, y los menos favorecidos
asumieron un proyecto autónomo en 1553, comandados por Francisco Hernández
Girón. Lideró lo que llamó el "ejército de los pobres" y su
esposa, Mencia de Sosa, fue reconocida por sus adeptos como reina
del Perú. Fracasó la rebelión y Girón fue degollado en Lima el 7 de
diciembre de 1554.
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LA RESISTENCIA INKAICA DE VILCABAMBA
Resquebrajado el poder político de los conquistadores y consolidado
el gobierno virreinal en el Perú, la corona española, vía sus representantes
en la colonia, se abocó a una tarea impostergable: la aniquilación
de los líderes Incas de Vilcabamba, a quienes propios y extraños consideraban
aún "señores naturales del Perú".
El asesinato de Manco Inca no marcó el fin de la resistencia incaica
a los españoles. En Vilcabamba, baluarte del Gran Rebelde, desde 1545
hasta 1572 reinaron los últimos Incas de la resistencia, para ser
finalmente aniquilados bajo la tiranía del virrey Toledo.
Tres Incas ceñirían la mascaypacha autónoma durante aquel lapso, los
tres hijos de Manco Inca: Sayri Túpac, Titu Kusi Yupanqui y Túpac
Amaru. En el Cuzco, paralelamente, Paullo Inca y sus descendientes
representarían el papel de Incas títeres, dependientes del poder opresor,
ocupando el palacio de Collcampata.
Vilcabamba constituyó siempre un peligroso núcleo de resistencia,
un enclave independiente dentro del imperio conquistado, cuya influencia
siempre se temió suscitara un levantamiento general contra los españoles.
Región de quebradas, entre los ríos Apurímac y Vilcamayo (Urubamba),
el dominio autónomo de los Incas de la resistencia abarcaría una extensión
de cuarenta millas. Al oeste, el Apurímac constituiría su barrera
natural; al este, el Vilcamayo; al norte, una curva del mismo río
y al sur la ciudad de Huamanga, justamente llamada San Juan de la
Frontera, como se ha dicho.
Su influencia traspasaría esos límites: muchas naciones amazónicas
circunvecinas reconocerían la autoridad de los Incas de Vilcabamba
y les servirían con mitas y tributos voluntarios. El oidor Juan de
Matienzo referiría al respecto: "Es mucha gente y mucha tierra
la que posee, que son la provincia de Vitcos, y la provincia de Manaríes,
y la de Cachumanchay, y la provincia de Nigrias, y la de Opatari,
y la de Paucarmayo; éstas están en la cordillera que va a dara la
Mar del Norte y hacia los Chunchos; asimismo, la provincia de Pilcozuni,
que es hacia la parte de Rupa Rupa y la provincia de Guaranipu, y
la de Peati, y la de Chiranana, y la de Chiponana. Todas estas provincias
obedecen al Inca y le dan tributo".
Las entradas a ese territorio estaban celosamente custodiadas
por guerreros de la resistencia y los caminos y puentes de acceso
en su mayoría estaban cortados. Repetirían por ello los españoles
que Vilcabamba "estaba de frontera en medio del reino". Además,
advirtieron con alarma que, vistos los efectos de la conquista, en
varias regiones del Perú, para mediados del siglo XVI, se despertaban
simpatías por la causa que enarbolaban los Incas de Vilcabamba, quienes
exhortaban a rechazar la cultura extranjera y prepararse para una
gran insurrección general.
Los efectos de la dominación colonial motivaron un proyecto de unidad
india panandina. Porque de uno a otro confín del país de dieron las
luchas nativistas, en el ciclo que la historia conoce como del Taki
Onccoy (danza del dolor), desarrollado principalmente en la región
central del Perú. Según los líderes de ese movimiento, había sobrevenido
el caos para los pueblos andinos por el hecho de haber aceptado al
dios de los cristianos; preciso era entonces destruir sus imágenes
y volver al culto de los dioses ancestrales. Para debelar ese movimiento
las autoridades coloniales decretaron la llamada "extirpación de
idolatrías", reprimiendo con rigor a los caudillos nativistas.
