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Julio Cesar Luzzatto




Julio Cesar Luzzatto

Julio César Luzzatto nació en Salta el 9 de Agosto de 1915, y reside desde hace ya muchos años en la ciudad de Buenos Aires. La obra del poeta fue editada íntegramente en Salta en 1984 por la Dirección de Cultura de la Provincia, encontrándose actualmente agotada.

SIN RETRATO




Aquí donde el libro se abre,

debió estar, como se impone,

con el negror de sus barbas

y el oro de sus galones.

No está porque su figura

entró con él a la noche.

Partió sin dejar retrato,

por lo cual no es menos prócer.

Se descuidó de su luz,

de su imán y de su porte.

¿El incendio y el torrente

sueñan en ser medallones?

Para dibujar la estampa

del Güemes que hoy se conoce,

los pinceles escucharon

la voz antigua del monte.

Orillaron la memoria

del cerro que fue su molde,

la de los fuegos agrestes

y las guitarras insomnes.

Alguna lanza olvidada

también arrimó sus voces,

y el viento que anda sin rostro,

sin edad y sin colores.

Se olvidó de su retrato,

pero dejó sus acciones,

donde se lo ve como era

al resplandor de su nombre.

Trajinante como el río,

que hasta duerme en el galope,

la guerra no le dió tiempo

de posar ante pintores.




II




SALTA




Cóncava como el amor,

la modela una quebrada,

en un clima que dibujan

golondrinas demoradas.

Para cantarla no quedan

cuerdas de oro ni de plata,

cuando es el Himno Argentino

quien para siempre la canta.

Estirpe india y española,

tuvo por cuna una fragua,

pues fue quemada dos veces

y fue tres veces fundada.

Como lindero, hacia fuera,

es primera en la batalla;

y por lindero, hacia dentro,

ha de ser la más lejana.

Como la perla, en su valle,

antigua y nueva se engarza,

que en ella, como en la perla,

el pie del tiempo resbala.

Esta calle, por ejemplo,

está como antes estaba.

Hace dos siglos que late

el aldabón de esta casa.

Don Gabriel Güemes Montero,

que es Magistrado de España,

lleva a su hijo Martín

al campo de la Tablada.

Es un español el viejo

con dos nudos en su raza,

por ser español y vasco

a fe de su escudo de armas.

Pronto a partir está el niño

hacia el Río de la Plata,

como soldado del Rey,

para orgullo de su casa.

Se agregan a despedirlo

sus hermanos y su hermana,

y esa doña Magdalena,

la madre de recia estampa.

Como hija de un general,

besa al niño de su pasta,

que en la edad de los juguetes

decide tomar espada.

Oyen misa en San Francisco,

que por cierto es misa de alba.

Están dialogando afuera

los gallos y las campanas.

Un burrito leñatero

por el empedrado avanza.

Ceniza de la pelambre

donde el ojo es una brasa.

Una dama de altas formas

va por la acera de lajas.

Con su muralla de seda

el miriñaque la ampara.

La saluda un caballero,

frac azul y medias altas,

y una mulata vocea

sus claveles y empanadas.

Aparece un capitán

que suele teñir sus canas

con el barro y la humareda,

en luchas contra la indiada.

Lo sigue un tardo lebrel,

pelo negro, orejas gachas,

con aire de haber andado

también en esas batallas.

Cuando salen de la iglesia,

ya el carruaje los aguarda,

con lo que ha sido dispuesto

para el niño en las petacas.

Esa manta de vicuña

en cuya dorada trama

va un poco de sol norteño

para el frío de la pampa.

El arrope y la chalona,

la miel y el queso de cabra,

y ese dulce de cayote

que sólo fabrica Salta.

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III

LA PARTIDA




Prontas están para el viaje

las carretas entoldadas,

junto al cerro San Bernardo

que ya echó el sol de su espalda.

Viajeros, muchos viajeros

trajinan y se preparan;

las mujeres con rosarios,

los hombres con grandes armas;

que entre Salta y Buenos Aires

hay medio año de jornada.

Para ese viaje tan largo

por cerros, montes y pampas,

los bueyes en cuatro yuntas

amasan toda su calma.

Entre lágrimas y ruegos

la despedida se alarga.

Que se guarde de los fríos,

que lo esperan en la Pascua.

Este que encarga un espejo,

aquél una porcelana,

y quien pide simplemente

que le lleven una carta.

Las carretas han partido

aunque en alejarse tardan.

Robando viaje en los ejes

unos grillos se delatan.

Un revuelo de palomas

el campo de la Tablada

ha de ver por largo rato

en los pañuelos que se alzan.

Será el último en borrarse

el pañuelo de Macacha,

y Martín mira de lejos

el saludo de su hermana.

Y cuando ve que el pañuelo

pliega en el aire sus alas,

sabe que en esa blancura

desaparece la infancia.



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