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INTRODUCCIÓN

Atenco
Rematote
Mariachi
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Tributo
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Banda
Lluvia
De la calle
Revolución
Tenayuca
Limpia
Independencia



Pequeño tributo a la ciudad de México



La ciudad de México me ha enseñado muchas cosas. Es un lugar donde uno tiene oportunidad de aprender una que otra lección, siempre y cuando adopte la actitud adecuada. Este relato, repleto de metáforas, va para ella, para la ciudad de México.




    Recuerdo la primera vez que te vi. Pronto hará tres años de aquello. Yo estaba de paso y llegaba prevenido por los comentarios que me habían hecho sobre ti quienes aseguraban conocerte: que eras guarra, violenta, arisca, que de tan gorda era casi imposible abarcar con las manos tu cintura, que uno no debía ofrecerte jamás la espalda porque aprovecharías para soltarle un madrazo... En contraposición, también afirmaban que una parte de ti era culta y diestra para las artes.
    En esa primera ocasión procuré no molestarte demasiado y creo que logré que ni tan siquiera te apercibieses de mi presencia, pues era verano y suficiente trabajo tenías tú con los miles de turistas que en aquellos días te visitaban. Yo me marché sin despedirme siquiera pues sabía que muy pronto tú y yo íbamos a volver a encontrarnos.
    La segunda ocasión en que te visité, una nueva visita relámpago, vine más confiado, no en vano sabía para entonces que no eras tan malvada como me lo habían pintado. Nuevamente me marché sin decir adiós pues ni siquiera fuimos formalmente presentados.
    Dicen que "no hay dos sin tres" y en mi caso particular así fue. Apenas un año más tarde me regresé. No seas vanidosa. No regresé por ti. En realidad, sentía mayor atracción por tus vecinas, y una vez más, sólo quería "utilizarte" como punto de partida para conocerlas a ellas.
    Sin embargo, no sé muy bien cómo ni cuándo se produjo el encuentro entre tú y yo. Quizás fue aquella tarde lluviosa en que tropecé con una de tus muchas imperfecciones y el agua sucia puso perdidos mis pantalones. ¡Con qué rabia te mandé a la chingada! O acaso fuera la ocasión en que te agarraste un berrinche monumental porque nada más llegar ya estaba yo flirteando con tu lejana prima oaxaqueña. O cuando te enojaste porque decidí marcharme a vivir cerquita de ti pero no contigo, a pesar de que sabías perfectamente que lo intenté, pero ante tus cambios de carácter, algunas veces incluso violentos, y lo oneroso que me resultaba costear tus caprichos te dije aquello de: ¡Ni modo!
    El caso es que dos temperamentos fuertes nos encontramos y eso se reflejaba en el reguero de pólvora que se prendía a nuestro paso. También hubo momentos buenos, qué demonios. Como aquella mañana de domingo que apareciste toda engalanada y me llevaste, con música de mariachi y todo, desde el monumento a la Revolución hasta el Zócalo capitalino mientras tus hij@s nos observaban con curiosidad parad@s en las banquetas. O cuando me llevaste al Azteca, donde tus muchachos disputaban aquella tarde el clásico contra vuestro eterno rival. Jamás te había visto tan triste como esa noche, después de que las Chivas se llevaron del coloso de Santa Úrsula los puntos y algo más. Yo intentaba consolarte, te decía que sólo era un juego y que no merecía la pena que derramaras tus lágrimas por ello. Pero tú apelabas a eso del orgullo y sobre todo mentabas la madre de aquel pobre diablo que asignaron para arbitrar el partido de la máxima rivalidad. O en aquella ocasión en que te acompañé al funeral de una de tus hijas más queridas y el duelo se convirtió en fiesta y pediste al mariachi que tocara "Ella", la canción preferida por La Doña y también mía.
    Pero no fue hasta la noche en que nos sentamos en aquella sórdida cantina, acompañados de una botella de tequila, cuando "formalizamos" nuestra relación. Todavía recuerdo la cara de asombro de los parroquianos cuando te vieron traspasar aquella puerta que se asemejaba mucho a las de los salones del viejo oeste. Incluso un borracho se atrevió a reprocharte que estuvieras allí y te dijo que aquél era lugar para puros hombres. La retahíla de improperios que le soltaste hizo enmudecer tanto a él como al resto de los cuates que se encontraban sentados en las mesas apurando sus cervezas.
    Golpeaste el mostrador con firmeza reclamando la presencia del camarero, un chaparrito que se escondía detrás de la cortina del reservado, quien acudió solícito a tu llamada.
    "Una botella del mejor tequila que tengas", le dijiste con voz grave.
    Nos sentamos en la única mesa que estaba libre y comenzamos a beber, mientras la máquina de discos hacía un repaso, a ritmo de corrido, de las más trágicas historias de amor que jamás se hubieron cantado.
    Conforme aumentaba el nivel de alcohol en nuestros cuerpos, nuestras neuronas comenzaron a trabajar y nos proporcionaron las ideas más lúcidas que jamás hubiéramos soñado tener.
    Y así fue como acordamos que se hacía necesario contemplar en nuestra relación una serie de mínimos que ambos debíamos comprometernos a respetar. Tú me ofreciste mostrarme algunos de tus secretos, afirmaste que me permitirías disfrutar de tus encantos, que te esforzarías por controlar tus ataques de ira, aunque en este último aspecto me advertiste que ellos también formaban parte de tu personalidad y debía aprender a aceptarte tal y como eras.
    A cambio me pediste que contase a los demás que, detrás de esa imagen de mujer fatal que la fama te había impuesto, existía un ser excepcional. Que sólo era necesario buscar el camino adecuado para acercarse hasta ti. Me exigiste que cuando narrase las cosas me involucrase en ellas, que me acercase discretamente hasta l@s protagonistas de las historias e intentase saber qué es lo que piensan y lo que sienten.
    Pues en ello estoy, ciudad de México.



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