1.
Queridos amigos que hab�is recorrido con toda clase de medios
tantos y tantos kil�metros para venir aqu�, a Roma, a las tumbas
de los Ap�stoles, dejad que empiece mi encuentro con vosotros
plante�ndoos una pregunta: �Qu� hab�is venido a buscar? Est�is
aqu� para celebrar vuestro Jubileo, el Jubileo de la Iglesia joven.
El vuestro no es un viaje cualquiera: Si os hab�is puesto en camino
no ha sido s�lo por razones de diversi�n o de cultura. Dejad que
os repita la pregunta: �Qu� hab�is venido a buscar?, o mejor, �a
qui�n hab�is venido a buscar?
La respuesta no
puede ser m�s que una: �hab�is venido a buscar a Jesucristo! A
Jesucristo que, sin embargo, primero os busca a vosotros. En efecto,
celebrar el Jubileo no tiene otro significado que el de celebrar y
encontrar a Jes�s, la Palabra que se hizo carne y vino a habitar
entre nosotros.
Las palabras del Pr�logo
de San Juan, que acaban de ser proclamadas, son en cierto modo su
"tarjeta de presentaci�n". Nos invitan a fijar la mirada
en su misterio. Estas palabras son un mensaje especial dirigido a
vosotros, queridos j�venes: "En el principio exist�a la
Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella
estaba en el principio con Dios" (Jn 1,1-2).
Al hablar de la
Palabra consustancial con el Padre, de la Palabra eterna engendrada
como Dios de Dios y Luz de Luz, el evangelista nos lleva al coraz�n
de la vida divina, pero tambi�n al origen del mundo. En efecto, la
Palabra est� en el comienzo de toda la creaci�n: "Todo se
hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn
1,3). Todo el mundo creado, antes de ser realidad, fue pensado y
querido por Dios con un eterno designio de amor. Por tanto, si
observamos el mundo en profundidad, dej�ndonos sorprender por la
sabidur�a y la belleza que Dios le ha infundido, podemos ya ver en
�l un reflejo de la Palabra que la revelaci�n b�blica nos desvela
en plenitud en el rostro de Jes�s de Nazaret. En cierto modo, la
creaci�n es una primera "revelaci�n" de �l.
2. El anuncio del
Pr�logo contin�a as�: "En ella estaba la vida y la vida era
la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las
tinieblas no la vencieron" (Jn 1,4-5). Para el
evangelista la vida es la luz, y la muerte - lo opuesto a la vida -
son las tinieblas. Por medio de la Palabra surgi� toda vida en la
tierra y en la Palabra encuentra su cumplimiento definitivo.
Identificando la
vida con la luz, Juan tiene tambi�n en cuenta esa vida particular
que no consiste simplemente en las funciones biol�gicas del
organismo humano, sino que brota de la participaci�n en la vida
misma de Cristo. El evangelista dice: "La Palabra era la luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn
1,9). Esa iluminaci�n le fue concedida a la humanidad en la
noche de Bel�n, cuando la Palabra eterna del Padre asumi� un
cuerpo de Mar�a Virgen, se hizo hombre y naci� en este mundo.
Desde entonces todo hombre que mediante la fe participa en el
misterio de ese acontecimiento experimenta de alg�n modo esa
iluminaci�n.
Cristo mismo,
present�ndose como luz del mundo, dir� un d�a: "Mientras ten�is
la luz, creed en la luz, para que se�is hijos de luz" (Jn
12,36). Es una exhortaci�n que los disc�pulos de Cristo se
transmiten de generaci�n en generaci�n, buscando aplicarla a la
vida de cada d�a. Refiri�ndose a esta exhortaci�n San Pablo
escribir�: "Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la
luz consiste en toda bondad, justicia y verdad (Ef 5,8-9).
3. El centro del Pr�logo
de Juan es el anuncio de que "la Palabra se hizo carne y puso
su Morada entre nosotros" (Jn 1,14). Poco antes el
evangelista hab�a dicho: "Vino a su casa, y los suyos no la
recibieron. Pero a todos los que la recibieron, les dio poder de
hacerse hijos de Dios" (Jn 1,11-12). Queridos j�venes,
�est�is vosotros entre los que han acogido a Cristo? Vuestra
presencia aqu� ya es una respuesta. Hab�is venido a Roma, en este
Jubileo de los dos mil a�os del nacimiento de Cristo, para acoger
dentro de vosotros su fuerza de vida. Hab�is venido para volver a
descubrir la verdad sobre la creaci�n y para asombraros nuevamente
por la belleza y la riqueza del mundo creado. Hab�is venido para
renovar en vosotros la conciencia de la dignidad del hombre, creado
a imagen y semejanza de Dios.
"Y hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo �nico,
lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Un fil�sofo
contempor�neo ha subrayado la importancia de la muerte en la vida
humana, llegando a calificar al hombre como "un
ser-para-la-muerte". El Evangelio, por el contrario, pone de
relieve que el hombre es un ser para la vida. El hombre es llamado
por Dios a participar de la vida divina. El hombre es un ser llamado
a la gloria.
Estos d�as, que
pasar�is juntos en Roma en el �mbito de la Jornada Mundial de los
J�venes, os tienen que ayudar, a cada uno de vosotros, a ver m�s
claramente la gloria que es propia del Hijo de Dios y a la cual
hemos sido llamados en �l por el Padre. Por eso es necesario que
crezca y se consolide vuestra fe en Cristo.
