La tortura ...

La tortura, como el asesinato, es una vieja práctica del mundo. No es de hoy que Caín mate a Abel. Tampoco es de hoy que Caín, antes de matar a Abel, se complazca en martirizarlo o, como se decía en la Edad Media, en hacerle morir "entre atroces espasmos". Es natural que, en una historia de los suplicios, la tortura se acompañe frecuentemente con la ejecución capital. Pero no siempre estas dos macabras instituciones han funcionado en tándem. No es necesario que la tortura concluya en ejecución. Muchas veces se limita a inflingir tormentos corporales. Arrancar la lengua a un blasfemo, cortarle las manos a un ladrón, sacarle los ojos a un espía, romper los huesos a un calumniador, no significa matar. Significa sólo hacer sufrir. La ocasión se aprovecha como lección, ejemplo y advertencia.

En lo que se refiere a proporcionar tormento al prójimo, el hombre ha demostrado siempre tener una gran imaginación, Sus hallazgos, sus invenciones son semejantes a las exaltaciones de los poetas al cantar las delicias y las penas del amor.

En la Edad Media, a un panadero que sisara en el peso del pan le sobrevenían grandes desgracias. En nuestra época, estas cosas son simples bagatelas sin interés. Todo comienza por un inspector y todo termina con una multa y, a lo sumo, con cerrar el establecimiento durante una semana. Pero, en los llamados siglos oscuros, por esa misma bagatela lo que se hacía no era cerrar el establecimiento, sino romper las vértebras del tahonero, hastta que quedasen hechas pedazos. Lo que al pobre le esperaba era el suplicio de la "sacudida".

La "sacudida"

La operación se llevaba a cabo con medios rudimentarios, los que proporcionaba la técnica del tiempo: una cuerda, una garrucha o polea y, naturalmente, la mano de obra: el verdugo. El paciente, con las manos atadas a la espalda, era suspendido de una cuerda que colgaba de la garrucha y elevado a una cierta altura. Luego, a una señal del juez, se soltaba de golpe. El desgraciado caía hasta un palmo del suelo. Así varias veces. La estipa dorsal y las vértebras primero crujían, luego se dislocaban y, al final, se amontonaban. Maltrecho, destrozado, el hombre era restituido a su horno y condenado a una escoliosis perenne. Podía suceder que, en el transcurso de este columpiamiento, de tanto subir y bajar, el vientre reventara y se salieran las vísceras. Entonces, ya se supone, sobrevenía la muerte. Produce escalofríos.

La dinamita

Hoy, leyendo estas cosas, no podemos dejar de condenar semejantes crueldades. Y exclamamos: ¡Auqella bárbara Edad Media! Y suspiramos: ¡Vendrán los siglos de oro, los siglos de la civilización y el progreso: vendrá la Revolución Francesa; cendrá Robespierre! ¿Y cómo no? Vinieron todos efectivamente. Vinieron los siglos de oro, de la civilización, de la ilustración, de la razón.

Vinieron Robespierre y la Revolución Francesa, vinieron los progresos de la ciencia, vinieron los siglos de las grandes invenciones: el tre, la electricidad. Pero, con ellos, vinieron también las "mejores" técnicas de la tortura. En el curso de la última guerra mundial, algunos prisioneros, caídos en manos del enemigo, fueron sometidos a interrogatorios.

Como los capturados no parecían dispuestos a hablar, el enemigo, con el fin de impresionarles, quiso dar un ejemplo. Fue elegido un prisionero. Le fueron introducidas pequeñas cargas de dinamita en el ano, que se hicieron explotar eléctricamente...

¿De dónde viene la tortura y por qué se tortura al prójimo?

Primero, se trata de saber de dónde viene este hábito de hacer sufrir y gritar al prójimo. Pues bien, de serios estudios llevados a cabo por especialistas en la materia, se deduce que esta bella costumbre procede, de tiempos remotísimos, del lejano Oriente. Parece que la tortura es el producto inevitable de cierto concepto de Estado centralizado y autoritario, del que Asia dio al mundo los primeros modelos. Cuando decimos Asia, el pensamiento corre inmediatamente a China. Y, cuando decimos China, es sabido que el pensamiento corre, por un extraño reclamo, a la tierra considerada la patria natural del suplicio.

Es verdad que entre los antiguos chinos estaba en vigor, como pena corporal, el cortar los pies. Pero también es cierto que esta pena podía ser perdonada mediante pago. Lo que demuestra, por lo menos, que la sociedad en que vivían estaba fundamentada sobre el dinero. ¿Por qué se tortura?

La respuesta no es tan sencilla como se cree. No hay duda de que la tortura ha nacido con el hombre, y sólo con el hombre. No es un descubrimiento que satisfaga: despues de todos los estudios e investigaciones que se han hecho sobre los animales, todavía no se ha descubierto, salvo error u omisión, que rija entre las bestias la costumbre de torturarse. El animal mata a su presa, pero no se complace en hacerla sufrir. No lo hace porque el suplicio exige razones, y la bestia carece de ellas. Pero el hombre sí la tiene. ¿Cuáles son estas razones?

