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Homil�a de Juan Pablo II en la Misa de Clausura de la XV Jornada Mundial de la Juventud � Tor Vergata, Roma 20 de agosto del 2000

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Homil�a de Juan Pablo II en la Misa de Clausura de la XV Jornada Mundial de la Juventud � Tor Vergata, Roma 20 de agosto del 2000

Palabras del Papa en el �ngelus final de la XV Jornada Mundial de la Juventud

Discurso de Juan Pablo II en la Gran Vigilia de Tor Vergata, 19 de agosto del 2000

Rito de Acogida de los J�venes de Roma e Italia en la Plaza de San Juan de Letr�n, 15 de agosto de 2000

Rito de Acogida de los J�venes de los cinco continente en la Plaza San Pedro, 15 de agosto de 2000

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II en la Plaza San Pedro, 15 de agosto de 2000

Pablo VI a las Comunidades Neocatecumenales

1. "Se�or, �a qui�n vamos a acudir? T� tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

Queridos j�venes de la decimoquinta Jornada Mundial de la Juventud, estas palabras de Pedro, en el di�logo con Cristo al final del discurso del "pan de vida", nos afectan personalmente. Estos d�as hemos meditado sobre la afirmaci�n de Juan: "La palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros" (Jn 1,14). El evangelista nos ha llevado al gran misterio de la encarnaci�n del Hijo de Dios, el Hijo que se nos ha dado a trav�s de Mar�a "al llegar la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4).

En su nombre os vuelvo a saludar a todos con un gran afecto. Saludo y agradezco al Cardenal Camillo Ruini, mi Vicario General para la di�cesis de Roma y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, las palabras que me ha dirigido al comienzo de esta Santa Misa; saludo tambi�n al Cardenal James Francis Stafford, Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos y a tantos Cardenales, Obispos y sacerdotes aqu� reunidos; as� mismo, saludo con gran deferencia al Se�or Presidente de la Rep�blica y al Jefe del Gobierno Italiano, as� como a todas las autoridades civiles y religiosas que nos honran con su presencia.

2. Hemos llegado al culmen de la Jornada Mundial de la Juventud. Ayer por la noche, queridos j�venes, hemos reafirmado nuestra fe en Jesucristo, en el Hijo de Dios que, como dice la primera lectura de hoy, el Padre ha enviado "a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberaci�n y a los reclusos la libertad... para consolar a todos los que lloran" (Is 61,1-3).

En esta celebraci�n eucar�stica Jes�s nos introduce en el conocimiento de un aspecto particular de su misterio. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de su discurso en la sinagoga de Cafarna�m, despu�s del milagro de la multiplicaci�n de los panes, en el cual se revela como el verdadero pan de vida, el pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf. Jn 6,51). Es un discurso que los oyentes no entienden. La perspectiva en que se mueven es demasiado material para poder captar la aut�ntica intenci�n de Cristo. Ellos razonan seg�n la carne, que "no sirve para nada" (Jn 6,63). Jes�s, en cambio, orienta su discurso hacia el horizonte inabarcable del esp�ritu: "Las palabras que os he dicho son esp�ritu y son vida" (ib�d).

Sin embargo el auditorio es reacio: "Es duro este lenguaje; �Qui�n puede escucharlo?" (Jn 6,60). Se consideran personas con sentido com�n, con los pies en la tierra, por eso sacuden la cabeza y, refunfu�ando, se marchan uno detr�s de otro. El n�mero de la muchedumbre se reduce progresivamente. Al final s�lo queda un peque�o grupo con los disc�pulos m�s fieles. Pero respecto al "pan de vida" Jes�s no est� dispuesto a contemporizar. Est� preparado m�s bien para afrontar el alejamiento incluso de los m�s cercanos: "�Tambi�n vosotros quer�is marcharos?" (Jn 6,67).

