La Atlántida ...

Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la televisión comercial. Amablemente, los organizadores me habían enviado un chofer.

-¿Le molesta que le haga una pregunta?- me dijo mientras esperábamos la maleta.

No, no me molestaba.

-¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?

Tardé un momento comprenderlo. ¿Me estaba tomando el pelo? Finalmente lo entendí.

-Yo soy el científico aquel- respondí.

Calló un momento y luego sonrió.

-Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el suyo.

Me tendió la mano.

-Me llamo William F. Buckley.

(Bueno, no era exactamente William F. Buckley, pero llevaba el nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo que sin duda le había valido un gran número de inofensivas bromas).

Mientras nos intalábamos en el choche para emprender el largo recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me dijo que se alegraba de que eyo fuera "el científico aquel" porque tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba?

No, no me molestaba.

Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de "canalización" (una manera de oír lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho, por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de astología, del sudario de Turín... Presentaba cada uno de esos portentosos temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía obligado a decepcionarle cada vez.

-La prueba es insostenible -le repetía una y otra vez-- Hay una explicación mucho más sencilla.

En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los distintos matices especulativos, por ejemplo, sobre los "continentes hundidos" de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas caídas de minaretes rotos de una civilización antiguamente grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces luminiscentes de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más mínima base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia de la Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este momento, no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala gana.

Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sin oque eliminaba una faceta preciosa de su vida interior.

Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo sobre las moléculas de vida que se encuentran en el frío y tenue gas de las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construídos como jeringas hipodérmicas, deslizan su ADN más allá de las defensas del organismo anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de las células; o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre; o de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las virtudes de la cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello. Tampoco sabía nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación cuántica, y sólo reconocía el ADN como tres letras mayúsculas que aparecían juntas con frecuencia.

El señor "Buckley" -que sabía hablar, era inteligente y curioso- no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros medios de comunicación, Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento de la ciencia.

Hay cientos de libros sobre la Atlántida, el continente mítico que según dicen existió hace unos diez mil años en el océano Atlántico. (O en una parte. Un libre reciente lo ubica en la Antártida). La historia viene de Platón, que lo citó como un rumor que le llegó de épocas remotas. Hay libros recientes que describen con autoridad el alto nivel tecnológico, moral y espiritual de la Atlántida y la gran tragedia de un continente poblado que se hundió entero bajo las olas. Hay una Atlántida de la "Nueva Era", "la civilización legendaria de ciencias avanzadas", dedicada principalmente a la "ciencia" de los cristales. En una trilogía titulada La ilustración del cristal, de Katrina Raphaell -unos libros que han tenido un papel principal en la locura del cristal en Norteamérica-, los cristales de la Atlántida leen la mente, transmiten pensamientos, son depositarios de la historia antigua y modelo y fuente de las pirámides de Egipto. No se ofrece nada parecido a una prueba que fundamente estas afirmaciones. (Podría resurgir la manía del cristal tras el reciente descubrimiento de la ciencia sismológica de que el núcleo interno de la Tierra puede estar compuesto por un cristal único, inmenso, casi perfecto... de hierro).

Algunos libros -Leyendas de la Tierra, de Dorothy Vitaliano, por ejemplo- interpretan comprensiblemente las leyendas originales de la Atlántida en términos de una pequeña isla en el Mediterráneo que fue destruída por una erupción volcánica, o una antigua ciudad que se deslizó dentro del golfo de Corinto después de un terremoto. Por lo que sabemos, ésa puede ser la fuente de la leyenda, pero de ahí a la destrucción de un continente en el que había surgido una civilización técnina y mística preternturalmente avanzada hay una gran distancia.

Lo que casi nunca encontramos -en bibliotecas públicas, escaparates de revistas o programas de televisión en horas punta- es la prueba de la extensión del suelo marino y la tectónica de placas y del trazado del fondo del océano, que muestra de modo confundible que no pudo haber ningún continente entre Europa y América en una escala de tiempo parecida a la propuesta.

Es muy fácil encotnrar relatos espurios que hacen caer al crédulo en la trampa. Mucho más difícil es encontrar tratamientos escépticos. El escepticismo no vende. Es cien, mil veces más probable que una persona brillante y curiosa que confíe enteramente en la cultura popular para informarse de algo como la Atlántida se encuentre con una fábula tratada sin sentido crítico que con una valoración sobria y equilibrada.

Quizá el señor "Buckley" debía aprender a ser más escéptico con lo que le ofrece la cultura popular. Pero, aparte de eso, es difícil echarle la culpa. Él se limitaba a aceptar lo que la mayoría de las fuentes de información disponibles y accesibles decían que era la verdad. Por su ingenuidad, se veía confundido y embaucado sistemáticamente.

Carl Sagan

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