En Vilcabamba hubo sectores que viendo la tremenda superioridad bélica
de los españoles aceptaron la apertura de negociaciones. Pero en 1571
el Inca Titu Kusi, que las había aceptado, fue muerto en oscuras circunstancias,
ciñendo la mascaypacha autónoma Túpac Amaru, líder del sector radical
antihispano. Contra él declaró la guerra a muerte el virrey Francisco
de Toledo, cuyo poderoso ejército invadió el reducto patriota por
varios frentes.
La primera batalla se libró por la posesión del puente de Chuquichaka.
Allí fue decisiva la acción de la artillería española, cuyo mortífero
poder no pudieron contrarrestar los guerreros incaicos. Un segundo
combate se dio cerca de la fortaleza de Guayna Pukara, que luego de
heroica resistencia cayó en poder de los virreinales. Túpac Amaru
ordenó la retirada por Simaponte, en demanda de los Manaríes, guerreros
selváticos que ya tenían dispuestas balsas y canoas para salvar al
Inca. Pero a medio camino el Inca fue alcanzado, librándose un tercer
combate en el que cayó prisionero, junto a sus familiares y principales
lugartenientes.
Se les condujo entonces al Cuzco, donde tras juicio sumario el virrey
Toledo dictó contra ellos pena de muerte. Ante una plaza colmada de
indios, que lamentaban la tragedia, Túpac Amaru. Invocando en su postrer
aliento al dios Pachacámac, fue decapitado el 24 de mayo de 1572.
Terminó así la vida del último descendiente en línea recta de varón
del linaje de los emperadores Incas. Terminó también con él, la resistencia
de Vilcabamba. Pero los ideales de estos patriotas, que hasta el final
supieron mantenerse independientes, serían prontamente recogidos por
muchos otros luchadores nativos, que protagonizarían las tantas rebeliones
con las que el poblador andino manifestó su rechazo a la dominación
española.
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LA TRAGEDIA DE LOS SIGLOS XVI Y XVII
El aniquilamiento de la resistencia incaica determinó para el Perú
la pérdida de su desarrollo autónomo y su sometimiento como país dependiente
de metrópoli extranjera. Este nuevo período de ninguna manera habría
de significar progreso para la población aborigen peruana. Todo lo
contrario, España, aparte de destruir completamente la maquinaria
productiva sin ofrecer nada a cambio, resucitó en la colonia formas
ya superadas en la historia occidental (igual obraron otras potencias
coloniales). Posiblemente la metrópoli consideró ello de conveniencia
para una más segura sujeción de la colonia, pero paradójicamente el
poderoso imperio español, precisamente a consecuencia de la conquista
de México y el Perú, se puso al margen del desarrollo de los tiempos
modernos.
Contradictoriamente, las riquezas extraídas del país conquistado sumieron
al país conquistador en el estancamiento económico, pues su clase
dominante se preocupó únicamente en malgastar el oro y plata que a
raudales afluyó de América, convirtiéndose España a la postre en el
país más atrasado de Europa.
Al Perú la metrópoli sólo enviaría una burocracia, civil y eclesiástica,
cada cierto tiempo renovable, personal éste que se encargó de organizar
y dirigir el aparato colonial, aprovechando en lo posible las instituciones
nativas, a las que se dio un nuevo ordenamiento.
La conquista española provocó un grave trastorno en el devenir de
los pueblos andinos, pero no destruyendo sus principales instituciones,
sino dándoles un nuevo revestimiento, con lo cual fueron anulándose
las relaciones sobre las que se asentaban sus estructuras. Nathan
Wachtel ha explicado con acierto esta mutación: "La dominación
española, al servirse de las instituciones incaicas, acarrea al mismo
tiempo su descomposición; sin que esto signifique, sin embargo, el
nacimiento de un mundo nuevo, radicalmente extraño al antiguo. Al
contrario, por el término de desestructuración entendemos la supervivencia
de estructuras antiguas o de elementos parciales de ellas, pero fuera
del contexto relativamente coherente en el cual se situaban; después
de la conquista subsisten restos del estado Inca, pero el cimiento
que los unía se ha desintegrado".