Ante todo está la "razón de justicia". No hay necesidad de explicarla. Ha sido cometido un delito. Hay un encausado que no quiere confesar y unos testigos que no están dispuestos a decir nada. Entonces, para desatar a todos la lengua, y no la intención de conocer la verdad, el juez ordena que sean sometidos a tormentos corporales. El juez, más o menos le diría lo siguiente:

"Mira, dentro de poco serás llamado a rendir testimonio; pero como tú eres hombre, y los hombres, por naturaleza, tienen tendencia a mentir, y nosotros queremos sólo la verdad, y tú dirás la verdad únicamente si te ves obligado, nos vas a permitir que te aclaremos las ideas, ¿verdad?". Lo entregaban al verdugo y éste le hacía gritar bajo los hierros candentes durante unos veinte minutos.

Después de la "razón de justicia" o "razón judiciaria" está, para justificar la tortura, la "razón de Estado". Si necesitan ciertas informaciones y el prisionero, el único que puede proporcionarlas, es sometido a tortura. "¿Cuántos son?, ¿cuántos a caballo? ¿Dónde están alineados? ¿Cuántos atacarán?". Sepa o no sepa, el infeliz es obligado a hablar.

Existen, naturalmente otras "razones". La tortura-ejemplo. ¿Un hombre ha robado? Se le cortan las manos: aprenderá a no robar. Y, en efecto, no robará más.

Las comadres enredadoras

Había un castigo cruel para ellas, y curioso. Se les aplicaba sobre los labios un huerro especial que le impedía hablar, y de este modo, con una cuerda atada al cuello, eran conducidas por sus maridos a través de las calles de la ciudad, preferiblemente despues de misa mayor.

Las monjas ursulinas

En los últimos meses del año 1609, dos monjas de la orden de las ursulinas, de Aix, en Francia, son presa de convulsivos espasmos. La primera es una muchacha de diecinueve años, Magdalena de Mandol, hija de un gentil hombre; la segunda, Luisa Capeau, de origen humilde. Durante algunas violentas crisis, las dos religiosas de declararon poesíadas por el demonio y acusaron a un cura de Marsella, llamado Luid Gauffridi, párroco de Accoules, de haberlas seducido, Las sos monjas habían conocido efectivamente en Marsella al cura de Accoules, un sacerdote joven todavía, de aspecto agradable y distinguido, un poco insinuante y mundano. Parace ser que las dos obsesas se habían enamorado de él y que, al no ser correspondidas, quisieron vengarse. El hecho es que, en ese momento, terminan la vida de un cura y comienza la historia de un mártir.

Sometido a suplicios y humillaciones de todo género, Gaufridi expira sobre la hoguera. El histerismo, como el sadismo, explica una buena parte de los sufrimientos que unos hombres proporcionan a otros. "A las mujeres -decía un filósofo chino-, maltratadlas, fustigadlas e incluso matadlas; pero no las hagáis llorar; son peligrosas". "A los hombres -decían en cambio los romanos-, condenadlos a morir, perseguidlos, pero no los aburráis: se convertirán en enemigos".

La ejecución de Damiens

Que un hombre sea condenado a muerte no sorprende. En todas las época de la historia, incluso en las más civilizadas y preclaras, se han sentenciado y cumplido penas capitales. Que un hombre sea sometido a tortura tampoco asombra. Después de todo, la tortura era una práctica, digamos jurídica, si no incondicionalmente aceptada, tolerada.

Lo que maravilla en este siglo de los maquillajes y de la cortesía, es el modo brutal, feroz, inhumano en que un hombre martirizado y, hay que fijarse bien en esto, no en el interior de una celda, sino en medio de un plaza, ante todo un pueblo enardecido. ¿Qué significa esto? Sencillamente, que la ferocidad es ocmo un volcán que duerme en los instintos más profundos de la humanidad: puede entrar en erupción de un momento a otro, a despecho de las previsiones de los expertos y de las conquistas, llamadas morales, de la civilización. De una abertura ocasional en el carácter apagado, pueden surgir de improviso las llamas de la ferocidad.

Después de los campos de exterminio de los alemanes y de las "purgas" rusas en pleno siglo XX, no hay una razón mása para ser pesimistas; pero hay una razón menos para ser optimista. ¿Quién era Damiens? Roberto Francisco Damiens (nacido en 1715) había llevado una vida bastante interesante y, bien mirado, bastante afortunada. A los cuarenta y dos años, Damiens era lo que hoy podríamos definir como un "play boy". Hombre de modales insinuantes y seductores, había alcanzado la gracia y la intimidad de personas inflyentes, de hombres políticos y de mujeres galantes, de quienes se había convertido en consejero y confidente.

