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Las cantinas: lugares de gozo, retozo, ahogo y desahogo en la ciudad de México



    "¿Qué belleza puede compararse a la de una cantina en las primeras horas de la mañana? (...) porque ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado..." Malcolm Lowry.
    Las cantinas de la ciudad de México son espacios para tomarse una copa solo o con los amigos, platicar en un ambiente distendido con el resto de parroquianos, disfrutar de sus exquisitas botanas que a veces pueden llegar a suplir una comida, escuchar la música de los tríos dedicados a amenizar nuestra estancia o de las sinfonolas, conocer gente de lo más interesante y variopinta, jugar una partida de dominó o bailar con las profesionales de los bailes y de las fichas.
    Para las personas que no hemos nacido en este país impone cierto respeto penetrar en esos pequeños santuarios erigidos en honor al dios Baco. La puerta batiente que a menudo separa la cantina de la calle parece invitarle a uno a traspasar el umbral pero, a menudo, uno prefiere abstenerse de penetrar en un territorio que cuenta con sus propios códigos y normas de comportamiento.
    Así me sentía yo cada vez que pasaba por delante de una de las cantinas ubicadas en mi colonia. Recuerdo que en las mañanas temprano, cuando en su interior realizaban los trabajos de limpieza para borrar los excesos de la noche anterior, sus puertas estaban abiertas de par en par y yo siempre me asomaba para contemplar aquel escenario que tanto daba que hablar a mis vecinas.
    En la noche, cuando regresaba a mi casa después de una agotadora jornada descubriendo los encantos de la ciudad de México, la cantina parecía encontrarse en su máximo esplendor. Digo parecía porque entonces las puertas sí se encontraban bien cerradas, yo no me atrevía a entrar y lo que se percibía desde fuera era la música a todo volumen y la confusión de las voces entrecortadas de la clientela que, en un tono también excesivamente alto, pretendía establecer una conversación.
    Una noche me decidí a incursionar en aquel territorio sagrado. Entré como a cualquier otro templo, descubriéndome la cabeza y procurando no llamar la atención del resto de feligreses. Es difícil para un güerito como yo no sentirse intruso en una cantina mexicana. Me acerqué hasta la barra y pedí un tequila. Cuando el barman me preguntó de qué marca lo quería le respondí sin vacilar José Cuervo, pues era el único que yo conocía.
    Pronto se acercó el primer parroquiano, para quien aquella cantina debía de ser su primera y única casa, y comenzamos a platicar de cosas mundanas primero, de su intenso pasado amoroso más tarde y de Platón y Aristóteles finalmente.
    Aquella primera experiencia me parecio interesante y desde entonces fueron numerosas las cantinas que visité. Aprovechaba las horas posteriores al mediodía para solucionar la comida del día degustando las ricas botanas que en las cantinas me ofrecían.
    De mi experiencia cantinera llegué a algunas conclusiones. Primera, que contrariamente a lo que pudiera pensarse debido a la mezcla explosiva que suponen los mexicanos y el alcohol, en el interior de las cantinas no había grandes altercados. Quizás sea ese misterioso código que impera en su interior y, sobre todo, la profesionalidad y el buen hacer de los cantineros, lo que evite mayores contratiempos. Segunda, entre los habituales de las cantinas se establece una relación de compadrazgo muy particular. Quizás nadie conoce el nombre de su ocasional compañero de plática pero lo importante es el lugar en el que ambos se encuentran y la plática en sí. Tercera, la mayor parte de los clientes de las cantinas son consumidores de bebidas de alto contenido alcohólico. Al principio yo me sorprendía al ver los combinados que a horas tan tempranas de la mañana preparaban los camareros. Con el tiempo me fui acostumbrando, aunque yo únicamente solía consumir cerveza. Y cuarta y última, la edad media de los habituales de las cantinas está más cerca de los cincuenta que de los treinta.
    Uno de los fenómenos que existen alrededor de las cantinas de la ciudad de México es la paulatina desaparición de cantinas con muchos años de existencia y la proliferación de bares que anuncian un ambiente familiar y pretenden atraer hasta ellos al señor, la señora y l@s niñ@s. Evidentemente éstos son malos sucedáneos de las auténticas cantinas.
    En 1982 el entonces regente de la ciudad, Hank González, permitió el acceso de las mujeres a cantinas y pulquerías, lugares hasta entonces reservados para puros machos. Sin embargo, todavía es posible encontrar cantinas en las que, a pesar de no tener prohibido su acceso, ninguna dama "de buena reputación" osaría traspasar su umbral. Aun a riesgo de ser calificado de machista, retrógrado y adjetivos parecidos, fue en estas últimas, en las de puros machos, donde me encontró más a gusto.
    A mí me encanta llegar a una cantina desconocida, pedir una cerveza al cantinero y después dirigirme hasta la rocola o sinfonola, cuando la hay, e investigar la clase de música que se escucha en ese lugar para finalmente terminar utilizando mi moneda para dar paso a alguno de los temas clásicos e incombustibles, mientras el cantinero sonríe y me confiesa que sabía de antemano que yo iba a elegir precisamente aquella canción.
    Por último, te ofrezco una Guía de bares y cantinas del Centro Histórico No seré yo quien recomiende unas u otras pues seguramente cada quien tiene sus propios gustos y posiblemente los míos no coincidan con los de la mayoría. Mejor, asómate a su interior, guíate por tu intuición y después decide si ése es para ti un lugar de gozo, retozo, ahogo y desahogo.



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