La combinación de los principios de reciprocidad y redistribución,
que en cierta manera habían sostenido las estructuras económicas del
estado Inca, fue anulada a partir de la intromisión europea, de manera
que propiedad, producción y tributación fueron notoriamente alteradas.
La jerarquía del cuadro social aparentemente continuó: los orejones
fueron sustituidos por los españoles, muchos curacas se mantuvieron
en sus puestos y el pueblo campesino siguió siendo el sector dominado.
Pero a la progresista casta de los orejones, en la que destacaba una
burocracia que dirigía excelentemente la maquinaria de producción,
sucedió la opresora y depredadora clase dominante española, que trasladando
aquí caducas formas feudales y esclavistas europeas condenó a las
grandes mayorías del Perú a una miseria hasta entonces desconocida.
Así. a partir de la conquista española se van a formar en el Perú
dos mundos diametralmente opuestos: el occidental dominante y el andino
dominado; aquél poseedor de todos los derechos, éste sujeto de todos
los deberes, imperando en esta relación la violencia como método preponderante.
La presencia europea determinó la brusca disminución de la población
del Perú. Epidemias de viruela, rubeola y gripe, cuyos agentes eran
los invasores, fueron factor importante en esa caída demográfica,
porque los nativos no se hallaban inmunizados contra esas enfermedades,
nuevas en el territorio andino.
De similares consecuencias catastróficas fueron las guerras del siglo
XVI, en las cuales militó una mayoría nativa; en la resistencia a
los invasores murieron decenas de millares y otros tantos en las contiendas
civiles entre los conquistadores. Abundan testimonios españoles al
respecto, pero conviene citar la versión de los orejones que en 1542,
cuando las guerras estaban en su plenitud, declararon: "La pacificación
de este reino después del alzamiento general, costó infinita gente
de indios, por la grande mortandad que resultó de este alzamiento;
lo primero fue en el cerco, de la multitud de indios que en las guazabaras
y reencuentros de los arcabuces y ballestas y de los de a caballo,
de infinitos indios que quedaban muertos y tendidos en las calles,
que no había cuenta en ellos, no solamente en la ciudad del Cuzco
y sus arrabales, sino en todo el reino del Perú; que habiendo de conquistar
todo la tierra de nuevo como se conquistó, fue a fuerza de sangre
que de nuevo se derramó".
Consecuencia inmediata de esas guerras y de la consiguiente despoblación,
fruto del indiscriminado reclutamiento forzado, fue la destrucción
de la maquinaria productiva, pues se abandonaron los campos de cultivo
por carencia de brazos y se paralizaron los grandes trabajos por ausencia
irremediable de dirigentes. Entonces hizo su aparición el hambre,
otra plaga que hasta entonces había desconocido el poblador andino
y que tuvo visos increíbles de tragedia: "por la inquietud y andar
los indios en la guerra –declararon los Quipucamayos- en más
de tres años no sembraron ningún género de mantenimientos... y ...todos
cuantos niños hubo de indios hasta de edad de seis a siete años, todos
murieron de hambre, sin quedar ninguno, los viejos e impedidos"
"Sosegado" el país , vale decir, terminadas las guerras y estabilizado
el gobierno de los virreyes, los nuevos amos del Perú –que jamás harían
gala de perspectiva positiva- en vez de poner remedio a la situación
legalizaron los abusos contra la población nativa. El trabajo, en
las haciendas y minas de los feudales, que a diferencia de los Incas
no respetaron el límite fisiológico de la energía humana explotada,
se transformó en opresión mortal y fue motivo principal del exterminio
de indios. La peor calamidad fue la mita colonial, respecto a la cual
se escribieron testimonios escalofriantes, como el consignado por
el franciscano Buenaventura de Salinas y Córdova, que copiamos a renglón
seguido: "Es lastima ver traer a los indios de cincuenta en cincuenta
y de ciento en ciento, ensartados como malhechores, en ramales y argolleras
de hierro; y las mujeres, los hijuelos y parientes se despiden de
los templos, dejan tapiadas sus casas, y los van siguiendo, dando
alaridos al cielo, desgreñados los cabellos, cantando en su lengua
endechas tristes y lamentaciones lúgubres, despidiéndose de ellos,
sin esperanza de volverlos a ver, porque allí se quedan y e mueren
infelizmente"
La propiedad de la tierra fue usurpada por los españoles, que no sólo
se adueñaron de las que en época anterior pertenecieron a los orejones,
sino que luego, al crecer en número y ambición, fueron apoderándose
de la tierras que desde siempre las comunidades nativas habían tenido
como propiedad usufructuaria. Y esto dañó sobremanera la concepción
mental del poblador andino, que nada pudo hacer por contener ese trastorno.