3. "�Tambi�n vosotros?" La pregunta de Cristo sobrepasa los siglos y llega hasta nosotros, nos interpela personalmente y nos pide una decisi�n. �Cu�l es nuestra respuesta? Queridos j�venes, si estamos aqu� hoy es porque nos vemos reflejados en la afirmaci�n del ap�stol Pedro: "Se�or, �a qui�n vamos a acudir? T� tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

Muchas palabras resuenan en vosotros, pero s�lo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad. El momento que est�is viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especializaci�n en el estudio, la orientaci�n en el trabajo, el compromiso que deb�is asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las decisivas no se refieren al "qu�". La pregunta de fondo es "qui�n": hacia "qui�n" ir, a "qui�n" seguir, a "qui�n" confiar la propia vida.

Pens�is en vuestra elecci�n afectiva e imagino que estar�is de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla. Pero, �atenci�n! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio m�s encajado se ha de tener en cuenta una cierta medida de desilusi�n. Pues bien, queridos amigos: �no hay en esto algo que confirma lo que hemos escuchado al ap�stol Pedro? Todo ser humano, antes o despu�s, se encuentra exclamando con �l: "�A qui�n vamos a acudir? T� tienes palabras de vida eterna". S�lo Jes�s de Nazaret, el Hijo de Dios y de Mar�a, la Palabra eterna del Padre, que naci� hace dos mil a�os en Bel�n de Jud�, puede satisfacer las aspiraciones m�s profundas del coraz�n humano.

En la pregunta de Pedro: "�A qui�n vamos a acudir?" est� ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva a Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente; en efecto, est� presente sobre el altar en la realidad de su cuerpo y de su sangre. En el sacrificio eucar�stico podemos entrar en contacto, de un modo misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la fuente inagotable de su vida de Resucitado.

4. Esta es la maravillosa verdad, queridos amigos: la Palabra, que se hizo carne hace dos mil a�os, est� presente hoy en la Eucarist�a. Por eso, el a�o del Gran Jubileo, en el que estamos celebrando el misterio de la encarnaci�n, no pod�a dejar de ser tambi�n un a�o "intensamente eucar�stico" (cf. Tertio millennio adveniente, 55).

La Eucarist�a es el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. �l nos ama a cada uno de nosotros de un modo personal y �nico en la vida concreta de cada d�a: en la familia, entre los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversi�n. Nos ama cuando llena de frescura los d�as de nuestra existencia y tambi�n cuando, en el momento del dolor, permite que la prueba se cierna sobre nosotros; tambi�n a trav�s de las pruebas m�s duras, �l nos hace escuchar su voz.

S�, queridos amigos, �Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos, cuando no correspondemos a lo que espera de nosotros. �l no nos cierra nunca los brazos de su misericordia. �C�mo no estar agradecidos a este Dios que nos ha redimido llegando incluso a la locura de la Cruz? �A este Dios que se ha puesto de nuestra parte y est� ah� hasta al final?

5. Celebrar la Eucarist�a "comiendo su carne y bebiendo su sangre" significa aceptar la l�gica de la cruz y del servicio. Es decir, significa ofrecer la propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo �l.

De este testimonio tiene necesidad urgente nuestra sociedad, de �l necesitan m�s que nunca los j�venes, tentados a menudo por los espejismos de una vida f�cil y c�moda, por la droga y el hedonismo, que llevan despu�s a la espiral de la desesperaci�n, del sin-sentido, de la violencia. Es urgente cambiar de rumbo y dirigirse a Cristo, que es tambi�n el camino de la justicia, de la solidaridad, del compromiso por una sociedad y un futuro dignos del hombre.

�sta es nuestra Eucarist�a, �sta es la respuesta que Cristo espera de nosotros, de vosotros, j�venes, al final de vuestro Jubileo. A Jes�s no le gustan las medias tintas y no duda en apremiarnos con la pregunta: "�Tambi�n vosotros quer�is marcharos?" Con Pedro, ante Cristo, Pan de vida, tambi�n hoy nosotros queremos repetir: "Se�or, �a qui�n vamos a acudir? T� tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

6. Queridos j�venes, al volver a vuestra tierra poned la Eucarist�a en el centro de vuestra vida personal y comunitaria: amadla, adoradla y celebradla, sobre todo el domingo, d�a del Se�or. Vivid la Eucarist�a dando testimonio del amor de Dios a los hombres.