Tal vez instigado por alguien, que quería para su fortuna la gracia del rey, o quizá porque de pronto se le subió a la cabeza la idea de creerse predestinado por Dios, el hecho es que un día Damiens se creyó en el derecho y en el deber de dar a su rey, el inefable Luis XV, un aviso particular, lo que los entendidos llamaban una "advertencia de sangre".

Con la hoja de un portaplumas, hizo un rasguño en el costado de su soberano, mientras éste estaba subiendo en su carroza. Era la tarde del 5 de enero de 1757. En aquel día, mejor dicho, en aquella tarde, se inicia el calvario de sufrimientos de toda especie para el pobre Damiens. Apresado inmediatamente por la guardia, lo arrojaron a una celda, donde fue sometido a una primera tortura, la de la llamada "bota".

Para quien no lo sepa, diremos que la bota era un instrumento para fracturar los tobillos, Se metía el pie del condenado en una bota de hierro y, en los espacios libres se introducían, a martillazos, cuñas candentes hasta hacer astillas los miembros. Damiens sufrió con valor esta primera tortura. No contentos, los verdugos le proporcionaron un suplemento: le arrancaron la carne de las piernas con hierros candentes, luego, le pusieron los pies sobre el fuego. Después fue arrastrado y abandonado en otra celda, estrechísima y casi sin oxígeno, a fin de que sufriese todos los tormentos de una respiración angustiosa, además de la sed y el hambre.

Llegó el día del proceso: 26 de marzo de 1757. Atado como una bestia en un saco de cuero, fua arrojado a los pies de los jueces. Reconocido culpable de lesa majestad, Damiens fue condenado a hacer "honorable enmienda" a la puerta de una iglesia de París, donde le condujeron "mediante carro, en camisa". Allí debía pedir perdón a Dios, al rey y a la justicia. Asó lo quería la rutina. Saldar las cuentas con Dios es fácil; Dios, como se sabe, es misericordioso, y basta un acto de contricción, dicho con sinceridad de corazón, para aplacar su enojo. Lo difícil es saldar cuentas con la justicia terrena, la cual exige la observancia estricta e implacable de su protocolo atormentador y vengativo.

He aquí lo que la justicia terrena exigía del pobre Damiens, para quedar satisfecha (como resulta de la disposición de la sentencia). Primero: que el condenado fuese trasladado a la plaza de Gréve y que allí, después de haber sido levantado un patíbulo para él, fuese "atenazado" por el pecho, los brazos, los músculos y las pantorrillas. Segundo: que su mano derecho, responsable material del atentado, fuese obligada a empuñar un cuchillo, y que después fuese quemada con "fuego de azufre". Tercero: que sobre las partes anteriormente "atenazadas", se vertiera plomo fundido, aceite hirviendo, pez resinosa y cera y azufre fundidos juntos. Cuarto: que, a continuación, su cuerpo fuera "tirado y desmembrado por cuatro caballos". Quinto y último: que sus miembros "fueran consumidos por el fuego, reducidos a cenizas y lanzados al viento".

Todo fue puntualmente cumplido. Las complicaciones sufrieron únicamente en el número cuatro, en el descuartizamiento. La macabra operación tuvo lugar ante una excitada multitud. El "espectáculo" duró más de lo previsto. El condenado, reducido ya a pedazos, no se decidía a morir. Por tres veces cayeron los caballos. Los miembros del desgraciado Damiens no se dejaban arrancar. Llegó un momento en que la visión de aquel amasijo de carne hacía helar la sangre. Los brazos y las piernas se habían alargado desmesuradamente. El hombre respiraba todavía. Un médico confundido entre la multitud gritó: "Dadme un cuchillo". "¿Para qué?", le preguntaron. "Hay que cortar los haces de nervios de los miembros. Debemos facilitar el trabajo a esas pobres bestias". Cientos, miles de voces pidieron un cuchillo. Pero allí no había ninguno. La plaza era presa de una confusión indescriptible; una forma de histerismo colectivo se había apoderado de la multitud: unos corrían, otros gritaban. En aquella barahúnda, el único que conservó la sangre fría fue el ayudante del verdugo, el cual tomó un hacha y deshizo los haces de nervios de las axilas y de las piernas de aquel cuerpo martirizado.

Relata un testigo: "Cuando los caballos se pusieron en movimiento, lo primero que se desprendió fue un muslo, después otro, luego un brazo. Damiens respiraba todavía. Finalmente, en el momento en que los caballos se pararon, retenidos por el único miembro que quedaba, sus párpados se levantaron, su mirada se dirigió hacia el cielo, y aquel tronto halló la muerte. Quedaba por cumplir la última operación: reducir a cenizas los pobres restos y lanzarlos al viento. Al acercarse los ayudantes del verdugo para recogerlos, notaron que los cabellos del paciente, todavía negros cuando llegó a la plaza de Gréve, se habían vuelto blancos". Estamos en 1757.

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