La usurpación de los españoles procuró siempre revestirse de un manto
legalista, primero obteniendo concesiones de los Cabildos dada su
calidad de "vecinos" y luego utilizando numerosas argucias,
válidas todas porque en sociedad tan diferenciada no hubo posibilidad
de queja para los perjudicados. La ocuparon de hecho, actuando con
violencia y arguyendo toda suerte de "justificaciones".
Entre ellas fueron escandalosas las que se lograron vía el tributo.
Este fue "reformado" por el nuevo régimen; si durante la época
Incaica las comunidades tributaron fundamentalmente su fuerza de trabajo,
en la medida de sus posibilidades, los españoles generalizaron a partir
de la época toledana la tributación en especies y en dinero, iniciando
la proletarización del poblador nativo. Éste jamás lograría tener
dinero para usarlo como lo usaron sus explotadores; apenas lo obtendría
para pagar sólo una parte del tributo que se le impuso.
Obligados a tributar o morir, los oprimidos emplearon la mayor parte
de su tiempo –casi todo- en trabajar para pagar dinero, empleándose
en haciendas, obrajes y minas, abandonando, por tanto, las tierras
que cultivaban. Y, aparte, debieron prestar obligada concurrencia
en el nuevo tipo de mita establecido por los españoles: si antes éstas
sirvieron para provecho del estado incaico pero también –en menor
escala- de la masa campesina sometida- (construcción de caminos, andenes,
irrigaciones, abastecimiento de tambos y colcas, etc.), a partir del
triunfo hispano se convirtió en servicio obligatorio sin ningún beneficio
para los trabajadores, siendo al contrario causa de su exterminio,
principalmente en la extracción de metales preciosos.
El abandono que hacían los campesinos de sus tierras, para marchar
en busca del dinero que sirviera para el pago del tributo, o para
servir en las mitas, fue aprovechada por los españoles para usurparlas,
aduciendo abandono definitivo. Y la Incapacidad de sufragar el íntegro
del tributo propició el endeudamiento, que a su debido tiempo cobraron
los explotadores expropiando las tierras.
Además, funcionó el inescrupuloso "legalismo", porque en ese
tiempo los indios no tuvieron capacidad, ni siquiera posibilidad,
de ganar un juicio por tierras, cuando en los juzgados se les exigía
presentar título de propiedad, algo que nunca había existido en el
tiempo pretérito. Con semejante argucia, las comunidades indígenas
fueron despojadas y arrinconadas a las partes más altas de los Andes,
allá donde los explotadores no quisieron ni pudieron llegar por ser
habitat de rigores extremos. Y por si fuera poco, existió el inicuo
reparto, por el cual los encomenderos y corregidores tuvieron potestad
de repartir entre los indios artículos europeos casi siempre inservibles;
los daban a crédito, y los oprimidos, incapaces de oponerse a cualquier
deseo de tan severos explotadores, los recibían aun a sabiendas de
que nunca conseguirían pagar sus abusivos precios, puestos al antojo
de los españoles, con lo cual quedaban sempiternos deudores.