Os conf�o, queridos amigos, este don de Dios, el m�s grande dado a nosotros, peregrinos por los caminos del tiempo, pero que llevamos en el coraz�n la sed de eternidad. �Ojal� que pueda haber siempre en cada comunidad un sacerdote que celebre la Eucarist�a! Por eso pido al Se�or que broten entre vosotros numerosas y santas vocaciones al sacerdocio. La Iglesia tiene necesidad de alguien que celebre tambi�n hoy, con coraz�n puro, el sacrificio eucar�stico. �El mundo no puede verse privado de la dulce y liberadora presencia de Jes�s vivo en la Eucarist�a!

Sed vosotros mismos testigos fervorosos de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la Eucarist�a modele vuestra vida, la vida de las familias que formar�is; que oriente todas vuestras opciones de vida. Que la Eucarist�a, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, os inspire ideales de solidaridad y os haga vivir en comuni�n con vuestros hermanos dispersos por todos los rincones del planeta.

Que la participaci�n en la Eucarist�a fructifique, en especial, en un nuevo florecer de vocaciones a la vida religiosa, que asegure la presencia de fuerzas nuevas y generosas en la Iglesia para la gran tarea de la nueva evangelizaci�n.

Si alguno de vosotros, queridos j�venes, siente en s� la llamada del Se�or a darse totalmente a �l para amarlo "con coraz�n indiviso" (cf. 1 Co 7,34), que no se deje paralizar por la duda o el miedo. Que pronuncie con valent�a su propio "s�" sin reservas, fi�ndose de �l que es fiel en todas sus promesas. �No ha prometido, al que lo ha dejado todo por �l, aqu� el ciento por uno y despu�s la vida eterna? (cf. Mc 10,29-30).

7. Al final de esta Jornada Mundial, mir�ndoos a vosotros, a vuestros rostros j�venes, a vuestro entusiasmo sincero, quiero expresar, desde lo hondo de mi coraz�n, mi agradecimiento a Dios por el don de la juventud, que a trav�s de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo.

�Gracias a Dios por el camino de las Jornadas Mundiales de la Juventud! �Gracias a Dios por tantos j�venes que han participado en ellas durante estos diecis�is a�os! Son j�venes que ahora, ya adultos, siguen viviendo en la fe all� donde residen y trabajan. Estoy seguro de que tambi�n vosotros, queridos amigos, estar�is a la altura de los que os han precedido. Llevar�is el anuncio de Cristo en el nuevo milenio. Al volver a casa, no os dispers�is. Confirmad y profundidad en vuestra adhesi�n a la comunidad cristiana a la que pertenec�is. Desde Roma, la ciudad de Pedro y Pablo, el Papa os acompa�a con su afecto y, parafraseando una expresi�n de Santa Catalina de Siena, os dice: Si sois lo que ten�is que ser, �prender�is fuego al mundo entero! (cf. Cart. 368).

Miro con confianza a esta nueva humanidad que se prepara tambi�n por medio de vosotros; miro a esta Iglesia constantemente rejuvenecida por el Esp�ritu de Cristo y que hoy se alegra por vuestros prop�sitos y de vuestro compromiso. Miro hacia el futuro y hago m�as las palabras de una antigua oraci�n, que canta a la vez al don de Jes�s, de la Eucarist�a y de la Iglesia:

"Te damos gracias, Padre nuestro,

por la vida y el conocimiento

que nos diste a conocer por medio de Jes�s, tu siervo.

A ti la gloria por los siglos.

As� como este trozo de pan estaba disperso por los montes

y reunido se ha hecho uno,

as� tambi�n re�ne a tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino [...]

T�, Se�or omnipotente,

has creado el universo a causa de tu Nombre,

has dado a los hombres alimento y bebida para su disfrute,

a fin de que te den gracias

y, adem�s, a nosotros nos has concedido la gracia

de un alimento y bebida espirituales y de vida eterna por medio de

tu siervo [...]

A ti la gloria por los siglos" (Didach� 9,3-4; 10,3-4).

Am�n.

 

 

3� Comunidad Neocatecumenal de la Parroquia de Ntra. Sra. de la Merced (Burriana - Castell�n - Espa�a)

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