Somos cada vez más conscientes de que los seres humanos, los grupos sociales y las mismas Naciones, incluso a través de la globalización de las finanzas, de la economía y del mercado, dependen unos de otros. Los bienes producidos, por ejemplo, no son solamente para aquellos que han dado su aportacíon para producirlos, sino que se benefician de ellos personas, grupos y sociedades del mundo entero. Así, frente a las situaciones de injusticia y de violación de los derechos, ya hay conciencia difundida de que son fenómenos que no sólo afectan a aquellos que son víctimas sino a todos los trabajadores.
Jesús pide una disponibilidad completa, de la mente y del corazón, cuando anuncia el Juicio al que llamará a todos los hombres:
En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis» (Mt 25,40). La solidaridad que lleva a compartir el pan u otros bienes no es simplemente asistencia sino auténtica promoción humana.
El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que con más cuentan, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse
responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legitimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos».
Juan Pablo II, Solicitudo rei socialis, 39 |