Así pues, a la mortal opresión material no tardaría en seguir sin
remedio la debacle moral entre los dominados; el suicidio sería cosa
común en el siglo XVII, cuando la otra alternativa era vivir en un
continuo martirio; y la reacción de las madres indias fue dantesca,
según relata fray Buenaventura de Salinas y Córdova.
"Aquí dan voces las provincias del Perú, antiguamente pobladas
de infinitas gentes de indios poderosos, tan ricas, opulentas y llenas
de tesoros, y ahora tan pobres y asoladas. Aquí lloran lágrimas de
sangre y se lamentan los valles de Jauja, las provincias de los Yauyos
y muy grandes poblaciones porque se acaban sus indios en la opresión,
trabajos y agonías que pasan...Y viendo las madres cuan poco ganan
sus hijos y lo inmenso que padecen hasta llegar a la muerte, los mancan
cuando nacen, los hacen jorobados, les sacan los ojos, les tronchan
los pies, para que pidan limosna y queden con esto libres de la servidumbre
en que los ponen los que pasan de Europa y otros reinos puesta la
mira sólo en volverse ricos a costa de infinitas vidas de indios,
que dejan muertos en sus tratos y ganancias inhumanas".
Todos esos abusos provocaron la despoblación del Perú, según los propios
testimonios españoles: para ejemplo, bastará consignar el del Marqués
de Oropesa, quien escribió: "Nadie de los que han estado en estas
provincias del Perú ignora la prisa con que se van acabando los indios
en ellas; esto se echa de ver también en los llanos, que en cuatrocientas
leguas que hay, no hay hoy cuatro mil tributarios ; y el repartimiento
de Chincha, que es de Su Majestad, donde había 100,000 y más, no hay
hoy 200".
Espantosa realidad que conoció perfectamente la corona, pues el emperador
Felipe III llegó a escribir lo siguiente: "Nos somos informados
que en esas provincias se van acabando los indios naturales de ellas,
por los malos tratamientos que sus encomenderos les hacen, que habiéndose
disminuido tanto los dichos indios, en algunas partes falta más de
la tercera parte; se elevan las tasas por entero, que están peor que
esclavos, y como tales se hallan muchos vendidos y comprados de unos
encomenderos a otros; y algunos son muertos a coces, y hay mujeres
que mueren y revientan con las pesadas cargas; y a otras, y a sus
hijos, les hacen servir en granjerías, y duermen en los campos, y
allí paren y crían mordidas de sabandijas ponzoñosas; y mucho se ahorcan,
y otros toman yerbas venenosas; y las madres que matan a sus hijos
en pariendo, lo que dicen es que lo hacen para librarlos de los trabajos
que ellas padecen".
Tal fue el terror al trabajo forzado de las mitas que no pocos indios,
trastornados por tanto padecimiento, terminaron prostituyendo a sus
esposas, hermanas e hijas, con tal de eludir ese infierno. Así lo
denunció una crónica franciscana fechada en 1630: "empeñan, alquilan
sus mujeres e hijas a los mineros, a los soldados y mestizos, a cincuenta
y a sesenta pesos, por verse libres de la mina... alquilan los indios
a sus hijas y mujeres, y todos aquellos pueblos están llenos de mestizos
bastardos y adúlteros, testigos vivos de los estupros, adulterios
y violencia de tantos desalmados... Todo lo sufren aquellos miserables
indios considerando el modo en que trabajan". Se entiende entonces
cómo bastaron pocos años para que la población nativa disminuyera
en más de tres de sus cuartas partes.