4. Esta fe es la
que deseo profesar ante vosotros, amigos j�venes, ante la tumba del
Ap�stol Pedro, al cual el Se�or ha querido que sucediera como
Obispo de Roma. Hoy yo en deseo deciros, el primero, que creo
firmemente en Jesucristo Nuestro Se�or. S�, yo creo y hago m�as
las palabras del Ap�stol Pablo: "La vida que vivo al presente
en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me am� y se
entreg� a s� mismo por m�" (Gal 2,20).
Recuerdo c�mo
desde ni�o, en mi familia, aprend� a rezar y a fiarme de Dios.
Recuerdo el ambiente de la parroquia, San Estanislao de Kostka, que
yo frecuentaba en Debniki, Cracovia, dirigida por los padres
Salesianos, de los cuales recib� la formaci�n fundamental para la
vida cristiana. Tampoco puedo olvidar la experiencia de la guerra y
los a�os de trabajo en una f�brica. La maduraci�n definitiva de
mi vocaci�n sacerdotal surgi� en el per�odo de la segunda guerra
mundial, durante la ocupaci�n de Polonia. La tragedia de la guerra
dio al proceso de maduraci�n de mi opci�n de vida un matiz
particular. En ese contexto se me manifestaba una luz cada vez m�s
clara: el Se�or quiere que yo sea sacerdote. Recuerdo conmovido ese
momento de mi vida cuando, en la ma�ana del uno de noviembre de
1946, recib� la ordenaci�n sacerdotal.
Mi Credo
contin�a con mi actual servicio a la Iglesia. Cuando, el 16 de
octubre de 1978, despu�s de ser elegido para la Sede de Pedro, se
me dirigi� la pregunta: "�Aceptas?", respond�:
"Obedeciendo en la fe a Cristo, mi Se�or, confiando en la
Madre de Cristo y de la Iglesia, a pesar de las grandes
dificultades, acepto" (Redemptor hominis, 2). Desde
entonces trato de desempa�ar mi misi�n encontrando cada d�a la
luz y fuerza en la fe que me une a Cristo.
Pero mi fe, como la
de Pedro y como la de cada uno de vosotros, no es s�lo obra m�a,
adhesi�n m�a a la verdad de Cristo y de la Iglesia. La fe es
esencialmente y ante todo obra del Esp�ritu Santo, don de su
gracia. El Se�or me concede, como tambi�n hace con vosotros, su
Esp�ritu que nos hace decir "Creo", sirvi�ndose tambi�n
de nosotros para dar testimonio de �l por todos los lugares de la
tierra.
5. Queridos amigos,
�por qu� al comenzar vuestro Jubileo he querido ofreceros este
testimonio personal? Lo he hecho para aclarar que el camino de la fe
pasa a trav�s de todo lo que vivimos. Dios act�a en las
circunstancias concretas y personales de cada uno de nosotros: a
trav�s de ellas, a veces de manera verdaderamente misteriosa, se
presenta a nosotros la Palabra "hecha carne", que vino a
habitar entre nosotros.
Queridos j�venes,
no permit�is que el tiempo que el Se�or os concede transcurra como
si todo fuese casualidad. San Juan nos ha dicho que todo ha sido
hecho en Cristo. Por tanto, creed intensamente en �l. �l gu�a la
historia de cada persona y la de la humanidad. Ciertamente Cristo
respeta nuestra libertad, pero en todas las circunstancias gozosas o
amargas de la vida, no cesa de pedirnos que creamos en �l, en su
Palabra, en la realidad de la Iglesia, en la vida eterna.
As� pues, no pens�is
nunca que sois desconocidos a sus ojos, como simples n�meros de una
masa an�nima. Cada uno de vosotros es precioso para Cristo, �l os
conoce personalmente y os ama tiernamente, incluso cuando uno no se
da cuenta de ello.
6. Queridos amigos,
proyectados con todo el ardor de vuestra juventud hacia el tercer
milenio, vivid intensamente la oportunidad que os ofrece la Jornada
Mundial de la Juventud en esta Iglesia de Roma, que hoy m�s que
nunca es vuestra Iglesia. Dejaos modelar por el Esp�ritu Santo.
Haced la experiencia de la oraci�n, dejando que el Esp�ritu hable
a vuestro coraz�n. Orar significa dedicar un poco del propio tiempo
a Cristo, confiarse a �l, permanecer en silenciosa escucha de su
Palabra y hacerla resonar en el coraz�n.
En estos d�as,
como si fuera una gran semana de Ejercicios Espirituales, buscad
momentos de silencio, de oraci�n, de recogimiento. Pedid al Esp�ritu
Santo que ilumine vuestra mente, suplicadle el don de una fe viva
que d� para siempre un sentido a vuestra vida, centr�ndola en Jes�s,
la Palabra hecha carne.
Que Mar�a Sant�sima,
que engendr� a Cristo por obra del Esp�ritu Santo, Mar�a Salus
Populi Romani y Madre de todos los pueblos; que los santos Pedro y
Pablo y todos los dem�s Santos y M�rtires de esta Iglesia y de
vuestras Iglesias os acompa�en en vuestro camino. |