Y se emprendió la "evangelización", entrando a tallar en ella
los doctrineros, clérigos y frailes. Tuvieron éstos como tarea primordial
la "extirpación de idolatrías", vale decir la destrucción de
los cultos religiosos que había forjado la población nativa. Lo lograron
a medias, usando la violencia en no pocos casos; pero a la postre
lo que se dio fue el sincretismo religioso, manteniéndose en gran
parte de los pobladores "cristianizados" los cultos panteístas
y la veneración de las huacas y pacarinas. Poco o nada tardaron los
doctrineros para constituirse en prominentes miembros de la clase
dominante, tal como lo denunció, escandalizado, el ya citado marqués
de Oropesa: "Los doctrineros hacen las mismas vejaciones que los
corregidores, y con mucha más insolencia, tanto que me consta de cosas
que sólo en tiempo de Cazalla se podía hacer, y que por no ofender
los castos oídos de quien esto leyere, se calla... Es lo mismo sacar
a un fraile de un convento y enviarlo a una doctrina que a un caballo
de una caballería y soltarlo con un hato de yeguas. Para decirlo en
una palabra: las doctrinas de los frailes son la relajación de las
órdenes y el fundamento de muchas afrentas a Dios".
Testimonio que luego corroboraría el coronel José González de Navarra
y Montoya, quien mencionó "que no había visto en los curas del
Perú la religión que predicaban; que eran ricos, idiotas y opresores,
que se ordenaban por necesidad y se daban comúnmente a los vicios,
arrancando a la fuerza a los indios sumas de dinero a título de derechos
y utilidades parroquiales, y apoderándose de sus tierras, ganados,
vestidos y hasta vendiéndole los hijos".
Fue Francisco de Toledo, el virrey organizador de la explotación de
las mayorías nativas del Perú, quien introdujo las tristemente célebres
reducciones, "una de las disposiciones coloniales más violentas
contra el poblador andino..., en virtud de las cuales se agrupó en
grandes poblados a los indígenas acostumbrados desde antiguo a una
vida fundamentalmente rural, con la finalidad de facilitar la cobranza
del tributo, el trabajo obligatorio en las minas, las tareas propias
de la evangelización y para ejercer un mayor control sobre poblaciones
antes muy dispersas. Esto significó el abandono de las tierras cultivadas,
con sus obvias consecuencias de hambre y mortalidad".
Por ello, desde un principio, las reducciones hallaron la resistencia
de los indios, para quienes resultó doloroso abandonar sus ancestrales
querencias, y muchos prefirieron la muerte a ser reducidos. Se fundaron
las reducciones juntando por la fuerza de cuatrocientos a quinientos
individuos en cada una, asignándoles uno o dos doctrineros encargados
de trastocar sus mentalidades. Varias de esas reducciones fueron de
efímera existencia, al punto que el virrey Luis de Velasco informaba
a principios del siglo XVII que los indios, "por evadirse de los
trabajos y vejaciones que padecen en sus pueblos, se ausentan y huyen
y se ocultan en sus chácaras, montes y quebradas, de donde ha resultado
la desolación de sus reducciones, de tal manera que del Cuzco para
arriba todas están solas y desamparadas, de que se ha seguido no haber
de quien cobrar las tasas pertenecientes a Su Majestad y a sus encomenderos,
ni gente que acuda a las mitas de Potosí ni a otros servicios y lo
peor es que no son adoctrinados, antes es común opinión que vuelven
a sus idolatrías". En otras palabras, el poblador andino no soportó
indolente la dominación.
Respecto a los corregidores, se les designó para "corregir"
los abusos que se cometían contra los indios; sucedió al revés, pues
rápidamente devinieron también explotadores, y de los más crueles.
Los mismos llamados a hacer cumplir las leyes fueron los que más las
incumplieron, amparados en el poder que les daba sentirse miembros
de la clase dominante. No existió norma alguna que controlase sus
acciones y con tal marco se convirtieron en el terror de las poblaciones
nativas. Al respecto, el oidor Juan de Matienzo anotó que "fueron
ellos peores que ninguno", opinión que compartió el marqués de
Oropesa para quien "un ladrón público es un corregidor, que no
sirve más que para quitar al indio la hacienda, la hija y la mujer".
Esos testimonios del siglo XVI fueron corroborados crudamente por
el de Salinas y Córdova en el XVIII: "Bástábales a los miserables
indios, para que todos se acabasen sin que quedase ninguno en breves
años, las calamidades que pasan con los corregidores... que acaban
y van acabando, pues en lugar de hacer justicia sólo buscan de tratar
y contratar, de vender y comprar, de emplear y reemplear, de enviar
forzados a los indios a cien leguas y doscientas, sacándolos de sus
pueblos y reducciones, y naturaleza, por varios destemples, consintiendo
que lleven sus mujeres, hijos y familia, porque así caminan, y de
que les hilen y tejan la ropa de abasca y de cumbi en mucha cantidad,
no pagándoles lo justo, con que apenas se pueden sustentar, con que
dejan de acudir a sus casas, tierras y sementeras... Y finalmente
les hacen tantas y tan extraordinarias vejaciones y malos tratamientos
por la insaciable codicia de la plata, que son los verdugos y enemigos
mayores que tienen".
De alguna forma, los corregidores sustituyeron a los curacas, pero
éstos continuaron existiendo, como mediadores entre los españoles
y la masa campesina," convertidos –como explicara Emilio Choy-
en reclutadores y mandoncillos , (y) simples funcionarios educados
para acatar lo que los corregidores ordenaban".
Hasta entrado el siglo XVII la mayoría de los curacas colaboró con
los españoles, creyendo ingenuamente en la recuperación de la autonomía
que perdieran a manos de los Inkas. Al cabo se vieron degradados,
aunque a cambio de su sumisión se les otorgó algunas prebendas y privilegios,
para que sirvieran en la recolección del tributo y reclutamiento de
mitayos. Es posible que muchos fuesen así prostituidos, acostumbrándose
al sistema; y hubo casos en que el tránsito se presentó en extremo
patético, según refiere Salinas y Córdova: "Habiendo llegado al
valle de Jauja un indio, que volvía de la mina de Huancavelica a ver
a su mujer y a descansar en su tierra, halló muerta a su mujer ya
los dos hijuelos de cuatro a seis años de edad en casa de una tía
suya. Llegó tras él el curaca y queriéndole llevar otra vez a la mina
le dijo: ‘Bien sé que te hago agravio, pues acabas de salir del socavón
y te hallas viudo y con los hijos que sustentar, flaco y consumido
del trabajo que has pasado, pero no puedo más, porque no hallé indios
para integrar la mita, y si no cumplo el número me quemarán, acogotarán
y me beberán la sangre; duélete de mí y volvamos a la mina’. Respondióle
el indio al curaca: ‘Tú eres el que no te dueles de tu sangre, pues
viéndome tocado del polvillo, y con estos dos hijuelos que sustentar,
sin tierras que sembrar, ni ropa con que vestirles, me haces tal agravio’.
Y no aprovechando con el curaca la razón y la justicia de este indio,
cogió sus dos hijuelos y los sacó una legua del pueblo, y besandolos
tiernamente, diciéndoles que los quería librar de los trabajos que
él pasaba, sacando dos cordeles se los puso en las gargantas, y hecho
verdugo de sus propios hijos los ahorcó de un árbol, y sacando luego
que llegó el cura con un curaca, un cuchillo carnicero, se lo clavó
por la garganta entregando el alma a los demonios por verse libre
de la opresión en las minas. Y lo mismo hacen las madres porque en
pariendo varones, los ahogan". Tal fue, pues, el saldo de la genocida
conquista hispana. Para las grandes mayorías del Perú se inició entonces
la época del caos, la explotación y la desdicha. En ese tiempo es
donde nace el desencuentro racial y otros traumas que aún hoy priman.
Pero en la base de la pirámide social subsistieron los ayllus, las
comunidades indias, debilitados sí, pero reactivando principios colectivistas
que le permitirían una supervivencia secular. Y no se crea que el
poblador nativo soportó indolente la opresión. Nada más falso que
aquella letra según la cual "el peruano oprimido largo tiempo en
silencio gimió". Todo lo contrario: valido de diversos mecanismos,
el poblador nativo puso de manifiesto su rebeldía, teniendo ella su
punto culminante en la revolución de los Túpac Amaru.
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